El Magazín Cultural
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'La eterna parranda'

Se lanzó en la Feria su libro, una recopilación de crónicas publicadas entre 1997 y 2011.

Laura García, especial para El Espectador
08 de mayo de 2011 - 10:18 p. m.

En La eterna parranda el contraste es admirable: historias de perdedores, de dramas sociales, de grandes personajes de la cultura popular costeña; éste bien puede ser el resumen exacto del trabajo profesional impecable que ha realizado Salcedo Ramos en estos 14 años. Y aquí vale la pena resaltar un aspecto no menor: que estas crónicas no sean del todo inéditas, que ya hayan sido publicadas en diferentes revistas, constituye un mérito para un género particularmente difícil en el oficio periodístico: la crónica literaria. Tomemos en cuenta que, en la actualidad editorial, los diarios y revistas de circulación masiva se juegan su continuidad en la pelea a muerte que protagonizan, día a día, la cantidad de caracteres versus los espacios publicitarios.

Generalmente esta pelea es desigual para el número de caracteres y, por lo mismo, son muy pocos los medios (y sobre todo los medios colombianos) que se deciden a publicar crónicas de largo aliento, como las que escribe Salcedo Ramos, precedidas de investigaciones minuciosas que pueden tomarle años incluso, y que pueden tener hasta más de cuarenta páginas. Que Salcedo Ramos lo consiga, que sus crónicas puedan ser leídas con regularidad en los medios impresos colombianos, ha sido y es fundamental para que el género de la crónica literaria sobreviva a las tiranías editoriales de todos los tiempos.

Entre las crónicas más importantes que se pueden leer en este libro están “La eterna parranda de Diomedes”, sobre el compositor vallenato Diomedes Díaz. Esta historia no sólo le da título al libro, sino que significó un gran reto para su autor, quien debió sortear un obstáculo importante: Diomedes Díaz se negó rotundamente a dar entrevistas; el perfil de una de las glorias del boxeo en Colombia, Rocky Valdez (“Memorias del último valiente. La historia de Rocky Valdez”) y el drama de los mutilados por las minas antipersona, “Un país de mutilados”. Y, como regalo especial para sus lectores, vienen tres historias contadas en primera persona.

Sobre Colombia en sus crónicas, la diversidad de sus personajes y hasta de sus gustos musicales le habló Alberto Salcedo Ramos a El Espectador:

Cuando uno lee todas estas crónicas es inevitable hacerse una imagen de Colombia, una especie de mapa. ¿Qué aprendió, qué cosas novedosas vio de Colombia escribiendo estas crónicas?

Colombia es un país que oscila entre lo dramático y lo folletinesco. Uno se acuesta desolado después de ver en el noticiero de televisión las imágenes de un pueblo que ha sido arrasado por una inundación, y al otro día se despierta con la noticia de que una pareja de enamorados se encerró dentro de un cajero bancario a hacer el amor. El libro, de alguna manera, responde un poco a esa dualidad. No es que yo me lo haya propuesto deliberadamente desde antes de ponerme a escribir. Más bien fue algo que descubrí cuando empecé a reunir las historias: noté que, irremediablemente, más allá de mi voluntad, el país que retrato tiene algo de circo y también de campo de guerra minado.

Esa misma dualidad tienen sus personajes. De los protagonistas de sus historias, ¿cuál fue el más difícil de abordar o que le dio más trabajo investigar?

Bueno, tuve un personaje que no fue difícil sino imposible: el cantante Diomedes Díaz. Como ha sido un hombre de moral dudosa, como es consciente de su desprestigio, se aísla de los periodistas. Sin embargo, creo que con sus silencios también me dijo mucho. Su negativa a hablar es también una declaración. Su boca cerrada me informó mucho sobre su personalidad. Y, bueno, yo hablé con muchísimas personas que conocen a Diomedes, y en la voz de esas otras personas encontré las piezas necesarias para armar mi retrato. Fue un ejercicio periodístico y literario enriquecedor.

¿Qué significa ese ritmo, el vallenato, para usted como profesional, para su trabajo?

El vallenato es para mí vital. No llegó a mí por razones profesionales. Simplemente cuando era niño y empezaba a aguzar el oído, me encontré con unas espléndidas canciones vallenatas que cantaban los adultos en mi casa, entonces yo también empecé a cantarlas. Me maravillaban esos cantos que nombraban, en medio de tonadas líricas muy bellas, los mismos paisajes con los que yo me relacionaba en la cotidianidad. Me maravillaban los seres que poblaban esos cantos: hombres parranderos que le rendían un culto a la amistad, enamorados que dejaban un testimonio de su pena, campesinos aquerenciados con su tierra. El vallenato se filtra en mis historias de la misma manera en que llegó a mi vida: entra sin tocar la puerta, y ahí se queda.

¿Y cuál es la canción vallenata que más le gusta?

Muy difícil. Si me pone a escogerla con el cerebro, le diría que es La custodia de Badillo, un canto magistral en el que Rafael Escalona relata, con humor, que en un pueblo llamado Badillo alguien se robó un altar de la iglesia. Escalona sospecha del sacerdote mismo de la parroquia, y lo dice con una finura maravillosa: “Lo que pasa es que la tiene un ratero honrado / lo que ocurre es que un honrado se la llevó”. Al final, el compositor le pide a un personaje del pueblo que se plante con su pistola a la entrada de la iglesia, “y a todo el que tenga sotana no lo deje entrar”. Es un canto extraordinario. Pero si me pone a escoger mi vallenato preferido con el corazón, entonces le diría que es Fantasía, de Rosendo Romero, que es la elegía a una mujer imposible, creída, hermosamente escrita y muy bien cantada, precisamente, por Diomedes Díaz.

Por Laura García, especial para El Espectador

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