El Magazín Cultural

Mayo del 68: Los renegados

El abucheo al ministro de la Juventud Francois Missoffe en marzo de 1967 en Nanterre, el careo con Daniel Cohn-Bendit y el sentirse hastiados de los señores ministros y las marchas en las calles. Una historia que se llamó Mayo de 1968.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
01 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.
Uno de los numerosos afiches que se hicieron famosos en las marchas de mayo de 1968. / Cortesía
Uno de los numerosos afiches que se hicieron famosos en las marchas de mayo de 1968. / Cortesía

Una voz que se volvió disonante, una mirada de ojos enrojecidos, una nariz que resoplaba, unas manos cerradas, unas piernas que caminaban y brincaban, un secreto, los periódicos que publicaban las noticias y la barbarie de Vietnam, una reunión de estudiantes meses antes que no llegó a nada, una protesta soterrada que luego fue explícita, y más tarde, grito, y luego solidaridad, y más luego, explosión. Piedras, barricadas, afiches que decían lo que había que decir, “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Vivir el presente”. Puños cerrados, puños amenazantes, las viejas sombras de Lenin, de Marx y Engels y Trotsky rondando por ahí, Julio Cortázar y Tomás Eloy Martínez escribiendo aquellas proclamas en libretitas usadas. Años de represión, décadas de una vida pintada por los dueños del mundo en blanco y negro, en lo bueno y lo malo, en lo que había que hacer y, sobre todo, en “usted trabaja, usted produce, y yo me beneficio de su trabajo”. 

El abucheo al ministro de la Juventud Francois Missoffe en marzo de 1967 en Nanterre, el careo con Daniel Cohn-Bendit y el sentirse hastiados de los señores ministros, de los cargos, de los trajes confeccionados a la medida, de las corbatas de seda, de la representación de esas corbatas, de los sacerdotes, de las sotanas, del Vaticano, de los credos, de las biblias y las bendiciones. Un “no pasa nada, acá todo sigue y seguirá igual” dicho y repetido mil veces por los poderosos. Un “todo tiene que cambiar, hagamos la revolución con amor y el amor con libertad” de los estudiantes. Un “Las revoluciones están eternamente condenadas al fracaso” de los herederos de lo mismo con los mismos, y un “vamos a saldar todas las deudas hoy mismo”. El eco del rencor por el asesinato de Martin Luther King en Memphis, Estados Unidos, unas semanas antes, y su voz inmortal repitiéndose en cada uno de los cientos de miles de estudiantes que protestaban, y en cada uno de los nueve millones de obreros que exigían respeto, vida, dignidad. I have a dream.

Colores. Rojo sangre sobre negro carbón. Rojo y negro, como la novela de Stendhal. Formas geométricas, abstractas, surrealistas, y no formas que enterraran las viejas formas. París fue una fiesta para los insurgentes, una fiesta para los inconformes, un baile de rabias y de peleas, de no aguantarse más que unos tuvieran la verdad y la impusieran. París fue la fiesta de la libertad, un mes en el que se condensaron los deseos de millones de indignados. No más jefes, no más curas, no más mandamientos, no más la moral de unos pocos, no más ser humillados y ofendidos. París fue la ciudad de Mayo del 68, y Mayo del 68 fue el momento en el que confluyeron todas las viejas luchas. Hubo algo de los Beatles, hubo algo de Picasso, de Andy Warhol, de los Rolling Stones, de Albert Camus, de Herman Hesse, de Sigmund Freud, y hubo mucho de Jean Paul Sartre y del Che Guevara y de Cuba. Algo de Edith Piaff, un poco de Janis Joplin, de Elvis Presley, y un mucho de Luther King.

“Si perdemos la imaginación, lo perdemos todo”, les decía Julio Cortázar a unos amigos en el café Deux Magots, mientras veía arder a París. “El futuro está al alcance de la mano”, dijo que le dijo Tomás Eloy Martínez. “Por fin empezamos a vivir en un estado de revolución permanente”. La revolución permanente que había predicado Trotsky, la revolución permanente que puso en riesgo el régimen de Stalin, que mandó a matar a Trotsky y a todo aquel que se le opusiera para que solo hubiera una revolución, la suya, para que sólo hubiera un poder, el suyo. A punta de ejecuciones, de bala, de destierro, de Siberia, de gulags, Stalin manchó el nombre Revolución, y la idea comunista, y de ahí se agarraban los pensadores y los periodistas y los políticos de derecha para comprobar que las revoluciones no llevaban a nada, para decir “acá todo sigue y todo seguirá igual”, para demostrar que las revueltas y los sueños sólo llevaban al fracaso.

De ahí, de ese germen de imaginación, pugna, inconformismo, revuelta e idealismo estigmatizado por columnistas y escritores a sueldo se agarró Nicolás Sarkozy 40 años después de Mayo del 68 para decir que era urgente “liquidar la herencia de Mayo del 68”, un estallido “que confundió el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, y que al proclamar que todo estaba permitido, los líderes de aquel movimiento consiguieron que desapareciera el concepto de autoridad. La impugnación de toda referencia ética y de todo valor moral preparó el terreno para un capitalismo sin escrúpulos y sin ética”. Ante el entonces candidato a presidente estaba el filósofo André Glucksmann, uno de los ideólogos de Mayo del 68, que luego diría: “En 1968 predomina un sentimiento insólito: la historia depende de los ciudadanos. Washington y Moscú no decidirán ya la suerte de Europa. Es el principio del fin de la guerra fría en las mentes”.

Todo empezaba a ser humano, y demasiado humano también, para citar a Nietzsche. Dios había muerto. O lo habían matado. O lo querían matar, para seguir con uno de los referentes de los estudiantes. “Lo importante es que se haya producido cuando todo el mundo lo creía impensable y, si ocurrió una vez, puede volver a ocurrir”, decía Sartre, que salía a la vista de todos a dialogar con Daniel Cohn-Bendit para que todos vieran que él estaba de acuerdo con las manifestaciones, que él creía en aquellos tipos y en sus peticiones. Las derechas pidieron que lo encarcelaran. El general De Gaulle respondió: “Uno no puede arrestar a Voltaire”. El infierno de Sartre en Mayo del 68 eran los otros, otros. Los burócratas, los legisladores, los directores de las fábricas, no los trabajadores, no los nueve millones de trabajadores que en la segunda semana de mayo se plegaron a la huelga decretada por los sindicatos, ni los estudiantes, que luchaban por una utopía, liderados por aquel rojo en todo sentido, Cohn-Bendit, a quien luego expulsarían de Francia.

Cohn-Bendit había encendido la llama el 22 de abril, cuando lideró la toma de la universidad de Nanterre para protestar por la detención de algunos estudiantes que habían sido acusados de instalar explosivos en algunas empresas norteamericanas con sede en París. El 28 el decano cerró la facultad. Cohn-Bendit y su gente boicotearon los exámenes finales y se liaron a trompadas y patadas con sus compañeros de derecha, que les habían reprochado la toma del 22. En Berlín, fuerzas del establecimiento atentaron contra la vida de un líder estudiantil, Rudi Dutscke. La tensión aumentó. Comenzaron las marchas. El barrio latino de París se convirtió en un polvorín. Se cerró La Sorbona. La policía detuvo al “Rojo”, Cohn-Bendit. El presidente, George Pompidou, propendía por un diálogo. Por fin, a finales de mayo, acabó por subirles el sueldo mínimo a los trabajadores en un 36 por ciento.

Ellos, y los estudiantes, y algunos inconformes, los anarquistas y los otros rojos, habían logrado lo imposible desde abajo, escribiendo pancartas, gritando, desde abajo. Desde ahí, habían entendido que podían comprar y vender y hacer sin los intermediarios, y hacer caso omiso de los cargos rimbombantes, e incluso eliminarlos, pues sin quien obedeciera, los mandamases se acabarían diluyendo. Desde abajo podrían influir en la propuesta de leyes y en su aprobación. Subvertir, cambiar el orden de las cosas, olvidar los manifiestos que les habían legado, romper todas las tablas, y comprender que quienes se habían adueñado del mundo, empresarios, políticos, sacerdotes, académicos y demás, no eran lo importante, lo esencial, y que podían hacer la revolución a fuerza de pequeñas revoluciones, desde abajo, sin aspirar a ser ellos ni como ellos, porque ellos, en últimas, pocas veces habían hecho algo, y si alguna vez lo hicieron fue para preservar el sistema, que era su sistema.

Pasados los años, pasadas las elecciones de Congreso de ese año en las que ganó Charles de Gaulle, pasados los sucesos de México en los que murieron decenas de estudiantes que quisieron seguir el ejemplo de París, y pasados luego mil acontecimientos, cientos de teóricos y de políticos, de periodistas e incluso de filósofos, dijeron que Mayo del 68 había sido una explosión de humo. “No conozco otro episodio de la historia de Francia que me haya dejado el mismo sentimiento de irracionalidad”, escribió Raymond Aron. Los enemigos de los rebeldes intentaban comprender todo desde su mismo sistema, desde el poder. Creían que las transformaciones se lograban desde ahí, desde arriba. Sin embargo, la sociedad cambió. La píldora, el sexo, la liberación femenina, los deshorarios, las vestimentas, la marihuana, irrumpieron en la sociedad. La tocaron y la trastocaron. Para quienes hablaron de humo, de egos, de absoluta falta de escrúpulos, de un legado pernicioso e individualista, hubo que contraponerle una frase de Raphael Glucksmann: “Recibimos el legado de la libertad. Nos corresponde a nosotros hacer de ella algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal”.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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