El Magazín Cultural

Miguel Hernández: el poeta encarcelado

Se conmemoran 109 años del nacimiento del poeta español. Sus versos se transformaron en su catarsis, en su refugio para sobrevivir a la censura, al sufrimiento y al aislamiento.

Manuela Cano Pulido
30 de octubre de 2019 - 09:26 p. m.
El poeta español Miguel Hernández, en la versión de la ilustradora María Camila Quiceno.
El poeta español Miguel Hernández, en la versión de la ilustradora María Camila Quiceno.

Él se quedó en España; decidió luchar, cogió el fusil y se pintó de rojo. Nunca huyó, sabía que el destino estaba en sus manos, en las manos del pueblo. En una de las dos se posaba un arma de fuego, en la otra descansaba una pluma creadora de palabras aun más poderosas. Luchaba por la libertad, por el amor, por la poesía. Y así, con una convicción inquebrantable, Miguel Hernández dejó Orihuela, su ciudad natal, para unirse al ejército republicano español.

Desde el 23 de septiembre de 1936, los del Quinto Regimiento constituirían el nuevo hogar del poeta, reemplazando su vieja vida provinciana y su pequeña casa en el sur del territorio español. Atrás quedaban las largas jornadas de pastoreo de cabras de su infancia, que lo habían enamorado de lo sublime de la naturaleza, su vida tranquila y de contemplación, pues ahora, motivado por Rafael Alberti, Federico García Lorca y Pablo Neruda, tomaba la irreversible decisión de luchar por su pueblo contra el régimen franquista.

A ellos los había conocido en unas de sus largas estancias en la capital, a la que había llegado ansioso por vivir en persona aquello que solo había experimentado en sus extensas lecturas. Y fueron ellos mismos quienes, por medio de sus prolongadas y profundas discusiones, habían influenciado en el vuelco ideológico del poeta. Hernández había mutado en sus creencias, en su mentalidad, expresando todo esto en sus nuevos poemas, más profundos, revolucionarios, eróticos, que buscaban acercarse a un tema que hasta ahora había ignorado: la muerte. Y aunque Madrid lo alejaba de su pueblo natal tanto en kilómetros como en pensamientos, aún seguía añorando ese ambiente rural al que volvería y que no abandonaría hasta su incorporación a la milicia.

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Al hacerlo, él estaba siguiendo su propio destino, el destino “de parar en las manos del pueblo”, como alguna vez le escribiría a Vicente Aleixandre. Sentía que su obligación como escritor no estaría completa si no se comprometía, enteramente, con la dura tarea del ejército rojo. Hernández no era como otros escritores que habían huido, que engendraban sus palabras desde otros lugares, seguros, pacíficos. Él, en cambio, había decidido que su propia poesía sería un aliento para las fuerzas republicanas y que también representaría algo de esperanza en la mitad de un desmoralizador y cruel conflicto, en el que parecía que siempre llevaban las de perder.

Entre laderas, montañas, ríos y valles por los que se movilizaba el ejército, Hernández no dejaba de escribir. Y allí surgían esos legendarios versos: “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me avientan la garganta”. Eran sus versos de lucha, pero también eran un grito de emancipación de su pueblo, de su añorada libertad. Y continuaba: “Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta”, porque estaba convencido de que militaba en el bando correcto, con el pueblo, con los oprimidos, y con esa convicción veía la muerte como mejor salida que la rendición.

Esa vida de trincheras, disparos y fusiles solo encontraría tregua una vez, durante todos esos años, y sería por amor. Miguel Hernández dejaba el ejército para llegar, el 9 de marzo de 1937, a Orihuela, donde se casaría con la mujer a la que iban dedicados versos como “no tienes más que hacer que ser hermosa, ni tengo más festejo que mirarte, alrededor girando de tu esfera” y a la que alguna vez le había escrito en una de sus cartas: “Nos casaremos inmediatamente, tú por la iglesia y yo por detrás de la iglesia”.

Josefina Manresa y Miguel Hernández eran contrarios. Ella, sumamente creyente, era una mujer muy clásica; él, en cambio, se había alejado de esa fe y ahora vivía en medio de creencias mucho más elevadas; sin embargo, los unía un amor tierno de la adolescencia, una vida compartida y luego el nacimiento de sus dos hijos, aunque uno, diría el poeta, “se alejó en su cuerpo, me dejó en sus ropas”. Sin embargo, esos dos opuestos se unirían en el matrimonio, pero no tendrían tiempo para que sus polos opuestos se juntaran, pues él tuvo que partir a los pocos días hacia el frente de Jaén.

Y volvía, de nuevo, a la vida de soldado, a los diferentes frentes de batalla: Teruel, Andalucía, Extremadura; volvía al hambre, esa que “vuelve el hombre sobre los laberintos donde la vida habita siniestramente sola. Reaparece la fiera, recobra sus instintos, sus patas erizadas, sus rencores, su cola”; volvía a la intemperie, con los distintos climas, calor, frío... nieve “como una llama seca desarrollada en hilos, como una larga ruina que ataca a los soldados”. Todo esto constituía los días del poeta, que, a pesar de todo, nunca paraba de relatar, en palabras sustraídas de los horizontes más oscuros, eso que veía, sentía y hacía, en lo que se había convertido su cotidianidad en el ejército.

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Sin embargo, su día a día se rompió. Se fracturó en el momento en el que la Guerra Civil también se caía a pedazos. Hernández se encontraba pasando clandestinamente la frontera con Portugal, cuando fue descubierto por el ejército; su acento español lo delató, su falta de papeles lo inculpó, su corazón rojo lo condenó. Fue detenido y trasladado, inmediatamente y sin reversa, a España. Lo encarcelaron, no una sino varias veces. Anduvo de cárcel en cárcel, y cuando tuvo la oportunidad de escapar, intentó volver a Orihuela, con su querida Josefina y su amado hijo, pero nuevamente fue detenido. 

Su cuerpo se debilitaba, se cansaba y se agotaba, como alguna vez le escribiría a su esposa: “¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma”. No tenía mucho más consuelo que escribir. No paraba de hacerlo, aun si el único material disponible fueran pequeños trozos de papel higiénico. Un día su esposa le comunicaría, sumergida en una enorme tristeza, que ya no tenían para comer sino pan y cebolla. Entonces él, abrumado y roto, acabaría dedicándoles un dolido poema a ella y a su hijo: Nanas de la cebolla. Y aunque su poesía parecía estar cada vez más lúcida, su cuerpo estaba enfermo. Enfermo de la guerra, de sus pestes, y de una terrible tuberculosis que acabaría con su vida. Tenía apenas 31 años.

***

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos, 
que son dos hormigueros solitarios, 
y son mis manos sin las tuyas varios intratables espinos a manojos.
No me encuentro los labios sin tus rojos, 
que me llenan de dulces campanarios, 
sin ti mis pensamientos son calvarios 
criando nardos y agostando hinojos.
No sé qué es de mi oreja sin tu acento, 
ni hacia qué polo yerro sin tu estrella, 
y mi voz sin tu trato se afemina.
Los olores persigo de tu viento 
y la olvidada imagen de tu huella, 
que en ti principia, amor, y en mí termina.

Miguel Hernández.

Por Manuela Cano Pulido

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