El Magazín Cultural

Noticias del imperio, por Henry Valentine Miller (Cuento)

Perdónenme pero voy directo al grano, como diría Stendhal. Estoy harto de oír banalidades acerca de mí. Las que hablan de un pornógrafo militante, de un inveterado heterosexual, de un pájaro/loco o tumba/locas o come/cucas.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento*
13 de marzo de 2018 - 05:24 p. m.
Henry Miller, uno de los escritores más polémicos de Estados Undidos en el Siglo XX, y quien criticaba a sus coterráneos como pocos.  / Cortesía
Henry Miller, uno de los escritores más polémicos de Estados Undidos en el Siglo XX, y quien criticaba a sus coterráneos como pocos. / Cortesía
Foto: Photograph: Alamy

 

¿Soy como yo creo ser o como los demás creen que soy?

Aquí es donde estas líneas se vuelven una confesión,

en presencia de mi yo desconocido e incognoscible,

desconocido e incognoscible para mí mismo.

Aquí es donde creo la leyenda tras la cual me oculto.

Miguel de Unamuno

 

En síntesis y, sobre todo, de una víctima del hambre uterina. Estoy cansado de que cualquier imbécil salga con el cuento, a toda hora todas las horas, de que mi vida se reduce a girar como un trompo alrededor de las mujeres. Si esto, por ejemplo, fuera cierto, ¿a qué horas hubiera podido escribir los trópicos, la primavera negra, la crucifixión rosada (que de rosada no tiene un culo… sino varios culos rosaditos, fragantes y heladitos), por no citar sino unos pocos textos? Estoy cansado de la estupidez de los críticos que piensan que la vida de un escritor es una vida fácil, como la de cualquier puta… Y acaso, pendejos, ¿la vida de una puta es fácil? ¿Les parece fácil acostarse con cualquier marica por unos dólares para al cabo resultar con una gonorrea? ¿Les parece fácil la vida de quien debe ser a la fuerza mujer de cualquier idiota por el simple hecho de que tenga con qué pagar un polvo? No hay duda: el ser humano es el más estúpido de cuantos existen. ¿Con qué autoridad, por ejemplo, dichos críticos se arrogan el derecho a hablar de uno para decir lo que les da la gana? ¿Por qué no dejan hablar a los escritores mientras están vivos y lo que hacen es aprovecharse de ellos cuando ya están muertos o en camino a estarlo? ¿Quién le pone coto a tal situación en un mundo tan trivial, competitivo y consumista como el de hoy, como el de siempre? (Lea también: Anaïs Nin Henry Miller: éramos tres en la cama)

Como decía, estoy harto de oír banalidades acerca de lo que soy o no soy. Para empezar debo advertir que ni siquiera mi nacimiento fue fácil. Como queda consignado en algún texto de los miles que especulan sobre mí, nací prematuro. Al séptimo mes me solté a arañazos y salté del vientre a la mierda de mundo que hoy hay. Caí de cabeza en la calle, con las uñas ya crecidas, las patas estrechas y una doble hilera de dientes, con la cual poder defenderme de los ataques posteriores. Cuando recibí la partida de nacimiento mis instintos criminales ya se habían desarrollado por completo. Era natural que me convirtiera en un rebelde, un proscrito, un malhechor (o bienhechor, según se mire). Le doy una patada en el culo a Dios, como en el comienzo del trópico de capricornio, culpo a la sociedad, en particular a la gringa, esa nación de lunáticos de la que habló Whitman, no yo, acuso como Zola y no sólo por el affaire Dreyfus (que supone el primer caso de cine político y que para Méliès constituyó el primer gran filme puesto en escena, hacia 1899) y maldigo y blasfemo. En pocas palabras: digo la amarga verdad. Aunque no haya una sola, como se imaginan ciertos ingenuos aún, ni aunque la mía pretenda ser la sino apenas una verdad.

Otro asunto importante es que nací el mismo año en el que murió Rimbaud… A quien utilicé de pretexto en un ensayo para volver sobre mí mismo. Al fin y al cabo, ese es el fin de todo ensayo personal. Se ve en el personaje sólo lo que uno es capaz de ver en sí mismo. Con lo que de paso queda claro que no hay literatura que pueda considerarse superior al autor. El Rimbaud de “el tiempo de los asesinos” es el Rimbaud creado por Henry Miller: entonces, Rimbaud es Miller. Es decir, yo soy Rimbaud. Ya saben: “Rimbaud devolvió la literatura a la vida. Yo he tratado de devolver la vida a la literatura. En ambos es igualmente poderoso el impulso confesional e igualmente potente la preocupación moral y espiritual. La predilección por la lengua, por la música, antes que por la literatura misma, es otro rasgo que tenemos en común. Rimbaud no ‘pertenecía’ a ninguna parte: de ahí que dijera ‘La vida está en otra parte’. Yo siempre he pensado otro tanto de mí mismo. Como Rimbaud, yo odiaba el lugar donde había nacido; y lo odiaré hasta el día de mi muerte. Mi más antiguo impulso es el de huir de casa, de la ciudad que detesto, del país y de su gente, con la que no siento nada en común”. Recuerden que un ensayo es un pretexto de escribir sobre alguien para volver sobre sí mismo. ¿Hay acaso generosidad en algún acto humano, objetividad en hecho periodístico alguno, carencia de intereses en un acto político?

¿Que yo, un pornógrafo militante? Para empezar, sólo hablamos de lo que nos interesa, como decía Wilde. Pero, fundamentalmente, de nuestras carencias. Siempre mostramos la otra parte de lo que somos. Por eso es tan fácil adivinar cuándo miente un político. El que, por demás, miente a toda hora. Ese es su oficio. Si el suyo fuera decir la verdad, entonces no habría políticos. Si el asunto fuera tener las manos limpias entonces no habría policías ni abogados ni escritores. Y si no me creen, pregúntenle a Rubem Fonseca, quien está más cerca de ustedes y, cómo no, de sus mentiras. Mentiras que por manes del arte devienen verdades. Verdades que en el fondo no son más que tristes mentiras que de forma fugaz provocan la sensación engañosamente placentera de lo cierto. Lo que de ninguna manera significa la homologación de la mentira artística con la mentira política pues mientras esta opera por miopía, aquella se mueve entre la capacidad visionaria, la lucidez y la profecía.

¿Cómo así, vignati, que sólo las putas pueden dar fe de mi existencia, si nunca fui afecto a ellas? Bueno, por lo menos no a las que cobran de frente… Ahora, la pornografía no es otra cosa que el erotismo de los demás. Es decir, la incapacidad de reconocer en los demás, sin moralina, lo que nos impide ser, sin necesidad de la moral: dudosa palabra refundida en el incierto bolso de la religión. Sobre la certeza de mi virilidad y hazañas sexuales, cabría recordar lo que un amigo catalán sostuvo: “… el Henry Miller de los libros que lleva a cabo tantas proezas sexuales podría ser un doble ficticio, un personaje que vive las ilusiones de su autor”. Lo dicho: en lo fundamental, sólo hablamos de nuestras carencias.    

¿Que yo, un inveterado heterosexual? Esa fue la eterna máscara para esconder el homosexualismo que siempre me habitó y que, afortunadamente, hasta ahora, nadie ha descubierto. Pero, les contaré algo. No es john wayne el protagonista del cuento que narra un spokane, sino yo. Yo fui el que al acostarme con una de las indias extras de The Searchers o Centauros del desierto, filme que dirigió John Ford en 1956, le pedí que no me dijera Henry sino Valentine, en mi caso Valentina y no Valentín. Lo que ocurrió casi al terminar el coito. Y digo casi porque no terminó. Soy un enemigo acérrimo del polvo-foro, de aquella actitud femenina por hablar durante el acto sexual o después de él, cuando uno sólo quiere dormir. Menos mal, el hombre no puede sufrir de furor uterino, si no... Pues bien, cuando la india me habló y yo ya casi me venía (o me iba, no sé), pues en el acto se me bajó la moral sexual. Si a eso se le suma que yo ya tenía 65 años, entonces… no esperarán que se me pare con cualquier india, por buena que esté. Ahora, fueron mis hijos los que resultaron homosexuales como su papá y no los de john wayne, quien, por lo demás, no fue más que un pobre marica al servicio del glorioso ejército de los ee.uu.

Y, ya en serio, uno de los actores representantes del western republicano que, a diferencia del western demócrata, siguió siempre una línea política y más que eso demagógica, alimentando la idea de un cine espontáneo, libre, sin ataduras ni cortapisas ideológicas. La verdad es otra. Mientras el demócrata obedecía a la línea en apariencia blanda de jfk, que acusaría la tendencia a incluir elementos como la del héroe levemente tímido, susceptible al cambio y a la evolución (características en teoría del conservador, del republicano), de un profesionalismo reservado, no ostentoso, aunque propenso a alentar un sentido de angustioso fracaso, el western republicano, línea goldwater, reflejaría, también en teoría, elementos opuestos: el héroe sería un hombre resuelto, incapaz de desviarse del camino trazado, sólido como una roca en cuanto a la virtud e imagen de sí mismo. Pero, como se sabe, el arte es la confluencia de los abismos y los demonios del ser humano, antes que de la claridad o de la lucidez; además, el arte es emoción, no coherencia. De manera que yo, y no john, que para entonces hacía parte del staff de otro John, Ford, director republicano como el que más, fui el indeciso, el que se desvió del camino, el que blando como una esponja terminé por proyectar la imagen que en mí había y no la que todos esperaban.

Y otra vez hablando en serio diré que mi mayor error consistió en no desacatar el esquema preestablecido del western republicano: el que haría énfasis en factores como el individualismo, la necesidad de ayudarse a sí mismo y no a los demás, el carácter inevitable de la desigualdad (¿acaso es imaginable la igualdad dentro del capitalismo?), la violencia como algo inevitable, tal vez placentero y ciertamente previsible: como se verá al final, cuando les cuente cómo pudo ser que en realidad morí, no propiamente de muerte natural. Pero, contra lo que muchos puedan pensar, siempre fui individualista, nunca ayudé a los demás, siempre pensé como los polacos: “Todos los hombres son iguales; pero, hay unos más iguales…” De manera que, por ahí derecho, sucumbí a la tentación de la carne, india, para a la postre darme cuenta de que no era ni tan varón, ni tan sólido, ni tan resuelto como hasta entonces aparentaba. Por eso, cuando tras el fracaso con la india, se me apareció en la tienda un indio grandote, fornido, rudo, con dedos decididos, no me pude resistir… y perdónenme otra vez: me penetró con todo. Ahora, el hecho de que el pene del indio fuera pequeñito no fue ningún problema. Ya saben ustedes que sólo las cosas pequeñas tienen continuidad, las grandes son efímeras, y así fue que me volví homosexual: la verdadera razón por la que nunca me han dado el Nobel, no, como dicen muchos por ahí, porque yo sea o no de izquierda. Sí, no importa que el pene fuera tan pequeñito como el de aquél que cayó en manos del indio más duro del mundo. Las cosas no son lo que aparentan. Las apariencias no son las cosas en sí. Por eso hago mi relato. Para que incautos lectores no se dejen engañar por indios maricones que se las dan de machos. De aquellos a quienes tanto defendí en el aludido texto ee.uu: nación de lunáticos. Así, no vayan a pensar en que he sido menos racista que el común de mis compatriotas. La verdad, es muy difícil abstraerse al pernicioso influjo colectivo: aunque eso sí haya escrito textos tan sentidos y beligerantes y en apariencia profundos como el de la sabiduría del corazón, el de la pesadilla con aire acondicionado (una metáfora de lo que es mi país), el de (sic) el tiempo de los asesinos.

Fíjense, entonces, que detrás de la cáscara más fuerte se esconde la nuez más blanda. Característica que conduce a la debilidad de la carne cuando se adolece de carácter. Y ¿qué carácter recio, qué voluntad de poder, puede haber en un hombre que de niño no tuvo un hogar y quien debió buscarse un sucedáneo del mismo más allá de las paredes filiales? La verdad es que, como Satchmo, en la amistad de los músicos las putas los rufianes encontré un sustituto de la familia. Mi solidaridad incondicional hacia ellos fue el vínculo inicial entre mi no-hogar y el mundo: asunto que ya adulto me permitirá corroborar la idea según la cual sin la amistad cualquier morada se derrumba. Por último, ¿qué carácter puede haber en un hombre que de niño deambuló solo en medio de putas, maricas y chulos? Por eso, entre otras cosas, la pederastia es una profesión más, en mi nunca bien denostado país. No sólo dentro del gremio de los escritores: también y ante todo en el de los políticos, en el de los actores, pero especialmente en el de los sacerdotes o, peor dicho, en el de esos insoportables/leves curas de mierda sean metodistas, anabaptistas, menonitas o cacorrinos.

¿Que yo, un pájaro/loco, un tumba/locas, un come/cucas? Ni más faltaba. Un impotente, más bien. A la manera del estanislao balder de Arlt, mi propósito fue siempre evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora. Y qué pena, pero es que nunca pude dar la imagen de aquel que no sabe en qué clase de juego se metió. Porque, en definitiva, no se trata de sufrir me tocó a mí en esta vida, sino de agúzate que te están velando… ¡Viva puerto rico libre! ¡Ricardo Ray nos hace falta! Sobre todo, en esta nación de lunáticos, lunáticos que no saben bailar.

¿Piensan ustedes que algo es mío, como decía el difunto Papini, él que sí era original como pocos? En realidad, podría preguntar más bien: ¿algo es mío? Y tendría que responder: no. Al cabo, ¿dónde se halla la originalidad de alguien, de algo? Sin duda, una de mis mayores dudas ha sido siempre la de si en realidad soy independiente y aún más, libre. Y eso depende un poco de lo que tengo o no. O, mejor, de lo que creo tener, a veces más real que lo que tengo. Sin embargo, lo que creo poseer y por ello parece ser mío me impide a veces comprobar que no poseo nada, sino que soy poseído por lo que creo tener. La única propiedad indefectible, que debería ser el Yo, me impide ver y comprobar la existencia de aquel residuo absoluto, aislado, que no depende de nadie. El ego o, peor, la única religión universal, la egolatría, me impide ver la participación, ausente o presente, de los demás en mi vida íntima o externa. ¿Qué sería de mi vida en estos tiempos aciagos, de inquietud, de los asesinos, sin cora, sin june, sin anaïs, sin otto, sin rené, sin moricand, sin perlès, sin durrell, sin fibla, sin mis amigos de brooklyn, en fin, sin beatrice, katsimbalis, la tokuda y ante todo sin la chouteau, mi primera amante? ¿Qué sería de mí? Es probable, nadie, nada.

Mi insoportable soberbia me impide ver que no hay manera de salvarse, que aun en la más irremediable de mis soledades, en la más perfecta de ellas, me siento como un grano de arena en la playa, una nota en una sinfonía, un plano en una película. No obstante el reconocimiento de mi insoportable soberbia, no he podido ver que en mi corazón y en mi cabeza subyacen los huesos de mis antepasados, que ellos me conducen, a pesar de mi resistencia, a una meditación ancestral. Aquella en la que encuentro, contra mi voluntad, que gracias a los muertos y a los vivos es que existe mi pensamiento, que no sería nada si no fuera por los seres aun desconocidos o despreciables. Afortunadamente, eso sí, ni la prepotencia ni la relativa estupidez me impiden reconocer que todo lo que creo saber o que de hecho sé, lo he aprendido de los demás, que cualquier cosa adquirida es obra de otros, aun las que he pagado… Sin Hesse, sin Pessoa, sin Ellison, sin Mann, sin Cortázar, sin Borges, sin Durrell, sin Conrad, sin Faulkner, sin Cervantes, sin Dostoievski, sin Camus, sin Kafka, sin Crane, sin Hamsun, sin mi padre el sastre, sin mi madre la siempre ausente, sin mis amigos aun alejados o abiertamente rechazados, sin mis enemigos aun irreconciliables; en fin, sin emil schnellock (ulric), el amigo que me facilitó los diez dólares con que pude salir de nueva york hacia parís; sin todos ellos, estaría más solo, triste y aburrido que un paramilitar en una primera comunión, que un guerrillero en wall street…

Si quiero movimiento tengo que desplazarme en máquinas que, salvo la bicicleta, no muevo yo, si quiero hablar tengo que hacerlo en una lengua que yo no he inventado, en fin, si quiero poner en acción mi deseo, esto es, ser libre, tengo que basarme en los gustos, sentimientos y prejuicios de los demás. Si descompongo mi Yo, pedazo a pedazo de Yo, encuentro trozos completos de otros, reconozco fragmentos enteros de los demás… e incluso podría ponerles una marca de origen: esto pertenece a Lawrence, esto a Durrell, esto a Katsimbalis, esto a Sade… en fin, esto a June: ¡en cuántas Junes que no son June he andado prestado por el mundo! Si realizo una exhaustiva investigación de todas mis cuidadosas y, a veces, descuidadas apropiaciones, encuentro que mi Yo se convierte en un recipiente vacío, en una palabra sin contenido deseado, en una tumba sin nombre propio… Pertenezco a una familia, a una ciudad, a un país, de los que no consigo evadirme, soy depositario de una cruz que no puedo transferir, esclavo de unos lastres que no consigo eliminar: cada palabra es prestada, cada idea retomada, cada texto plagiado hasta la saciedad, como diría Borges respecto a aquél otro original, Macedonio Fernández (q. e. p. d., como Papini). Después de todo, como sostiene Pedro Almodóvar, a quien ciertos críticos se han atrevido a comparar con don Luis Buñuel (¡qué gilipollez!, como acotaría cualquiera de los gilipollas que me tradujeron a una retorcida jerga española): “Sólo plagiando podemos llegar a ser auténticos”, lo que, por supuesto, se ha venido convirtiendo en una suerte de autorización tácita para que cualquiera fusile a quien desee y le parezca estar con derecho a hacerlo… Idea que cuenta hoy con el espaldarazo de la mediocridad.

Y ya que hablé de traducciones, escuchen tíos un ejemplo tomado al azar: “No me gustaría nada verte abandonar la ciudad, te lo digo francamente, pero, joder, hay miles de tías en el mundo con las que te llevas bien, hombre. ¡Y pensar que tenía que ir a escoger a una tía puta y mezquina como ésa!... ¿Quieres más jamón? Más vale que comas ahora lo que quieras, ya sabes que después no quedará pasta”. Y entonces, vamos, que el lector queda jodido porque no se sabe si se refiere al giro español por dinero o al tipo de comida… Y a continuación: “La verdad, Henry, es que te aprecio más que la hostia”. Bueno, tíos, esto no lo dice el traductor, si no, no se atrevería a traducirme de tal manera… Afortunadamente, eso sí, aquéllos traductores no pudieron arruinar el sentido de dos de mis textos que ahí van en seguidilla: Historia de mis desventuras: “Muchas veces el ejemplo es más eficaz que las palabras para conmover los corazones de hombres y mujeres, como también para mitigar sus penas. Por eso, como yo también he conocido el consuelo proporcionado por la conversación con alguien que fue testigo de ellas, me propongo ahora escribir sobre los sufrimientos por mis desventuras para quien, aun estando ausente, siempre sabe dar consuelo. Lo hago para que, al comparar tus penas con las mías, descubras que las tuyas no son nada verdaderamente, o a lo sumo de poca monta, y así podrás soportarlas más fácilmente”. Y este otro fragmento, en el que América debe leerse ee.uu: “Siempre ocurre lo mismo con las personas pacíficas. Un día les da la locura homicida. En América ocurre constantemente. Lo que necesitan es un desahogo para su energía, para su sed de sangre. Europa sangra regularmente mediante la guerra. América es pacifista y caníbal. Por fuera parece un hermoso panal de miel, con todos los abejones arrastrándose unos sobre otros y trabajando frenéticamente; por dentro, es un matadero, en que cada hombre acaba con su vecino y le chupa el tuétano de sus huesos. Superficialmente, parece un mundo masculino y audaz; en realidad, es una casa de putas dirigida por mujeres, en que los nativos del país hacen de chulos y los malditos extranjeros venden su carne. Nadie sabe lo que es quedarse sentado de culo y contento. Eso sólo ocurre en las películas en que todo está falsificado, hasta las llamas del infierno. El continente entero está profundamente dormido y en ese sueño se produce una gran pesadilla”. De ahí la pesadilla con aire acondicionado que es mi país. Un país regentado por genocidas que el resto del mundo respeta sólo por la hipocresía que generan las ganancias ocasionales para los administradores de turno en cada hacienda del resto del continente. De lo que dio en llamarse “el patio trasero”.

Puedo olvidar todo lo malo (también eso es tener memoria y ya se sabe que ella es el único tribunal incorruptible), recordar todo lo bueno, expulsar todo lo que me haga daño; puedo, incluso, ignorar a quienes no debo: de todas maneras, algo de ello seguirá habitándome aun en mi más perfecta e ineludible soledad. Si tengo súbditos, aun sin querer ser su amo, debo aguantarlos y, no pocas veces, obedecerlos; si tengo enemigos, como creo tenerlos aun sin desearlos, debo poseer el coraje para soportar la impotencia que me generan; si tengo amigos, como no creo tenerlos aunque los tenga o como creo tenerlos aunque no los tenga, debo comprenderlos y servirlos aun a costa de ser defraudado, como lo he sido muchas veces. En realidad, ¿algo es mío? No lo creo. La alegría permanente de que disfruto y en la que a veces he sentido una forma de sabiduría, la debo a la inspiración y al trabajo de seres que ya no existen, nunca he visto o no he querido ver… Conozco lo que he recibido, pero ignoro quién me lo ha dado. Si muchas veces he dado más de lo que tengo, no pocas he recibido más de lo que doy.

Abandonado a mí mismo, con toda seguridad hubiera sido un ermitaño, un salvaje, un caníbal. No sé dónde está el núcleo profundo y autónomo en el que ningún otro participa, que no ha sido generado por ningún otro ni que pueda considerar verdaderamente mío. Entonces, ¿algo es mío? No lo creo. En realidad, soy un coágulo de deudas, un esclavo de todas las cosas prestadas en las que ando por el mundo, el minúsculo engranaje de una maquinaria hace mucho tiempo hipotecado. Y lo único que creo realmente mío, el Yo, a la hora de la verdad no es más que un simple reflejo, un mero espejismo, una alucinación del orgullo, un engendro de la soberbia que, por efecto de la egolatría, insisto en verlos como ciertos, como reales, como irrefutables…       

En Henry Miller tamaño natural, reconozco: “Todo lo que había escrito hasta entonces, era una copia, imitado o inspirado en otros. Durante quince años escribí sin llegar nunca a ningún resultado. Fue en París, donde por fin me encontré a mí mismo y encontré mi camino”. ¿Piensan acaso, inocentes, que el tiempo de los asesinos está inspirado en Rimbaud y no en mí? ¿Olvidan que un ensayo es un pretexto de escribir sobre alguien para volver sobre sí mismo? ¿Hay generosidad en algún acto humano? ¿Objetividad en un hecho periodístico? ¿Falta de intereses en un acto político? ¿Creen que me dejaré morir aquí en pacific palisades? No, prefiero ser asesinado en Suramérica. Y esto lo digo obedeciendo a la fuerza inexorable de la poetic justice, la única que posibilita un mínimo equilibrio vital. Pero, eso vendrá al final.

Perfectamente, yo hubiera podido ser el hombre que nunca estuvo allí ni en cualquier otro lugar. Al modo de augusto, que ríe para no llorar y vive separado de los hombres por la risa, se puede decir que siempre lo he estado para no encarnar un drama. El que de todos modos me envuelve, pero del cual tomo distancia a través de la relajación, como quien aspira a que nada lo afecte. Cual si se tratara de un cínico vital, pero no en el sentido del que confunde valor con precio, sino a la manera de los cínicos griegos: los que afirmaban que la civilización, con todos sus problemas, era algo artificial y antinatural y que debía despreciarse; proponían, así, un retorno a la vida natural, que ellos equiparaban a una existencia simple y afirmaban que la felicidad completa sólo puede lograrse a través de la auto-suficiencia, ya que la independencia es el verdadero bien y no las riquezas o la lujuria (¿se dan cuenta, sátiros?). Puede deducirse que los cínicos eran ascetas que consideraban la vida de abstinencia una auténtica liberación. Proponían la no satisfacción tanto de los apetitos naturales como de los artificiales.

Dentro de la no satisfacción de los apetitos materiales, debo confesar que nunca escribí con el prurito de ganarme un premio: pero me lo gané. Siempre escribí por puro gusto, pero quizás no por placer: al fin y al cabo cada cual escoge su cruz… Y la cruz es para cargarla hasta la muerte. Podría agregarse, la cruz es ya la muerte. Después de todo, estamos vivos con la muerte, no hasta que ella llega. En cuanto a la fama, esa estatua que cagan las palomas (como diría Bolívar, quien en efecto no murió de tuberculosis), hay que recordar que ella hace de los hombres, solitarios. Hay que resistirla y la forma ideal es procurando no alcanzar nunca el éxito. Borges tiene razón: “La mejor manera de no pasar de moda es esforzándose por no estarlo nunca, por eludir el éxito”.

Pero, eludir el éxito no es igual a eludir la muerte. Actualmente, estoy en problemas, en graves problemas. Tras andar con cientos de mujeres, algunos hombres, y estar casado desde 1967 con hoki, ha resurgido una vieja deuda que contraje, en uno de los tantos hard times de la vida, con un reconocido mafioso. Por la misma época en que recibí el único premio otorgado a mi obra literaria, el Premio del Libro del Año en Nápoles por Stand Still Like the Hummingbird, que fue traducido por Como el colibrí, para su publicación debí recurrir a dineros provenientes del crimen internacional: robo de carros, secuestro, narcotráfico. Obviamente, no puedo decir aquí el nombre del donante. Al fin y al cabo, se trata de un secreto de estado, como sea que en el hecho se hallan involucrados desde representantes de la política italiana, miembros del cuerpo diplomático de ee.uu y del vaticano, funcionarios del sector editorial de italia y colombia, altos prelados de ambos países, hasta individuos de baja ralea, cuyos nombres se omiten para no violar la reserva del sumario ni, claro, causar problemas a los presuntos implicados en el asunto que, salvo los últimos, para el caso no son los sospechosos de siempre sino los responsables de nunca.

En este momento me hallo bajo vigilancia permanente de la DEA, la CIA, el FBI y de cuanta institución corrupta que actúa a nombre de la legalidad. No puedo salir ni a la esquina. Ni pensar en el sexo. Ni siquiera en la paja pues a través de la ventana veo caer sobre mí la implacable doble mirada de los binóculos apostados en la periferia. Ya no hay intimidad, ¡pardiez! Lo peor de todo, no puedo ni recurrir al tendero para que me fíe: las cuentas en mi banco están congeladas, tío. Y yo, desde luego, frío… bueno, congelado, para evitar la cacofonía. El no citado mafioso me ha amenazado con extraditarme: no a Nápoles, sino a su Hacienda… Y esto, espero que el gobierno jamás lo permita. Sería muy humillante. Al menos para mí: al fin y al cabo, el gobierno de este carter-ista de los cacahuetes, no tiene dignidad. Además, mi gran pánico es ser enviado de un país a otro, de una prisión a otra, como un vagabundo. Aún más, por la fuerza.

Y hasta aquí estas noticias del imperio pues se oye ya un tableteo de ametralladoras, así que corro a esconderme. No vaya y sea que me convierta en la primera víctima de una guerra que nada tiene que ver con el mundo de los libros, la industria editorial, mediática ni, mucho menos, cultural; no vaya y sea que termine como un perro, botado a la vera del camino; no vaya y sea que desaparezca este documento y luego se diga que morí de muerte natural aquí en las palizadas pacíficas de california y no, como presiento, en las violentas empalizadas de cualquier selva suramericana…**

De ustedes (depende mi vida),

Henry V. Miller – Big-Sur, Pacific Palisades, California, March/15/1980

 

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE. Mención por su trabajo sobre MLK, en el XV Premio Internacional de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Autor, traductor y coautor de ensayos para Rebelión.  E-mail: lucasmusar@yahoo.com

        

**Este documento fue encontrado por las autoridades colombianas dentro de una caleta paramilitar en inmediaciones de Tierralta, Córdoba, en los linderos que separaban las haciendas de carlos castaño y álvaro uribe, tras la muerte de Henry Miller, el 7/jun/1980, que, eso sí, nunca se supo cómo ocurrió… “La literatura tiene una condición profética”, me dijo un día Lucas Musar, já. Y como estamos en Macondo, sin importar que el personaje esta vez no sea gringo sino inglés, que casi lo mismo da, esto apareció en revista Semana: http://www.semana.com/mundo/articulo/muere-joven-britanico-por-consumir-yage/384903-3

http://www.alainet.org/es/articulo/183482

 

Nota: Finalista del Concurso Nacional de Cuento 25 años del Taller de Escritores de la U. Central (TEUC) (22/sept/06), seudónimo Fernando de (sic) Paso. Todos los nombres propios deben dejarse tal como están. Sobre la visión del nexo arte/política el 1/jul/2017 descubrí una entrevista de Piglia con Walsh, en la que éste parece hablar por mí: además, recoge el espíritu que anima a buena parte de Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017), e-book en el que figura el que Usted acaba de leer. Más allá de un relato sobre un personaje literario homosexual es un cuento cuyo único prurito es ayudar a minar la homofobia: la bronca de los doble-moralistas que debido a la ancestral represión sobre un pueblo y a las castraciones inoculadas por la iglesia no se atreven a salir del clóset, já.  

http://www.revistaanfibia.com/cronica/el-periodismo-y-el-arte-burgues/ 

https://pijaoeditores.com/tienda/ocho-minutos.html

Por Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

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