El Magazín Cultural

Pablo Valdez Cassiani: el hombre detrás del brillo de mis zapatos

La historia de un personaje anónimo de Cartagena que nació entre sus calles polvorientas y los sonidos del picó afuera de las casas. El relato de un embolador insigne del Palito de Caucho.

Sofía Flórez Mendoza
22 de julio de 2017 - 08:00 p. m.
Pablo Valdez Cassiani.
Pablo Valdez Cassiani.

Eran alrededor las once de la mañana de un domingo de abril, el violento sol de Cartagena brillaba sin compasión; eso explicaba la desolación de las calles del centro de la ciudad. Pues claro, ¿a quién se le ocurriría salir con semejante ataque de la naturaleza? Pero ahí iba yo, de camino al famoso ‘Palito de caucho’ de los emboladores con la esperanza de encontrar a más de uno de estos señores, no solo dispuesto a despojarme de la suciedad de los zapatos blancos que llevaba, sino también a que estuviese dispuesto a brindarme su confianza y entablar una grata conversación.

Por el ambiente tan solitario que percibía durante el camino, me atreví a imaginar que tal vez no encontraría a nadie, que estaba perdiendo mi tiempo y que hubiese podido evitar el calor y el fastidio que me producía aquel despiadado día soleado. Aun así seguí mi camino.

A menos de una cuadra ya podía divisar gran parte del lugar. Como era de esperarse la particular turba de gente que día a día atesta la zona se había tomado el día de descanso. “La profecía” se cumplía, y aunque ya me había preparado mentalmente para esto, la decepción me invadió. Aunque no me impidió seguir caminando hasta mi destino, y solo al llegar a este vi una luz, incluso más fuerte que la del sol de aquel día.

A un costado del ‘Palito de caucho’, vestido con un pantalón largo azul turquí – como esos que se usan los colegiales – y un suéter “tipo polo” desgastado por el uso, también azul, pero un poco más claro – en una especie de contraste –, se encontraba aquel hombre de tez morena sentado en un banquillo de madera bastante bajo, casi rozando el piso, pero que le facilitaba la posición adecuada para ver de cerca los zapatos de su cliente y darles una buena lustrada sin incomodidades. A su alrededor, de manera desordenada, lo acompañaban sus implementos de trabajo, los cuales a pesar del caos en que se encontraban, lograba divisarlos sin mayor problema.

Al resguardarme bajo la sombra de aquel árbol y sentirme envuelta en una brisa fresca, borré de mi mente la incomodidad del recorrido y rápidamente me acerqué a observar la manera como este hombre realizaba su trabajo. Él, por supuesto levantó la mirada al notar mi presencia, sin dejar un instante de mover sus manos. Me sonrió y me dijo que no me desesperara, que pronto terminaría. Asentí y me senté. Le dije que no se preocupara, yo esperaría el tiempo necesario. Y como cumpliendo una promesa, antes de transcurridos cinco minutos terminó con el cliente, quien le entregó tres mil pesos y un “¡Gracias, negro!” antes de partir.

Llegó mi turno. Mientras estaba sentada en lo que parecía un trono de algún reino de mala muerte, inmediatamente le comenté que me alegraba mucho haberlo encontrado, porque en el fondo había pensado que no tendría la suerte de hallar a un embolador; a lo cual él respondió, como si se tratara de una verdad absoluta: “Un parque sin un embolador, es como un hospital sin un médico”, seguido por una risa muy particular con la cual me fue inevitable contagiarme.

Todo en él era particular. Tenía cierto modo de hablar que me hacía sospechar que no era local, y sus ojos estaban envueltos en un aura roja, como cuando uno no duerme bien. Aun así no dejaba de sonreír, dejando ver los cuatro dientes que le quedaban en la parte de abajo.

Me parecía muy apresurado cuestionarle tan pronto sobre su vida, así que le mostré mis zapatos blancos – que estaban más bien grises – Me pidió que me los quitara para así no ensuciarme. Sin reclamos hice caso a su propuesta mientras le pregunté su nombre. Pablo Valdez Cassiani se llama aquel hombre, quien no necesito mucho tiempo para entregarme su confianza y empezar a narrar fragmentos de la historia de su vida y de las experiencias que afronta en su diario vivir.

Nacido en el barrio Chambacú de la ciudad de Cartagena, Pablo de 63 años, logró estudiar solo hasta quinto de primaria, lo cual le sirvió únicamente para leer y escribir.  Tenía 22 años cuando se unió como embolador de zapatos a los miles de trabajadores informales de este país. Anteriormente se había desempeñado como albañil, y en algún momento tuvo el sueño de ser boxeador, deporte que practicó durante gran parte de su juventud. Pero tal como lo refiere él, “pudieron más los golpes”; explicándome que ese es un deporte duro, donde se reciben muchos golpes fuertes. Pero más que eso, se trataba de la vida misma y los golpes de ella lo que lo llevaron a abandonar ese sueño, pues tenía una familia por mantener y eso era algo que el boxeo no haría por él, mientras que siendo embolador ganaba la ‘platica’ sin maltratarse.

Mientras pasaba el cepillo una y otra vez por mi zapato, volviendo a ser blanco, le pregunté quién le enseñó a embolar. Pero me explicaba que ese es un oficio que se aprende observando; recuerda que aprendió viendo a dos sobrinos emboladores: “Ellos me prestaban la caja todas las tardes para que yo hiciera el rebusque, entonces yo después armé mi caja y me quedé embolando”. En ese momento me percaté que mis zapatos estaban listos y casi al instante llego otro cliente.

Seguimos la conversación, y hasta se nos unió Juan, el nuevo cliente, quien tenía unos zapatos negros, por lo que Pablo cambio el cepillo y sacó un nuevo betún. Me causó curiosidad ver tantas cosas que provenían de su caja, me fue inevitable preguntarle por lo que llevaba en la caja, por los colores de betún que tiene; mientras untaba un paño con agua, me advertía que en su caja tiene todo lo necesario para hacer su trabajo. Lleva paños de tela, cepillos (grandes, medianos y pequeños), agua con un poco de jabón, betunes de colores (negro, amarillo, blanco, café), un cuaderno y un Nuevo Testamento, el cual me refiere que lee todos los días, pues es una persona muy creyente en Dios.

Un día de trabajo de Pablo inicia a las 4 de la mañana. Cuando se despierta y se “echa un poco de agua”, así le llama a bañarse. Se toma un tinto y les da comida a sus pollos. Dice quererlos mucho porque le gustan los animales, y si no los alimenta ellos se mueren. Cuando termina su rutina, emprende su viaje en bus, o a pie “para coger físico”, desde la María – barrio donde reside –, hasta el centro de la ciudad. Llega al ‘Palito de caucho” a eso de las siete y media u ocho de la mañana y se ubica en medio del resto de colegas, con los que entre un cliente y otro aprovechan para hablar sobre la palabra de Dios, deportes, molestar, o como él dice, “poner pereque”.

Me describe que los tiempos han cambiado y que antes ser embolador era un negocio próspero. “Recuerdo que antes en la mañana me hacía hasta cuarenta mil pesos y en la tarde otros cuarenta. Ahora no, ahora en un día bueno uno logra hacerse solo la mitad”.

 El puntualiza que la causa de ese cambio se debe a que muchas oficinas que quedaban en el centro de la ciudad han cerrado, y que además ahora hay muchos zapatos de materiales artificiales y no necesitan de su servicio. “Aquí antes venían casi todas las personas que trabajaban en la gobernación, pero desde que la quitaron el trabajo ha mermado. Hay muchas oficinas que las han pasado para la avenida. Aquí los clientes ya no tienen donde parquear y eso también nos perjudica. Además, usted no ve que ahora la mayoría de los zapatos son de cuerina y esos materiales que no necesitan de esto”.

Como Juan y yo, llegan dos clientes más, y mientras los atiende seguimos nuestra charla. Entonces fue cuando descubrí el origen de ese acento – o más bien ese cantar al hablar –, pues su padre era Oriundo de San Basilio de Palenque y su madre de Marialabaja. A ellos los recuerda con mucho amor y nostalgia, sobre todo a su padre. “Él era como mi amigo, mi hermano. Él me quería mucho, y mi mamá también”, me dice con entusiasmo. A diferencia de cuando me habla de su hijo, con el cual no se habla hace tres años. Y al parecer es una situación que no le incomoda. “Yo a él lo veo de vez en cuando. Él me saluda cuando pasa por la casa.”

La soledad es algo que lo perturba en ocasiones. Pablo no tiene esposa. La dejó porque a su parecer ella era una mujer mala. “Ella me hacía mucha maldad”, dice. En ese momento   interrumpe la señora que vende los minutos diciendo que si viviera con ella, él estaría feliz. Entonces pablo deja ver nuevamente sus cuatro dientes mientras resuenan sus carcajadas. “Ya yo no creo en el amor, las mujeres son malas, pero sí es bueno tener compañía”. Es por eso que jugar parqués o “ludo”, como le decimos en la costa, se ha convertido en su única distracción luego de una jornada de trabajo, la cual tiene casi todos los días. Pues sólo falta a trabajar cuando tiene citas médicas – sufre de hipertensión y constantemente está en controles –.

 Al llegar a su casa, donde vive con una sobrina, un sobrino y los hijos de su sobrina, Pablo se baña, se alista y se dirige donde otra sobrina más a jugar dos y hasta tres horas de parqués. Luego vuelve a casa listo para dormir, a recuperar energías para el día siguiente. Así transcurren todos los días de su vida, a diferencia de aquellos en los que toma cerveza. “Cuando me tomo una que otra cerveza no voy donde mi sobrina a jugar porque ella me da cantaleta, pero eso es rara vez porque ya no tomo casi, eso me hace daño”. Me vio cara de no entender y entonces me explico que cuando toma al día siguiente no puede ni levantarse, por el malestar que le da en todo el cuerpo.

Mientras jugaba con unas monedas que pasaba entre sus dedos ennegrecidos por el betún, las señoras del lugar llegaban a solicitar sus servicios, pero no como embolador, sino por sus masajes. Pablo me contó que su abuelo sabía de magia, rezos, masajes y cosas esotéricas,  por eso le enseñó a dar masajes y a santiguar a los 15 años. Le pregunté por qué no se dedicaba a eso; me respondió de manera muy natural que su destino era ser embolador. “Esas son cosas del destino. Yo este oficio no se lo recomiendo a nadie en estos tiempos, porque ya esto no da para mantener una familia, pero yo creo que Dios me mando fue pa’ ser embolador, y bueno no me he ido tan mal”, decía mientras se reía de nuevo.

Ese día charlé con Pablo por más de dos horas. Los clientes pasaron; lo saludos de muchos que lo conocen no se hicieron esperar. Compartir con él me hizo pensar que valió la pena haber caminado bajo aquel sol infernal. Fui feliz con su charla, le agradecí por su receptividad, por su buen humor, por la gracia que lleva en su risa. “¿Ya se va?”, me preguntó de la manera más dulce. Le dije que sí, pero le prometí volver.  “Usted como que tiene buena espalda ‘seño’, porque mire todos los que han venido desde que está aquí. Así que por acá la espero”, me dijo mientras me daba la mano.

Por Sofía Flórez Mendoza

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