El Magazín Cultural

Pelo malo (Cuentos de sábado en la tarde)

Les presentamos un cuento escrito por Valeria Báez , estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, integrante del semillero de creación "CrossmediaLab".

Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo
18 de abril de 2020 - 10:14 p. m.
Cortesía
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Siento las gotas de agua fría caer en mis piernas descubiertas por la falda, paso el cepillo por mi cabello intentando desenredar los crespos enmarañados que se unen a mi cabeza. Mamá aún está dormida, siempre está cansada, la pobre trabaja demasiado. Desde que entré a la escuela me despierto sola; cada mañana me levanto, me arreglo, como un par de tostadas, y al irme, oprimo el botón de la cafetera, así cuando ella despierta encuentra el café hecho. 

No me gusta lavarme el cabello tan temprano, no me gusta el agua fría a las cinco de la madrugada, pero mi casa es un arrume de polvo desde que está en construcción el segundo piso; mi mamá dice que cada una necesita su cuarto porque yo ya estoy creciendo, y si soy franca, me hace mucha ilusión tener una habitación para mí sola, una cama muy bonita, pintar las paredes de un color brillante, y por fin invitar a mis amigos a jugar. Las cosas eran diferentes cuando estaba papá, teníamos una casa grande con mucha luz, y aunque dormía con ellos, tenía espacio para correr de sobra. Me da miedo olvidar su rostro, ya ha pasado bastante tiempo y no logro recordar mucho de él, pero mi memoria no puede ignorar su estruendosa risa en los momentos de silencio, cómo abrazaba con amor a mamá, su piel morena rodeando sus delgados y pálidos brazos. 

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No me gusta peinarme, definitivamente no me gusta mi cabello crespo, es muy complicado, cada que intento peinarlo se esponja, se revuelve con facilidad. Paso con esfuerzo el cepillo, y con un fallido intento por controlar la maraña de pelo, arranco algunos pelos de mi cabeza. Intento no quejarme, odio despertar a mamá, ella se esfuerza mucho, trabaja largas horas, no tiene tiempo, creo que por eso compró esa cacerola en la que los domingos me hace pasteles aunque esté cansada, es su manera de demostrar su amor. Ella es la única que ama mi melena, dice que mis crespos me hacen linda, auténtica, mágica. Lo dice porque no tiene que sufrir este suplicio cada día; tiene el cabello rubio, largo y con unas ondas preciosas ¿qué va a saber ella de crespos?, supongo que le recuerdo a papá y eso la hace ver mi cabello con ojos de amor. Pensar demasiado las cosas retrasa este largo proceso, varios minutos de jalones intensos para lograr una apariencia decente; culpo a mi padre por ello. 

El procedimiento es preciso, de puntas a raíz, así me enseñó la abuela Cleme, una mujer de cabello más problemático que el mío. Es quién me cuida en las tardes y me enseñó el arte de hacer trenzas -Mija, hay que aprender a amar al ser que Dios creó-. Ahora mismo no sirve de mucho, hacer trenzas con el cabello húmedo es mortal y una casa en construcción no propicia las mejores condiciones; hay bolsas de cemento por todos lados, arena, tierra y polvo, cada que respiro me ahogo en suciedad. Mi cabello se ha llevado la peor parte, los crespos no soportan más esta situación, lo único que me motiva a sobrellevar los eternos minutos diarios de peinado, es la ilusión y emoción de mamá por una vida más cómoda, por recuperar aquello que se fue en el dolor, el luto, en los problemas y deudas que trajo la bala en el estómago de papá. -En este país, hasta morirse es caro- rezongaba mamá entre lágrimas. En vez de recibir consuelo, todos los socios de papá llegaron como rapiñas inventando deudas sin saldar, según ellos, la madre y la viuda debían pagar. Más temprano que tarde nos quedamos sin casa y con un pequeño monto para levantar cuatro paredes.

Casi termino con el sagrado ritual, estoy buscando esos pequeños nudos que quedan ocultos en medio del cabello ya desenredado y lo hago despacio, alargo el proceso lo más que puedo, no quiero salir de casa, no quiero llegar a la escuela. Sin las trenzas, como mi refugio, seguiré sintiendo las miradas sobre mí, oigo los susurros de mis compañeros, y entre palabras, entiendo “pelo malo”. Martina me dice que no preste atención, pero ella no entiende, su mamá le alisa el cabello, no sabe lo que es llevar el pelo malo encima.  

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Miro los pelos rebentados que cayeron al suelo, tomo en mis manos la maraña y la arrojo a la basura. Ya casi es hora de salir, oprimo el botón de la cafetera y escucho la cama rechinar, acto seguido veo a mamá salir de la habitación, está con el cabello un poco revuelto y los ojos pequeñitos, me sonríe y percibo que su mirada refleja amor. En sus manos toma mi cabello y recorre un crespo que enrolla en el dedo índice; me da la bendición y susurra pasito algo que no puedo entender, solo ella puede lograr brindarme tanta paz con un acto tan sencillo como ese. Besa mi frente y salgo por la puerta salpicada de cemento ya seco. Escucho a mi espalda su tierno despido -Chao, mi morenita-. A mí no me gusta mi pelo malo, pero a mamá sí, y no hay nada que me guste más que verla feliz. 

Por Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo

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