El Magazín Cultural
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Pena máxima, un juicio al fútbol colombiano

Este libro, publicado 20 años atrás por Planeta, muestra lo que ocurrió en las entrañas del fútbol colombiano, que degeneró en una muerte absurda, la de Andrés Escobar. Hoy, cuando Colombia vuelve a estar cerca de una Copa del Mundo, lo revivimos, simplemente para volver a dejar un testimonio de lo que pasó y no debería repetirse.(*)

Fernando Araújo Vélez
17 de septiembre de 2013 - 11:02 a. m.
Pena máxima, un juicio al fútbol colombiano

Introducción

Hay otro fútbol colombiano que no es el que muestra la televisión ni del que habla la radio. Otro fútbol que apenas aparece en los rumores del hin¬cha o en las sospechas de la calle. Y es el fútbol que está detrás del fútbol. El fútbol tras las cámaras, tras l os micrófonos, tras l a pasión. El fútbol que, en últimas, decide quién gana y quién pierde, sin que importen mucho la pelota, el talento o el espectáculo.

Es de ese fútbol que queremos hablar en estas pá¬ginas. Y de sus protagonistas, claro. Empezamos con la actuación de Colombia en el Campeonato Mundial de Estados Unidos. Allí se dio el resultado que se tenía que dar. Al fin y al cabo, ese resultado se fue constru¬yendo poco a poco, desde mediados de los años 70, cuando los dineros del narcotráfico se infiltraron en el deporte.
Quien supiera algo de lo que aquí está escrito, no podía sorprenderse por el descalabro en USA 94. Y esa derrota llegó, fundamentalmente, por razones total¬mente ajenas al juego. Lo que hicieron Valderrama, Asprilla, Rincón, Escobar, Álvarez y compañía en las canchas de Pasadena y Palo Alto fue el final de una cadena de errores. Nadie ha explicado hasta hoy esos errores, nadie los ha analizado. Por eso están aquí.

Fue la de USA 94 la ilusión más grande del fútbol colombiano en su histeria. Y también, la mayor decep¬ción. Sin embargo, y con excepción de dos o tres infor¬mes superficiales, nadie tocó a fondo ese fracaso. Los primeros tres capítulos de este libro intentan explicar lo que ocurrió desde el 5 de septiembre de 1993, cuando Colombia venció a Argentina en Buenos Aires 5-0, hasta el partido ante Suiza en el estadio de Standford.
Los siguientes explican las razones por las que era lógico que el fracaso llegara. Es esa la otra verdad del fútbol colombiano, la que se oculta, la que se niega. Los periodistas, los dirigentes, los árbitros. Por último, la tragedia, representada en el asesinato de Andrés Escobar Saldarriaga. Un símbolo de lo que es el fútbol en Colombia. Un símbolo negro.

Alguno preguntará al final de estas páginas si no hay algo positivo en el fútbol colombiano. Y... sí, claro que lo hay. Dos o tres periodistas, el mismo número de árbitros, algún dirigente y los jugadores. Ellos sí son lo positivo del fútbol, casi que lo único positivo. Pero están huérfanos, y muchas veces terminan siendo las mario¬netas del espectáculo. Quienes manejan los hilos lo hacen a su antojo. Los manipulan como quieren. Y esta es la historia.


Prólogo (Óscar Torres Duque)

Conozco autores que han escrito sus obras bajo el influjo del alcoholismo, de la represión paterna, de las drogas, de traumas infantiles, de la compasión... Todos esos condicionamientos no descalifican la validez literaria de sus creaciones. Y también me consta que la ira ha dado realce a pasajes memorables de la Literatura de Occidente y no será difícil recordar en este punto cómo se ensañó el Alighieri en su Infierno contra renombrados personajes de su época y de otras épocas.

Pues bien, en los capítulos siguientes, de Fernando Araújo, se despereza, incontenible y catártica, una ira sorda, una rabia apenas contenida por el don literario y por el profesionalismo periodístico. Invirtiendo los términos, para ajustar atentas de una vez por todas con el carácter de estos textos, hay que decir que en ellos la destreza literaria y el rigor periodístico están al servicio - felizmente-de una sola causa: la de Fernando Araújo. Escritor -más que periodista-de indomable rebeldía, de pasiones fijas y de una imbatible convicción en sí mismo, en su punto de vista, en su soledad.
Quienes conocemos a Araújo de cerca, sabe¬mos que el título de su trabajo sobre el Mundial USA -94, Historia de una pasión, publicado por entregas en la revista Cromos y por el cual obtuvo el Premio Simón Bolívar de prensa deportiva, no se refería a la pasión del fútbol sino a su pasión. Una pasión cuyas únicas armas son la pluma y la capacidad analítica, ampliamente manifiestas en este libro. Y como pasión viene de patl1os, el tono de estos escritos es patético. Compruébelo el lector.

Pero el patetismo de Araújo es también su estilo -ama el deporte, lo he visto escribir artículos patéticamente gozosos, que rezuman emoción por la experiencia degustada de un buen espectáculo deportivo: una declaratoria de gratitud ante un juego titánico de Sergi Bruguera, la exaltación de los atributos técnicos del mediocampista argentino Fernando Carlos Redondo, el análisis metódico de la final de las grandes Ligas del béisbol norteamericano.

Con la misma exaltación, Fernando Araújo ha tenido que escribir sobre lo extradeportivo en el deporte. En el caso específico de este volumen, sobre lo extradeportivo del fiítbol, aquellas fuerzas oscuras, malignas y pervertidoras que lamentablemente asechan al fútbol y lo echan a perder. Fuerzas que tienen su particularidad en el ámbito naci01wl, y van desde el fanatismo violento (es decir, ineducado) de las multitudes hasta los vericuetos más espeluznantes de la delincuencia organizada, pasando por la no menos atroz manipulación de los medios de comunicación. Para un amante del fútbol como deporte, este fenómeno extra¬ deportivo, cada vez más inminente y descarado, tiene que resultar exasperante. En los textos que conforman este libro, Araújo se exaspera. Pero su exasperación, que parte de la raíz del aficionado y el conocedor, se transmuta aquí, o mejor, se simboliza en un discurso narrativo, a caballo entre la crónica y el relato - con todos sus recursos de ficción-. Y la ficción, con toda su coreografía de ima¬ginación, emotividad y poder de interpretación, disuelve en una verdad la compleja y engañosa realidad. Por eso cuando Araújo entra a hacer un juicio de responsabilidades, y en casi todos los capítulos de este libro se trata de eso, poco importa que carezca de pruebas, que adolezca de ausencia documental: él sigue sus propios indicios; antes que investigarlos o someterlos aprueba los relata, los describe elocuentemente y con ellos crea su atmósfera, su propia y coherente explicación de los hechos que lo enfurecen.

Los personajes que recorren estas historias (o, des¬dichadamente, esta única historia) no son fichas y nom¬bres de una información periodística. Son personajes de carne y hueso, vale decir, personajes literarios que la pluma de Araújo interioriza. El informe periodístico dirá que Leonel Álvarez hizo, que Leonel Álvarez dijo... Pero Araújo hace con Leonel el tránsito entre lo que hizo y lo que dijo y, como si estuviera dentro de él, descubre que nada impor¬tan ni lo que hizo ni lo que dijo sino el desconcierto y la impotencia por lo que no se hizo, por lo que no se dijo porque no se podía... Leonel es un auténtico deportista; por esa razón posee, en este libro, una interioridad, una humanidad que permite al narrador expresarse a través de él. Ese estilo narrativo indirecto es uno de los tantos recursos literarios con que Fernando Araújo enriquece la crónica cruda de los hechos irrevocables. Todo lo que está aquí narrado, no ha sido dicho. Quizá parcialmente, pero así todavía es una mentira, un mito. Araújo tiene su propia versión, una versión humana que no captan ni las cámaras, ni las grabadoras, ni los micrófonos, tan dados a crear y creer en la "imagen" de los ídolos. Aquí no hay ídolos; acaso algunos vencidos, pero profundamente humanos. Deportistas a quienes el autor rinde su velado homenaje, pero sólo en honor a ese hecho: el de ser deportistas, verdaderos deportistas.

Un mérito adicional: los textos que conforman este libro son una transgresión. Como toda obra achacable al espíritu crítico, el primer tic que se hace patente es el de la autocrítica. Convencido de sus indefensos argumentos, Araújo es consciente también de las limitaciones de todo lenguaje especializado. Periodista de formación, el autor de estos escritos descree del "lenguaje periodístico". ¿O acaso no es un mito eso del lenguaje periodístico? Periodista de formación, Fernando Araújo transgrede sus propios límites y se deja tentar por suscitaciones de otra órbita -Nietzsche, Picasso-antes que por otros trabajos periodísticos. ¿Qué realidad describe el periodista? Esa pregunta no está en el contexto de su formación académica. Los hechos no son la realidad. Fernando Araújo los exagera basta hacerlos humanos. Para ello, él mismo tiene que expresarse. Es lo que hace, a lo que se dedica. Por eso antes (o después) que hacer periodismo, Araújo escribe. Este es su oficio.


Capítulo 1.

Fueron tantos los gritos, y tantas las luces, que la frase quedó enterrada. Apenas unos cuantos la escucharon. Pero la archivaron, la guardaron sin siquiera prestarle atención. Y la abandonaron once meses. Cuando se acordaron de rescatarla ya no fue necesaria. La historia acababa de confirmar lo que aquellas cinco palabras de Hernán Darío Gómez habían presagiado. La historia. O el destino, o los vicios, o los malos manejos. O las fuerzas oscuras, o la brujería, o la envidia. O todo ello junto. La historia... Fue en una noche de invierno cuando todo empezó. Buenos Aires era un tango de Santos Discépolo y el estadio de River una ironía. En un vestuario, Colombia celebraba sin frenos un triunfo mentiroso. En el otro, Argentina empezaba a tocar fondo. De pronto, Hernán Darío Gómez soltó su opinión: “Ahora sí nos jodimos, Pacho”. La expresó con rabia. Con miedo también. Pero no encontró un interlocutor, alguien que pensara como él en aquel instante caliente. Entonces comprendió que debía ir a celebrar, debía esconder con su alegría la realidad, como todos los demás. Y la escondió. Escondió esa realidad que él acababa de presentir por conocer tanto a los colombianos. E intuyó que jamás iba a salir a la superficie. “Ahora nos van a obligar, nos van a exigir que ganemos el Campeonato del Mundo”, dijo luego. Como antes, pocos lo oyeron. Alguien alcanzó a decirle que era un “aguafiestas”. Él sonrió y dejó las cosas así. “Para qué llevarle la contraria a todo el país”, murmuró.

Ese día, 5 de septi embre de 1993, Colombia clasificó al Mundial de Estados Unidos al obtener el primer lugar del Grupo A suramericano. Pero aquel 5-0 con el que los colombianos vencieron a Argentina en el Monumental de Buenos Aires fue mucho más que una simple victoria. Fue el principio del fin, aunque por ese entonces muchos pensaran que había sido la gloria. Fue la locura de un pueblo que nunca había sentido una alegría similar. Fue el desbordamiento colectivo, el odio transformado en agresión -en Bogotá, esa noche hubo más de 100 muertos-, la ilusión del que nada ha tenido y de repente se encuentra en el cielo. Fue, en últimas, el reflejo de un país atormentado que, con una gota de licor, pierde la razón.

El licor fue el fútbol, otra vez. Y el fútbol fue la mentira, otra vez. Desde aquel día, Colombia empezó a construir una ilusión. Con el tiempo esa ilusión se volvió obligación. El 5-0 de Buenos Aires dejó de ser un resultado importante, el más importante de la historia si se quiere, para pasar a convenirse en un título.
“La historia no se cambia de un día para otro, en 90 minutos”, había dicho Diego Armando Maradona. Sin embargo, para muchos -Edgar Perea, William Vinasco, Guillermo Montoya, entre otros, e infinidad de sus oyentes-, la historia sí se cambió con el S-0. Un result do, en realidad nada más que eso, hizo que Colombia fuera cinco veces más que Argentina. Por ese resultado Colombia se subió al pedestal de los favoritos.

Por ese resultado los errores se taparon, las cualidades se agrandaron, las verdades se ocultaron. El mundo al revés, una y otra vez. El 4 de septiembre, 24 horas antes del juego ante los argentinos, por el Caesar Park de Buenos Aires desfilaban innumerables personajes. Unos iban a pedirles autógrafos a los jugadores colombianos, otros a saludar, simplemente a saludar. Y otros, a buscar. Esa noche, hacia las diez, Faustino Asprilla y Freddy Rincón invitaron a dos colombianas a sus habitaciones. Disimuladamente, firmaron la hoja de autógrafos y enseguida colocaron el número de sus habitaciones. La clave era que las mujeres dieran vueltas por el Lobby media hora y que después subieran. Nunca lo hicieron, pero la intención de los futbolistas estaba ahí.
Si alguna otra subió es difícil comprobarlo. Pero allí hubo una norma incumplida. Una mínima dosis de disciplina quebrada. No importó. Y no importó por la victoria del día siguiente, por esa alegría que engañó a tantos, por esa euforia que relajó lineamientos de conducta. Es bien sabido, cuando las reglas se rompen, la autoridad empieza a ceder. En Barranquilla, durante los juegos de preparación, el Hotel Dann, sede del equipo, era un ir y venir de gente. Periodistas, políticos, aficionados, parientes, directivos, curiosos, mujeres de diversa índole... Las puertas estaban abiertas para el que quisiera ingresar. Y los jugadores estaban a la orden del día. Pero nadie dijo nada.

Tampoco por lo de Bueno Aires. Sencillamente porque se ganó, y, cuando se gana, los errores ya no lo son. En el informe que Francisco Maturana le entregó a la Federación Colombiana de Fútbol después del Mundial, el técnico dijo que una de las razones del fracaso había sido la “concentración”. Habría que preguntarle si las “concentraciones” de Barranquilla y Buenos Aires fueron muy distintas. Habría que preguntarle también por qué en Barranquilla era lícito que los jugadores estuvieran rodeados de público, de calor y sentimiento, y en Estados Unidos esos mismos ingredientes fueron causa de descalabro. “Todas estas muestras de cariño y de afecto motivan al equipo, está demostrado”, había dicho en agosto de 1993.
“Pero y... de cualquier forma, hicieran lo que hicieran, rindieron, corrieron como locos”, dirá alguno. Y... sí. Rindieron y corrieron como locos. Igual que el norteamericano Bob Beamon en 1968, cuando durante los Olímpicos de México estableció el récord mundial más sorprendente de la historia: saltó 8.90 metros de largo. iY la noche anterior había tenido relaciones íntimas con una mujer! El capítulo de Buenos Aires se cerró en discotecas y bares del exclusivo barrio La Recoleta. Algo lógico. Las heridas sanaron, los yerros se olvidaron y la Selección se mostró más unida que nunca. Como si jamás hubieran ocurrido, pasaron de largo los desplantes de Faustino Asprilla, aquella escapada del Hotel Dann el 16 de agosto y las ínfulas que tanto molestaban a sus compañeros.


El factor Asprilla

Fue él, Faustino Asprilla, el hombre que marcó desde el principio, y a su manera, la pauta del equipo. El hombre que transgredió las reglas para abrir una grieta en la intimidad del grupo y en la autoridad de Maturana y Gómez. Por aquel entonces era el único colombiano que actuaba en el fútbol italiano y sus éxitos llenaban páginas y páginas. Un lunes, lunes 20 de septiembre de 1993, EL Tiempo llegó a decir que era el mejor jugador del mundo. Una muestra más de la superficialidad de la prensa colombiana. Uno que otro comentarista radial también afirmó lo mismo. Y Maturana, después de habla r con Arrigo Sacchi y César Luis Menotti, declaró que con Asprilla podría resolver todos los problemas que se le presentaran.

“Pacho, el fútbol colombiano ha adquirido un altísimo nivel técnico y táctico. Es reconocido ya en el mundo entero. ¿Por qué te preocupan las Eliminatorias si, además, para cualquier inconveniente que se te presente, lo tienes al negro Asprilla para que te lo solucione?", le dijo Sachi antes de la Copa América que se jugó en Ecuador del 20 de junio al 4 de julio de 1993. Uno tras otro y día tras día, llovían los elogios para Asprilla. Pero no fue tan grave que existieran esos elogios, lo grave fue que él se los creyó. Se convenció de que era insustituible en la Selección Colombia. Comenzó a exigir y el cuerpo técnico a ceder. Fue convocado para la Copa América de Ecuador, pero él prefirió irse de vacaciones. Sus compañeros no dijeron nada, todavía no era el momento. Sobre el final, cuando ya nadie sabía si llegaba o no, apareció en Ecuador.
“Sus vacaciones” las había pasado en San Andrés. Allá llegó con una amiga después de exigir en el aeropuerto Eldorado que lo tenían que subir al primer vuelo que partiera hacia la isla. No había cupos y la gente hacía fila para conseguir uno, aunque fuera en lista de espera. Pero Asprilla no esperó. Tampoco respetó el orden. A los trancazos se metió hasta el mostrador. Y amenazó. Y manoteó. Y gritó. Al final consiguió los dos asientos. Mientras sus compañeros se concentraban, él paseaba.

Llegó a Ecuador para enfrentar a Argentina en semifinales. Habló con quien quiso, se movió por donde se le antojó. Y jugó. iCómo no iba a hacer lo que quisiera si para los colombianos era el mejor del mundo! iCómo no iba a exigir si Bavaria, su patrocinador, lo había trasladado en un jet privado! El niño consentido de la Selección enfrentó el jueves 1 ° de julio a los argentinos. Cara a cara con Batistuta, con Redondo, con Simeone... Con tipos que, como él, venían de las ligas europeas. Pero a aquéllos ni siquiera se les ocurrió pensar en vacaciones. Tomaron vuelos directos a Ecuador para estar con su equipo. “La Selección Argentina por encima de los intereses personales”, dijeron. Ya en la cancha del Monumental de Guayaquil, Asprilla fue un desastre. “Hay que darle ritmo”, dijo Maturana. Y se empecinó. Prefirió a un jugador que cambiaba la camiseta de Colombia por unas playas. Y dejó en la banca un sabor a injusticia, a amargura.

Nadie puede sentirse feliz de quedar por fuera de un partido si se mata en los entrenamientos, si cambia comodidades por sacrificios, si se somete a un régimen de disciplina. Pero esa es la ley del fútbol: sólo juegan once. Lo que no puede aceptar jamás un futbolista, por servil que sea, es perder el puesto con un individuo que ni siquiera asiste a las prácticas. Adolfo Valencia, Víctor Aristizábal, Anthony de Ávila e Iván René Valenciano no hablaron. Pero el resentimiento comenzó a crecer.

Días antes de la Copa América, por los primeros días de mayo y en un partido de preparación ante los Estados Unidos, Valencia había insinuado su resentimiento en Miami. “Hoy juego, claro. Pero seguro, cuando llegue Asprilla lo colocan porque sí, aunque yo me haya matado por el puesto”. También había presentido lo que ocurriría. Por la tarde de aquel S de mayo El Tren selló su traspaso al fútbol europeo. El Bayern de Munich lo esperaba. Y la polémica.

Porque la relación entre Adolfo Valencia y Francisco Maturana estuvo marcada desde el principio por la polémica. El técnico no lo quería, pero algunos sectores de la prensa presionaban. En aquella Copa América de Ecuador la situación se hizo insostenible. Hernán Peláez y Edgar Perea, periodistas de Caracol, le gritaban al mundo que El Tren tenía que estar. Maturana apenas lo colocaba por momentos. Se inclinaba, dentro de su lógica, por Asprilla y Tréllez.

Con ellos dos salió para el primer juego de las Eliminatorias al Mundial, el 1 ° de agosto de 1993. Asprilla no alcanzaba su mejor nivel, Tréllez luchaba contra la oposición de medio país. El 0-0 final de aquel debut ante los paraguayos en el Metropolitano de Barranquilla fue casi una bofetada para los colombianos. Faustino Asprilla pasó de héroe a villano. Y los diarios lo señalaron como el gran responsable del punto perdido, no sólo por el penal que desperdició, sino por su excesivo individualismo.

Sin embargo, Maturana y Gómez le apostaron de nuevo. El 8 de agosto, ante Perú, en Lima, estuvo otra vez entre los once que iniciaron. Y otra vez fue fracaso lo suyo. La presión aumentó, pese a la victoria 1-0. Ya para el tercer compromiso de la Eliminatoria se hacía casi imposible la presencia de Asprilla. El rival era Argentina, líder del grupo, invicto en 33 partidos y campeón de la reciente Copa América. Cualquier resultado que no fuera victoria sería el acta de defunción para Colombia.

Entonces, tal vez por convicción, tal vez por presión, Maturana cambió. Dejó en la suplencia a Asprilla. Y a Tréllez, Gómez y Álvarez. La Colombia de esa tarde del 15 de agosto fue otra en Barranquilla. Sobre los dos minutos del juego, Iván René Valenciano tocó su primera pelota en la Eliminatoria y dejó estático a Sergio Goicochea. Fue gol. Asprilla empezó a sufrir. Su gesto y su silencio así lo decían. Al final de los 90 minutos se le vio serio. Colombia celebraba el 2-1 sobre Argentina y el primer lugar del grupo. (El segundo tanto colombiano fue de Valencia; el de Argentina, de Medina Bello). Entre pitos, banderas, gritos y aguardiente se fue la tarde. Y con la noche llegó la fiesta al Hotel Dann. Hubo orquestas, hubo baile, hubo risas. De Faustino Asprilla no se supo nada. Pero en la madrugada del lunes 16 el rumor se coló por entre los huéspedes del Dann.

“Asprilla se voló”, dijo un periodista barranquillero.
Y se encendió el escándalo. Hacia el mediodía de aquel lunes, ya toda la prensa del país estaba enterada del asunto. Faustino Asprilla se había escapado de la concentración, molesto por haber estado de suplente en el partido con los argentinos. Una rabieta más del niño terrible, un desplante más del jugador indisciplinado.
Ese día, las primeras palabras las pronunció Juan José Bellini, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol: “Un jugador que actúa así no debe volver a vestir la camiseta de Colombia”. Pero sólo unas horas más tarde se retractó, como volvería a ocurrir en julio de 1994 con otras declaraciones igualmente fuertes. El final de este episodio fue lamentable, aunque se lo tiñó de positivo.

En una rueda de prensa, citada por el cuerpo técnico de la Selección, Asprilla fue perdonado. Se dijo allí que los mismos jugadores habían pedido su reintegro. Y nadie buscó nada más. El futbolista volvió y prometió que no habría más desórdenes por su culpa. Francisco Maturana lo disculpó de nuevo diciendo: “Es un niño, sólo un niño bueno, no sería capaz de hacerle daño a nadie”. Por su parte, Javier Gaitán, periodista de CM&, alcanzó a advertir: “Como precedente es nefasto”.


***


El 5-0 sobre Argentina tapó los desmanes de Asprilla. Para muchos, esa fue “su gran noche”. Hoy sería todo un gesto de cordura, como dice Joan Manuel Serrat, desenterrar la verdad futbolística de Faustino Hernán Asprilla. Cuenta su historia que por allá por 1991 comenzó a asomar como un tipo genial en la cancha. Jugaba para el Nacional, y con el Nacional ganó el título colombiano de ese año. Impredecible, veloz, hábil, intuitivo y creativo, con esa camiseta mostró lo mejor de su repertorio.

En febrero de 1992 fue convocado por Hernán Darío Gómez. Tenía el puesto asegurado en la Selección Colombia Sub-23 que disputaría un cupo para los Juegos Olímpicos de Barcelona. Allá, en Paraguay, también brilló Asprilla. Y ese equipo, que de su mano se cansó de arrumar elogios, terminó en el segundo puesto (perdió 1-0 ante los locales el encuentro decisivo). Asprilla Colombia presagiaban grandes cosas para la Olimpiada.
Pero la histeria de siempre se repitió. Es distinto llegar a un campeonato como uno más a llegar como opcionado al título. Y es distinto en todos los sentidos. Al fútbol de Colombia, y decir Colombia es decir directivos, periodistas, entrenadores, jugadores y aficionados, esas diferencias parecen no interesarle. En los Olímpicos, como pasaría con el Mundial de Estados Unidos, se pagó muy caro ese descuido.

Y se pagaron caras, como en Estados Unidos, las ilusiones transformadas en obligaciones. Al equipo de Hernán Darío Gómez se le exigió una medalla desde el día en que terminó el Preolímpico de Paraguay. Pero jamás llegó esa distinción. Al contrario, lo de Barcelona fue un fracaso rotundo, en lo deportivo y en lo organizativo. (Colombia perdió ante España 4-0 y con Egipto 2-1 y empató con Qatar 4-4). Y dentro de ese fracaso Asprilla desempeñó un papel decisivo. Porque fue negligente en la cancha. Porque fue individualista. Porque intentó hacer él solo lo que su equipo no podía. Y le negó a ese equipo la posibilidad de asociarse. En aquella Olimpiada Faustino Asprilla jugó, literalmente, para Faustino Asprilla. Se pasó de revoluciones para demostrarle al mundo que él era la gran figura. Y se equivocó, claro. Pero un año después mu y pocos recordaron aquella equivocación. No la recordaron por ese “estigma tropicalista de ignorar los matices, por esa manía colombiana de estar siempre en los extremos”, según frase de Carlos Antonio Vélez.
En 1993 Asprilla, que jugaba en el Parma, era una de las sensaciones de la liga italiana. Un gol suyo acabó con el invicto histórico de 58 partidos que ostentaba el Milán; otros dos frente al Atlético de Madrid le otorgaron a su equipo el tiquete para jugar la final de la Recopa, y tres más le dieron una victoria mágica a su cuadro frente al Torino. Esos tantos fueron suficientes para que en Colombia lo llamaran “el mejor del mundo”. (El Tiempo, septiembre 20 de 1993, pp. 1 A y 1 D).

Como un ídolo, casi como un dios, llegó Asprilla a jugar las Eliminatorias de USA 94. Ya está dicho: su única buena presentación fue en Buen os Aires el 5 de septiembre. Con ese partido, en el que los argentinos, desesperados por tener que obtener un resultado l e regalaron espacios para su velocidad, toda Colombia se dejó engaña r. Con un partido se borraron sus fallas, y por un partido se le rindió pleitesía... una vez más.

Ese error no lo perdonaría el fútbol. O el destino, como se quiera. El fenómeno Asprilla fue decisivo para los acontecimientos de junio y ju lio de 1994. Es que el fútbol no es sólo poseer una gran técnica o una velocidad insuperable. En el fútbol no se gana por nombre o por los goles que ya están archivados. El fútbol es otra cosa... mucho más compleja, mucho más profunda. Y no se deja engañar por luces artificiales.

O por momentos de inspiración. Porque sí, la inspiración se produce en el fútbol, eso dicen. Pero no puede ser una constante en la vida de un jugador, aunque a alguno le parezca un contrasentido. Es que cuando esa inspiración se transforma en regularidad ya no lo es más. Pasa a llamarse de otra manera, y, también, de otra manera se produce. Lo de Asprilla es inspiración, lo de Carlos Valderrama es calidad. ¿Y la diferencia dónde está? ¿En qué consiste?
De repente, a un futbolista le queda una pelota servida al borde del área rival. Uno hará lo que el instinto le ordene: si la jugada sale bien, dirá después que es inspiración. Otro terminará la maniobra de acuerdo con su experiencia e inteligencia. Seguro, el primero, por esa “inspiración”, finalizará bien una jugada de diez posibles. Con el segundo, el final de la película será totalmente al revés, de diez posibilidades se equivocará en una, o máximo, en dos. Lo de este último ya no se puede llamar inspiración. Será calidad, talento, inteligencia, experiencia... Pero no inspiración. (¿Por qué llamar inspiración al final de una obra pensada por su autor mucho tiempo? (Acaso alguien podría decir que el Guernica de Picasso es inspiración, cuando el artista trabajó su estilo, sus ideas, sus formas y colores durante años y años?
Vivir permanentemente inspirado, eso es calidad. Actuar por ráfagas, eso es inspiración. Con la Selección Colombia, Asprilla sólo mostró ráfagas de su talento natural. Y ahí estuvo uno de los errores más graves de toda esta historia. El país, todo, se convenció de que esas ráfagas eran calidad. Y que por lo tanto había que hacerle caso al jugador hasta en el mínimo capricho. Para mantenerlo contento, motivado, dispuesto; para que no se fuera... para que le hiciera a Colombia el favor de jugar el Mundial de Estados Unidos.

Es que a Asprilla quisieron hacerlo ídolo simplemente porque en Colombia no hay ídolos. Nunca los hubo. Aquí los ídolos son de barro. Inventados por la prensa. Ni se les quiere ni son ejemplo de nada, porque además no tienen ningún ejemplo para dar. Son hombres surgidos de la miseria, llevados al cielo en un par de días y devueltos al barro en otros dos. Asprilla jamás tuvo la culpa de que lo inventaran como ídolo. Su error fue creerse ídolo. Y aprovecharse de su condición. Su culpa fue transgredir una y otra vez las normas.


La verdad del 5-0

Pero, ¿cuál fue la verdad de aquel trascendental juego ante los argentinos? ¿Cuál fue la realidad de esos 90 minutos? ¿Por qué los colombianos se dejaron engañar por un resultado? Las respuestas no son tan sencillas. Y mucho menos inmediatas. Hay que devolver la cinta muchos años para llegar a una conclusión. Hay que situarse, por ejemplo, en el Mundial de Chile 62, cuando Colombia jugó su primera Copa del Mundo. Cuando todavía los jugadores salían a la cancha a ganar por gloria, no por dólares. Cuando aún representar a un país era una distinción.

Por aquel entonces Colombia no significaba nada en el mundo del fútbol. Era, poco más o menos, lo que ha sido Venezuela en los últimos años. El profesionalismo era una mezcla de amor por la camiseta y exiguas ayudas económicas. La Selección era una quijotada. Los jugadores se hospedaban en hoteles de tercera, se alimentaban mal y a veces hasta tenían que lavar sus propios uniformes. Nadie les regalaba nada, nadie les prestaba la mínima atención. En esas condiciones eliminaron a Perú -en juegos de ida y vuelta, 1-0 en Bogotá y 1-1 en Lima-y clasificaron al Mundial.

A Chile llegaron sin escándalos, con un puñado de hinchas, las valijas, y una frase de Adolfo Pedernera, el técnico, metida en lo más profundo de su ser: “Nada podemos perder y, en el peor de los casos, ganaremos experiencia”. Esa humildad, ese bajo perfil, los transmitieron Cobo Zuluaga, Maravilla Gamboa, Cuca Aceros y Caimán Sánchez a la generación que llegaba. De un solo golpe no podían, ni ellos ni los que venían detrás, quebrar ese dominio argentino que marcó al fútbol profesional colombiano desde sus comienzos, en 1948.
Aquellos eran, todavía, años clasistas en el fútbol. A los argentinos se les pagaba el triple o más, y siempre en la fecha que correspondía. Los colombianos tenían que conformarse con los restos. La situación creó resentimientos, es obvio. Pero no cambió. La humildad se convirtió en un complejo de inferioridad racial, social, cultural y futbolístico. El jugador colombiano sentía pánico al enfrentar a los argentinos, a los brasileños o a los uruguayos. Se creía menos. Salía al campo convencido de que lo mejor que le podía pasar era no salir goleado, humillado.

El primer resultado importante de una Selección Colombia ante Argentina se dio en 1971. Fue durante un torneo preolímpico celebrado en Bogotá, cuando el conjunto que dirigía el yugoslavo Toza Vaselinovic igualó a unos con los argentinos y obtuvo la clasificación para la Olimpiada de Munich. El gol del empate lo anotó Adolfo Andrade, a quien llamaban El Rifle, sobre los últimos minutos del partido. Y fue celebrado a rabiar por un estadio que no estaba acostumbrado a ganar, por un público conforme que ya aceptaba de buena gana perder por 1-0. Era la primera vez que Colombia no perdía con Argentina.

Hacia 1977 llegó a Cali Carlos Salvador Bilardo. Fiel siempre a lo que aprendió de su maestro Oswaldo Juan Zubeldía, empezó a trabajar con la mentalidad de sus dirigidos. Comprendió que quien piensa que va a perder, pierde irremediablemente. “Mirá, yo tenía que colocarles en las paredes de los vestuarios las tapas de la revista El Gráfico para que vieran que los argentinos eran como ellos, para que se acostumbraran", dijo en febrero de 1994 Bilardo. Pero cuando expresó que Colombia estaba agrandada y declaró que el 5-0 del Monumental no significaba q u e Colombia fuera cinco veces más que Argentina, se armó la polémica en el país. Los diarios, las revistas y los noticieros lo calificaron de mentiroso. “¿Cómo viene a decir eso este señor después de todo lo que Colombia le dio?”. “Es increíble que una persona pueda llegar a ser tan ingrata”, decían. Como si la gratitud tuviera algo que ver con la verdad, como si las palabras del argentino hubieran tenido la intención de ofender. A Bilardo no le perdonaron sus verdades.

Lo trataron de resentido. Y con ese manto se cubrió la realidad una vez más. Nadie se preguntó por qué iba a ser resentido un técnico que lo había conseguido todo con la Selección de Argentina: campeón del mundo en 1986 y subcampeón en 1990. Nadie permitió que sus comentarios fueran una hipótesis que llevara a una conclusión. No, su nombre fue tachado, igual que su imagen, igual que sus opiniones. Hasta Hernán Darío Gómez y Francisco Maturana se subieron a ese bote. “Está loco, no sabe lo que dice”, fueron sus declaraciones.

Lo que más le dolió a la prensa nacional, y por ende, al público, fue que expresara abiertamente que Colombia no era favorita para ganar el Mundial. Una muestra más de la ceguera a la que llegó el país con su Selección. También le ocurrió a Pelé, cuando criticó los lujos de Freddy Rincón ante el Milán de Italia (seamos claros, la segunda línea, y desgastada, además, del Milán de ltalia). Fue esa otra de las razones del fracaso posterior: La intolerancia. La intolerancia impidió que se pudieran solucionar algunos defectos, que se dijera la verdad. Colombia no escuchó consejos, sencillamente porque se creyó perfecta en su fútbol. Y, obviamente, se derrumbó cuando apareció el primer obstáculo. Allí, ante el primer obstáculo, mostró su verdadera esencia. Su verdad. Lo anterior, todo lo anterior, había sido adorno, mentira.


***


El 5 de septiembre de 1993, la Selección Colombia de fútbol arribó en pleno al estadio de River Plate, sobre las cuatro de la tarde. La recibieron con gritos hostiles y gestos amenazantes. Argentina se jugaba su paso al Mundial en ese partido y ya a esas horas pocos creían en el cuadro de Alfio Basile. Cuarenta minutos después de su llegada, los colombianos salieron a reconocer el terreno, una forma de decir, a probar al público. Estaban tranquilos. Córdoba saludó a la tribuna, como si nada. Rincón hizo bromas con Barrabás, Asprilla salió a hablar a través de un teléfono celular.

Ese gesto, y en aquel instante, fue maravilloso para Colombia. Asprilla estaba de ídolo. “Ese negro tiene mucha personalidad”, decía la gente. A los diez minutos él y sus compañeros se devolvieron al vestuario, donde iniciaron esa mística rutina de vendajes, ungüentos, masajes y ruegos que antecede un partido. En la charla técnica, Maturana les recordó a sus jugadores que salieran tranquilos, que ya habían cumplido. Al final les dijo: “Respeten a los argentinos, ellos tienen un país grande y un fútbol grande. Se merecen respeto”.

Afuera, la tribuna no cesaba de cantar, siempre dirigida por las barras ubicadas detrás de los arcos. De cuando en cuando, se metía con algún colombiano que mostraba su bandera y le dedicaba un estribillo insultante. Aquello parecía más el circo romano que un estadio de fútbol. Las calles de Buenos Aires y de rodo el resto del país estaban vacías. Había llegado el momento esperado. Por dos horas, a Argentina dejó de interesarle todo lo que no tuviera que ver con el fútbol. Y a Colombia, por supuesto, también.

Al principio el partido fue un monólogo. Argentina atacaba por todos lados. Por abajo, por arriba, por los costados, por el centro. En sólo diez minutos Gabriel Batistuta había perdido dos opciones claras de anotar. Podía haber goleada, ese era el sentimiento general en Núñez. Cuando el reloj marcó el minuto 40 de la primera parte, Colombia llegó por vez primera al arco de Sergio Goycochea. Fue por una jugada solitaria de Rincón, que amagó dos veces dentro del área y soltó un disparo fuerte al primer palo. Tres minutos después se comenzó a escribir la historia.

Valderrama recibió un balón en su campo y se fue en diagonal, de izquierda a derecha. Esquivó a dos rivales y metió uno de esos pases que sólo él puede meter, por la mitad de la defensa argentina. De atrás surgió Rincón, como un fantasma, enfrentó al portero, lo eludió hacia su derecha y marcó el 1-0. Estupor en Buenos Aires, gritería en Colombia. A partir de entonces el juego fue una locura. Pero no porque los colombianos hubieran impuesto su ritmo, sino porque los argentinos se fueron con todo a buscar el empate.

En medio de ese desorden, surgió el Asprilla todos querían ver. Tuvo libertad y espacio, y los supo aprovechar. En un contraataque anotó el 2-0. Argentina se fue por el descuento, sin tomar precauciones. En siete minutos tuvo cuatro, cinco, seis oportunidades claras de gol; Córdoba las salvó todas. Llegó el momento del 3-0. De nuevo Asprilla, suelto, libre, con todo el campo a su disposición. Metió un pique de 50, 60 metros, arrastró a toda la defensa argentina y llegó a la última línea. Goycochea tapó su remate, pero el rebote le llegó a Leonel Álvarez, quien buscó el fondo e hizo el centro hacia atrás. Rincón volvió a aparecer y le pegó mordido a la pelota. !Gol! Lo demás fue desesperación para Argentina. El 4-0 lo consiguió Faustino Asprilla después de robarle una pelota a Borrelli en tres cuartos de cancha, y el 5-0, Valencia, luego de un pase de Asprilla. En siete ocasiones llegó Colombia al arco de Sergio Goycochea. Anotó cinco goles. En realidad, un accidente del fútbol que se repite cada muchos años.

Hacia las ocho de la noche de aquel domingo el estadio de Núñez mostraba una imagen insólita. Ahí estaban todos juntos. Las "barras bravas" de Boca, San Lorenzo, Racing, Temperley, Al!Boys. “Patoteros” que meten miedo. Muchachos y viejos con los ojos inyectados de odio hacia una sociedad de la cual se han marginado. Allí estaban ellos, todos juntos. Y aplaudían a los colombianos. Como Diego Maradona, de pie en la tribuna. Como los otros hinchas, menos violentos, pero igual de apasionados.

Se quedaron allí por mucho tiempo. Diez, quince, veinte minutos. Una eternidad... Para llorar. Para cantar de nuevo “vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos a ganar”. Para recordar. Después se marcharon, en silencio. Unos a la Boca, otros a Villa Fiorito, otros al centro... Llevaban un aliento amargo, un aliento a bronca. Para ellos el fútbol siempre fue vida. Y la vida siempre la pagaron a plazos con fútbol. Ese 5 de septiembre tocaron fondo. Cada uno, a su estilo, lo entendió.


La muerte olvidada

Los colombianos se subieron al primer vuelo de Avíanca el lunes siguiente. Convivieron durante las siete horas que duró el trayecto desde Buenos Aires hasta Bogotá con periodistas, hinchas, directivos y curiosos. Como iban de ganadores, no había problema en que la intimidad se quebrara. Brindaron con ellos, y con ellos se desahogaron de tanta rabia contenida hacia Argentina. “Por fin... y ojalá nos encontremos en el Mundial para volverles a ganar. iPedantes!” Freddy Rincón era uno de los más eufóricos. Había vengado años y años de humillaciones. Por lo menos así lo sentía esa mañana.

El vuelo arribó a Eldorado hacia las cuatro en la tarde. Desde el mediodía la avenida que llega al aeropuerto se encontraba repleta de aficionados. Estaban felices, como la noche anterior, pero también sentían rabia. Todavía sentían rabia, esa rabia nacida en el periodismo, patentada en el periodismo y que explotó en las calles el 5 de septiembre. Banderas azul celeste y blanco quemadas aún yacían en el suelo junto con restos de aguardiente, ron, harina y pólvora. La Policía empezaba a reportar los innumerables casos de violencia y los muertos de la celebración. Para muchas familias, un partido de fútbol y una victoria se habían transformado en una pesadilla.

Ese detalle apenas si quedó registrado en los diarios. No hubo una sola voz que analizara, que fuera capaz de decir: “Este es el producto del odio inculcado a través de los medios de comunicación hacia los argentinos”. “O esto es lo que produce una sociedad hecha de rencillas, resentimientos y complejos de inferioridad”. Para encubrir la estupidez y la barbarie, la prensa optó por recordar que en Bélgica, hooligans ingleses habían asesinado a 41 fanáticos, el 30 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, Bruselas, cuando Juventus y Liverpool jugaban el partido decisivo de la Copa Europea de Clubes.
No recordó, claro está, que por ese motivo la primer ministra británica, Margareth Thatcher, dispuso la entrega de 250.000 libras esterlinas a los damnificados, y que tomó todas las medidas para castigar, como en efecto castigó, a los responsables. Tampoco recordó que la UEFA (Unión Europea de Fútbol Asociado) sancionó a todos los clubes ingleses con cinco años de suspensión para cualquier competencia internacional. Ni recordó que a raíz de esa tragedia los hooligans empezaron a ser perseguidos en todas partes del mundo.

Fueron más de 100 los muertos de ese domingo septembrino. Por lo menos, esa es la cifra que dan los diarios. El 5-0 también hizo olvidar a las víctimas. No hubo minutos de silencio ni entierros colectivos ni ayudas para los familiares. El presidente Gaviria no dijo una palabra al respecto. Recibió a la Selección Colombia en El Campín para condecorar a sus integrantes con l Cruz de Boyacá. Esa noche, los futbolistas y Maturana, en pleno, le pidieron al Presidente que dejara en libertad a René Higuita, quien estaba recluido en la Cárcel Modelo de Bogotá desde el 9 de junio. Cumplía una condena por haber intercedido en la liberación de la hija del narcotraficante Luis Carlos Molina Yepes. “Había que entender la situación, estábamos en un momento de gloria y parte de esa gloria le pertenecía a René”, dijo Maturana después. Estaban en la gloria y por eso creían que podían hacer lo que se les antojara.

Desde entonces, Colombia no dejó de respirar fútbol. Y la nueva moral de signo pesos se apropió de ese deporte. Ya no fueron sólo los dineros de oscura procedencia los que lo invadieron. Las empresas privadas también se anotaron en la lista con gruesas sumas -antes de las Eliminatorias, ya Bavaria había decidido patrocinar a todas las Selecciones Colombia-, así como los medios de comunicación y las agencias de publicidad. El fútbol y sus jugadores contaminaron todos los espacios de la vida nacional. Tanto, que terminaron por contaminarse a sí mismos.

El fútbol dejó de ser un simple juego. Creó muchos intereses, y esos intereses lo devoraron. Sus jugadores no estaban acostumbrados a tanta fama, a tanto dinero, a tanta lisonja. Los periodistas no supieron manejar esos instantes de gloria. Al revés, los despilfarraron. Y los directivos asesinaron la fuente de sus riquezas por no saber qué hacer con tanta riqueza y cómo conseguir más. Todos descuidaron el fútbol, al pretender vivir del fútbol.

Es como para no creerlo. En Argentina, en Uruguay, en Brasil, en Italia, en Alemania, el fútbol nació hace más de 120 años. Desde entonces hay campeonatos, periodistas que registran cada juego y aficionados que hablan de fútbol en largas tardes de café. Esos países han ganado títulos del mundo, medallas olímpicas, campeonatos internacionales... Produjeron futbolistas históricos, mágicos, que llevaron el fútbol a otros países. Ciento veinte años para aprender, para crecer, para entender que el fútbol no es únicamente lo que se ve en la cancha. Y todavía se equivocan. Todavía quedan por fuera de los Mundiales. Colombia, en cambio, con escasos 46 años de vida futbolística, ya aspiraba a una Copa del Mundo.


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El año de 1993 cerró para el fútbol colombiano con el título de Atlético Junior y con la distinción otorgada por el diario El País, de Montevideo, a Carlos Alberto Valderrama como el mejor jugador del año. El triunfo de Colombia sobre Argentina en Buenos Aires y la muerte de Pablo Escobar, ocurrida el 2 de diciembre en Medellín, fueron seleccionados como los dos acontecimientos más importantes de los doce meses que estaban por concluir. No tenían nada que ver el uno con el otro. No obstante, sus protagonistas sí tuvieron nexos durante muchos años. Pero esa es otra historia.

El 16 de diciembre, en Las Vegas, Estados Unidos, se supo por fin en qué grupo quedaría Colombia y cuáles serían sus rivales durante el Mundial. Ese grupo, el C, y los rivales, Rumania, Estados Unidos y Suiza, terminaron de inflar el globo. Como no eran Alemania ni Italia ni Holanda ni Brasil, no habría problemas, pensaron muchos. Incluso Francisco Maturana, por lo general tan reservado, dejó escapar su alegría ante los micrófonos ese mismo día. “Es uno de los menos complicados, quizás, el grupo más accesible, pero eso no quiere decir que sea fácil. Todos los equipos en un Mundial son difíciles”, afirmó.

De nuevo se perdió la memoria. Se minimizó a Rumania, que en el Mundial de Italia había sido una de las gratas revelaciones. Se despreció a Estados Unidos, sin siquiera advertir que los norteamericanos no dejan el más pequeño detalle al azar. Y se ignoró a Suiza, que había obtenido su clasificación por encima de Portugal e Italia. El 17 de diciembre de 1993 había por todo el país un sentimiento de tranquilidad. Era una confirmación: Colombia estaba clasificada de antemano, sin necesidad de medirse a nadie, para la segunda fase del Campeonato. Las vacaciones de fin de año fueron para muchos la ocasión para firmar la papeleta de clasificación.

 

* Este es el texto del primer capítulo de Pena máxima, un juicio al fútbol colombiano (Editorial Planeta). Los demás, se irán publicando cada tres días.

Por Fernando Araújo Vélez

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