El Magazín Cultural

"Piero, mi querido Piero", fragmento

La periodista Maureén Maya en un arduo y sensible trabajo logra una panorámica sobre el cantante argentino que hoy se presenta en la Feria del Libro de Bogotá. A continuación un fragmento del libro publicado por Ediciones B

Maureén Maya
06 de mayo de 2017 - 05:14 p. m.
"Piero, mi querido Piero", fragmento

Banfield, su primera pasión

Fueron casi tres semanas las que la familia, junto a otras tantas, viajó sobre el mar al compás de las olas hasta atravesar el Atlántico Sur y llegar a la imponente ciudad de Buenos Aires.

La familia se instaló en la pequeña ciudad de Banfield, a diecisiete kilómetros de la capital, en la parte sur del Gran Buenos Aires, en Lomas de Zamora. Se trataba de una ciudad silenciosa y agradable en la que aún sobrevivían enormes casonas que daban cuenta de un pasado de esplendor. Frente a la estación de buses se levantaba una de las mansiones más antiguas y emblemáticas de la ciudad. La casona “Les Bruyeres”, copia de un palacio belga construido alrededor de 1900, donde funcionó desde 1935 –y durante varios años– el Comité de la Unión Cívica Radical de la Provincia de Buenos Aires. También estaba “El Castillo”, convertido luego en la “Casa del Niño”, y sobre la calle Chacabuco resaltaba la casona de “Los Cedros”.

Las dos grandes referencias de la ciudad eran las plazoletas de Fray Justo Santa María de Oro y la del Almirante Brown, que en el 2009, en medio de un notable abandono y una acalorada disputa política, fue rebautizada como la “Plaza del Campeón”, en homenaje al Club Banfield, que por fin había ganado el Torneo Apertura de fútbol argentino ese año. Sin embargo, la Coalición Cívica-ARI de Lomas de Zamora no aceptó tal designación y siguió llamándola con su nombre original: Plaza Almirante Brown.

Para Piero, siendo un niño pequeño, más allá de los encuentros futbolísticos que protagonizaba el Club Banfield, no había mayores alternativas de distracción; lo máximo que podía hacer con los amigos del barrio, era recorrer la calle Rincón para asomar al caserón del “Mirador del Este”, una enorme y misteriosa construcción, de paredes altas y techo con incrustaciones en bronce, sobre la que se tejían las más disparatadas leyendas y en la cual los niños solían reunirse a jugar a las escondidas o a los aparecidos.

Vivir en Banfield era, de cierto modo, estar cerca del acontecer nacional sin padecer el agite de las grandes ciudades; Buenos Aires estaba a poco menos de una hora viajando en trenes de madera con locomotoras alemanas a vapor. La estación ferroviaria, construida en la primera casa del pueblo a partir de la cual se realizó el trazado de la ciudad, siempre estaba en constante movimiento y era la principal fuente de información. En los cincuenta, decenas de personas viajaban a diario hacia la Plata o hacia Buenos Aires donde tenían sus trabajos, pero otros llegaban para recoger los diarios, escuchar noticias actualizadas, seguir en detalle los rumores sobre la deteriorada salud de Evita Perón o enviar mensajes a través del telégrafo nacional. Algunos comerciantes también acudían al amanecer para recibir los ingredientes que necesitaban para fabricar el pan negro que se imponía por cuenta de las restricciones al consumo ordenadas por el Gobierno Nacional de aquel tiempo.

Mucho antes que a la prensa, a la estación llegaban las noticias más importantes sobre la agitada política nacional. De hecho, la primera voz de alarma que confirmó que Argentina atravesaba su año más triste emergió como un grito destemplado desde los vagones del tren, cuando alguien dio la fatal noticia: “¡Murió Evita! ¡Murió Evita!”; y la noticia, como un viento gélido pasó de boca en boca, dejando rostros estupefactos y miradas de profunda consternación. Ese mismo día se multiplicaron las ventas de tiquetes –y también las tarifas– para viajar a Buenos Aires. Miles de personas querían llegar a tiempo a Plaza de Mayo, para darle su último adiós a “la madre de los descamisados” y participar en los multitudinarios homenajes que le rendiría tanto el Estado como el pueblo que la amó hasta el delirio.

La prematura muerte de Evita dejó al país casi en estado catatónico. Pero en Banfield el dolor fue por partida doble. Evita, la más notable de todas las mujeres argentinas en el siglo XX, había apoyado al Banfield en la oscura noche de una derrota no esperada. Todo ocurrió en una histórica jornada de 1951 cuando aquel sorprendente Banfield se enfrentó a Racing por el título de campeón que le otorgaría la Copa Nacional. Para la Primera Dama el triunfo de un equipo pequeño y modesto contra una gran institución deportiva como era, y sigue siendo el Racing Club de Avellaneda, era un claro símbolo de esperanza. “En la nueva Argentina los pobres y los marginados pueden triunfar y aspirar a la igualdad”, había dicho. La puja por uno u otro equipo saltó de las páginas deportivas de los diarios a las de política nacional. Evita apostaba por el Banfield mientras que Ramón Cereijo, ministro de Hacienda de Perón, quien también era hincha absoluto de Racing, ofrecía un auto nuevo a cada jugador si ganaban la Copa.

Los hechos más importantes de la ciudad ocurrían en el estadio Florencio Sola, donde el Banfield o “el taladro”, como le decían, se mantuvo invicto entre 1950 y 1953, marcando un récord de 49 partidos ganados. No existe una versión única que explique por qué le decían “el taladro”; algunos cuentan que los dueños de una fábrica inglesa que producía taladros eran los mismos que fundaron el club; pero también, según otros, el sobrenombre vino de un locutor deportivo, que en medio de la emoción cuando narraba un juego entre Banfield y San Lorenzo en los años cuarenta, afirmó que Banfield había taladrado la defensa del rival. Sea como sea, el equipo ocupaba un lugar privilegiado en la vida de los ciudadanos y su amor parecía a prueba de todo. Piero no fue ajeno a este furor y su apasionada presencia en la sede del club no pasó desapercibida por su equipo, que reconociendo su simpatía y lealtad lo eligió como la mascota del Club Banfield. Piero siempre recordó con nostalgia sus días en el club y defendió la que consideró su primera lealtad.

 

Hace un tiempo, estando en un bar alguien me preguntó si de verdad había sido mascota del Banfield y con orgullo respondí que sí, que en 1951 cuando Racing nos robó la Copa en una jugada de cálculo político y quedamos de subcampeones, me eligieron como su mascota. Habíamos ocupado el primer puesto pero en el desempate final contra Racing, equipo al que aventajábamos en goles y partidos ganados, en el campeonato 1951, perdimos la Copa.

De pronto alguien sacó un viejo álbum que recogía la historia del Banfield y entre varios empezamos a revisarlo. Eran fotos viejas, blanco y negro, borrosas y amarillentas, pero no demoré mucho en encontrarme, no había otro niño al que peinaran como a mí, si hubiera sido un rubiecito con el cabello lacio, pegado a la cabeza, como otros pibes, quizás no me hubiera reconocido, pero con ese rulo alargado en forma de banana que mi mamá me armaba sobre la frente no había manera de confundirme. Ese día lloré de emoción viendo la foto y recordando las luchas del Banfield. Porque hay algo que siempre he tenido claro en la vida, y es que se puede cambiar de oficio, de religión, de pareja, de partido político, incluso de apellido o de sexo, de lo que se quiera, pero de lo que nunca se puede cambiar es de club de fútbol; y mi corazón siempre ha sido y será del Banfield.

Muchos años después, cuando Piero fuera ya reconocido como un ícono musical, el cantautor Alberto Cortez, con cierta mofa, lo llamaría ‘el otro de Banfield’, porque de esa tierra prodigiosa solamente conocía a su propio manager y a Piero. En febrero de 2011 Piero fue invitado a grabar el himno del Banfield y con enorme orgullo difundió el video. “Somos de Banfield Club, con devoción y amor; cuadros gloriosos por sus bravos ‘futbollers’. Siempre con altivez, lleno de fe y honor, sabe ganar como también sabe perder".

 

Un nuevo comienzo en Allen

Una mañana nublada de septiembre, don Lino partió a su negocio a las siete de la mañana, como era su costumbre, pero al llegar encontró las puertas abiertas de par en par y el almacén saqueado. La caja, las radios, las bobinas, los tocadiscos, las radiolas, todo lo que estaba reparando había desaparecido junto a sus más preciados instrumentos de trabajo; lo poco que los malhechores dejaron en su loca carrera de huida estaba destrozado. El futuro de un momento para otro se hizo más incierto que nunca.

¿Cómo iba a responderles a sus clientes? ¿Cómo empezar de nuevo, cuando no tenía capital para hacerlo? Si bien era cierto que se trataba de un hecho fortuito y ajeno a su voluntad, lo cierto es que las personas habían dejado bajo su responsabilidad sus objetos, y no podía ahora, simplemente decir, lo siento, me han robado. Cabizbajo, apartó vidrios rotos con el pie, recogió una butaca que estaba tirada en el piso, se sentó en ella, encendió un cigarrillo y, sin poderlo evitar, las lágrimas corrieron por sus mejillas pálidas de terror.

Un buen amigo corrió en su auxilio; aunque no podía darle apoyo económico sí podía darle aliento moral. Luego de analizar la situación con cabeza fría los dos concluyeron que todo estaba perdido, irremediablemente perdido. No podría sostener a su familia, al menos no en Banfield. Debían partir pero ¿a dónde? Pensó en un comienzo en Mar del Plata, pues alguien le había dicho que era una tierra prometedora.

–No Lino, tenés que rajarte a Río Negro, a Allen, allá no hay técnicos como vos y la comunidad italiana es bien importante, tendrás todo el apoyo para empezar de nuevo. En Mar del Plata no tenés futuro. Don Lino cerró la puerta sin cerradura y se dedicó toda la mañana a caminar y a pensar. Pasado el mediodía regresó a casa. 

–Estás raro… –le dijo Ornella al reconocer su rostro apesadumbrado y los espesos silencios que lo envolvían.

–Sí, estoy raro –respondió levantado la mirada sombría mientras comía sin apetito. Apretó los labios, pero luego dejó los cubiertos sobre la mesa, tomó con parsimonia una servilleta de tela, se limpió la boca, la miró fijamente a los ojos y le dijo: –tenemos que tomar una decisión.

Ornella guardó silencio y lo escuchó sin parpadear.

Prudente como era, se tomó dos noches para responderle a su esposo y lo hizo de manera contundente una mañana mientras desayunaban. “En Río Negro –se aventuró a decir con pasmosa seguridad– se han asentado muchas familias italianas, están los Olivieri, los Taranto y los Cerri, entre muchas otras que ya conocemos, y de seguro harán más sencilla nuestra llegada”.

Era evidente que más que pensar y reflexionar sobre el asunto, Ornella se había dedicado a platicar con algunas amistades y a recaudar información. Don Lino la escuchó fascinado, sintiendo que por fin el mundo dejaba de dar vueltas sobre su cabeza.

–Además Allen –continúo ella– es la capital nacional de la pera; es la región que más exporta frutas dentro de la Argentina. Creo que los chicos estarán felices y que comeremos muchas frutas –concluyó sonriente.

Más de mil kilómetros tuvieron que recorrer para llegar a su nuevo hogar. Tan pronto descendieron del tren, se toparon con una masa de aire incandescente que los dejó sin aliento. Las calles ardían bajo el inclemente sol de verano y un viento arrastraba una enorme nube de polvo, dejando todo opaco y sin gracia a su paso. Don Lino sonrió tratando de parecer inmune al bochorno. Después de tan largo recorrido, una ola de calor no habría de desanimarlo. Así que levantó las maletas con resolución y le pidió a la familia que lo siguiera.

La más desconcertada con el cambio fue la pequeña Gabriela que no encontró calles pavimentadas donde caminar en punta como solía hacer en Banfield, cuando practicaba lo aprendido en sus clases de ballet. Todo eran chacras de frutas. Sin embargo, su figura grácil, que parecía moverse siempre de forma acompasada con los ritmos del viento, le confería un dominio insospechado y una envidiable frescura, como si tuviera el don innato de imponerse sobre la adversidad y la inclemencia del verano no la perturbara. El resto de la familia, agobiada por el calor, se tambaleaba y contaba los minutos para llegar a la nueva casa que, según el amigo que se las había conseguido, era perfecta.

Y en efecto lo era. Se trataba de un hermoso chalet rodeado por floridos –aunque descuidados– jardines. Las paredes altas facilitaban la circulación del aire, los espacios eran generosos, cada chico tendría su propia habitación, había un living luminoso y la cocina era espaciosa con alacenas que cubrían paredes enteras, y donde Ornella podría guardar los encurtidos, los licores y las salsas que pronto empezaría a preparar para compartir con los vecinos de la comunidad italiana.

La temperatura en este verano era excepcional, incluso en aquella casa de altos muros y potentes ventiladores, era sofocante al medio día, y así lo describían también los más veteranos moradores de la ciudad. Este hecho, no contemplado, fue lo único que en un inicio les generó cierta resistencia, pero sabían que el calor era pasajero, que pronto vendrían los vientos tibios, las heladas y las lluvias. Allen era una gran ciudad amarilla en la que resaltaban las chacras para el cultivo de frutas de exportación, la vieja estación de tren, varios barrios rurales y un amplio valle que se extendía al oeste de la cordillera de Los Andes. Lo que más llamó la atención de los niños fue el parque zoológico, en inmediaciones del río y la enigmática Isla 16, con un balneario municipal y varios clubes privados.

Con el paso de los días, entregados a explorar la zona, descubrieron un exuberante paisaje, dominado por hermosos valles y rosados atardeceres. Si algo importaba en la vida de sus vecinos, como el fútbol en Banfield, era la pera. Poseía un sitio turístico llamado “El paseo de la producción”, y anualmente celebraban la Fiesta Nacional de la Pera, el Triatlón de la Pera, y la Vuelta al Valle de Ciclismo, el certamen ciclístico más importante del país.

Menos de cinco semanas después desde su arribo –todo un tiempo récord, si se considera que era una familia extranjera sin contactos previos– cada cual tenía su rutina definida. Todo marchaba con la precisión de un reloj suizo. Los niños acudían a sus clases escolares en un centro relativamente cercano a la casa, don Lino engalanaba el local de su nuevo negocio, al que llamó “Presto-Fon” y Ornella ya contaba con amigas que se habían encargado de darle la bienvenida, e introducirla en la cerrada comunidad italiana.

 

 

Pequeñas travesuras. Cada quince días, el matrimonio salía al cine y dejaba a Piero el cuidado de Gabriela. Nunca supo que los niños lo seguían y siempre lograban colarse en la función, manteniéndose ocultos en la última fila. Solo los frecuentes cortes de luz los ponían en riesgo de ser descubiertos, pero ya estaban acostumbrados a estas situaciones; de modo que en un santiamén se tiraban al suelo y se desaparecían bajo las sillas. Terminada la función, los padres tenían la rutina establecida de acudir a la confitería la Perla para disfrutar de un cafecito con medialunas recién horneadas, mientras Piero y Gabriela se escabullían hasta la casa. Era usual que al regresar los padres, poco antes de la media noche, los encontraran sentados en el comedor haciendo tareas, recostados sobre el sofá jugando con algún Flip book hecho por Piero o en sus habitaciones haciéndose los dormidos. Ornella suspiraba. Eran tan obedientes y responsables que sin temor alguno podía concederles ciertas libertades sin la más mínima preocupación. 

Frente a la casa había una estación de servicio y al lado un baldío en el que yacían tres vagones abandonados. Allí, los chicos del barrio construyeron un bunker en el que solían esconderse a fumar. Las niñas montaron un saloncito de baile en uno de los vagones, donde inventaban pasos, disfraces y cantos, reían y se divertían imaginando la vida que tendrían cuando fueran grandes y famosas. 

Un día los nuevos amiguitos del barrio propusieron una escapada del colegio para ir a conocer la “Ciudad de las Brujas”, Cinco Saltos, a 30 km de Allen, donde escucharían leyendas sobrenaturales, correrían a orillas del río Neuquén y quizás, podrían nadar en el lago Pellegrini, famoso por sus actividades acuáticas. Ningún niño dudó un instante en aceptar el reto y en una suerte de pacto secreto acordaron verse al día siguiente en la estación de servicio a primera hora. Tal y como lo habían planeado, todos los elegidos acudieron muy puntuales al encuentro, aguardaron en silencio, ocultos en algún vagón, durante algunos minutos mientras los adultos se marcharan a cumplir con sus respectivas actividades laborales; y luego, como una manada que descubre la libertad, saltaron por la parte de atrás, atravesaron el valle y corrieron hacia la estación de los buses.

Seguros y felices como si no tuvieran nada que temer ni ocultar, se dispusieron a comprar los tiquetes para emprender su viaje, pero el dinero no les alcanzó y la distancia era tan larga que sería muy difícil ir y volver en unas cuantas horas. De modo que sin más remedio que aceptar la realidad, lograron llegar a las afueras de la ciudad para recorrer un escampado amarillo, jugar entre árboles centenarios y sentarse a orillas de un pequeño riachuelo para comer tortas de mantequilla y compartir algunas de las historias de espanto que habían escuchado o inventado sobre la “Ciudad de las Brujas”.

Algo desencantados pero satisfechos por su osadía vivieron un día memorable hasta que el reloj marcó la hora del regreso; tenían que llegar a la misma hora de salida de clases para no levantar sospechas. En una esquina del barrio se despidieron, con un efusivo “hasta la próxima”.

En la puerta de los De Benedictis, Ornella, con los brazos como asas de pocillo, los esperaba con el ceño fruncido.

–¿De dónde vienen? –preguntó con voz mesurada pero sin esconder su disgusto.

–De la escuela –respondió Gabriela con descaro.

–¿Y esto? –preguntó, sacando del bolsillo un papel doblado que extendió frente a sus ojos. Se trataba de una nota anónima con mala letra, que alguien había metido bajo la puerta poco antes del mediodía. “Pregunte a sus hijos dónde estuvieron hoy”. La confesión fue inmediata.

“Mamá era brava y nos castigó”, recuerda Gabriela.

De modo que, luego de permanecer algunas horitas en el baño mirándose a la cara sin atreverse a recriminación alguna, juraron no volverlo a hacer. Solo una duda los acosó: ¿quién los había delatado? Algunos nombres pasaron por sus cabezas, pero nunca pudieron descubrir su identidad; así que tuvieron que reforzar las medidas de seguridad, y, entre los chicos de más confianza, crear un código para comunicarse en secreto y evitar que los más pequeños –que por chicos no eran confiables– se atrevieran a revelar sus futuras acciones.

 

 

Una vida tranquila. Mamá Ornella, siempre luminosa y alegre, dedicaba buena parte de su tiempo a preparar platillos especiales, experimentando sabores y nuevas recetas, era muy creativa en la cocina y siempre servía enormes cantidades, sin importar que los chicos dijeran, “poco, por favor”. La mesa para los italianos es todo un ritual y en la familia De Benedictis esta costumbre nunca se perdió. Menos en Allen, donde la colonia italiana se reunía con frecuencia para compartir e intercambiar platos típicos.

En una casa ofrecían chancho, chorizos y morcillas; en otra, encurtidos de berenjena y pastas. Ornella preparaba salsas para todo el invierno, licor de frambuesa, secaba tomates al sol para hacer encurtidos e inventaba postres con las coloridas peras de la región. Don Lino hacía la polenta con pajarito y, con notable maestría, también dirigía los tradicionales asados argentinos. Esta integración a la comunidad facilitó la adaptación de la familia a su nuevo mundo y los puso a salvo de esos detestables hábitos de aldea que se mantenían en Allen, como esa obsesión de algunos de vivir atentos a los asuntos privados de los demás y convertir cualquier hecho perturbador o llamativo, por insignificante que fuera, en tema de conversación e incesante cotilleo durante semanas.

La vida en Allen fue agradable para todos en términos generales. Piero vivió una infancia feliz, de mucho movimiento y profundos aprendizajes, pero sobre todo de mucha libertad. Haber crecido en un hogar sólido y amoroso, de profundos valores éticos y de mucha complicidad, fue definitivo para forjarse una personalidad independiente y para aprender a seguir las voces de su corazón, nunca las imposiciones de los demás. Sus padres, de modo bastante intuitivo, sin apropiar las enseñanzas ni los modelos educativos que los eruditos pregonaban por el continente, habían formado el carácter firme de Piero siendo niño, y con ello habían definido su destino como hombre.

La mayor ruptura que experimentó la familia no fue la intempestiva mudanza (de Banfield a Allen) en busca de estabilidad económica, sino la sorpresiva decisión de Piero de marchar al seminario. Aunque regresaba en vacaciones cargado de anécdotas –¡quién iba a pensar que dentro de esas paredes pudieran acontecer tantas cosas!– y sus cartas eran frecuentes, el vacío de su ausencia, conforme pasaba el tiempo, se sentía con la tenacidad de una promesa que espera con ansia ser cumplida. En especial para la pequeña Gabriela.

Por Maureén Maya

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