Sarita era pulcra, muy pulcra: la ropa perfectamente planchada y combinada, el cabello peinado, las uñas arregladas sobre unos dedos delgados, largos y blancos. Saludaba y se despedía en un tono distante, pero cordial. Le importaba que los demás pensaran que ella era cordial. Decía: “La presencia es crucial. La presencia, el lenguaje y los principios”, y les aclaraba a sus sobrinos que no había tenido hijos porque nunca conoció a un hombre que se ajustara a lo que había planeado para su vida: urbanidad, rectitud y orden. Sarita decía que le preocupaba la gente, y entonces cada vez que veía a alguien “mal parqueado” o “en peligro” lo corregía o lo denunciaba, pero siempre por su bien: “Me lo agradecerán”, repetía. Sarita tenía un Aveo gris de 2011. El carro era sencillo, pero muy limpio: había una basurita con un moño colgada a la palanca de cambios, un antibacterial en el tablero y pañitos húmedos en la cajuela. Ella, que siempre estaba muy ocupada pero disponible, era enfermera. Una vez tuvo que salir muy rápido a auxiliar a una amiga que la había llamado por un dolor de cadera. Sarita vivía en Medellín y salió a toda velocidad (50 kilómetros por hora) hacia El Poblado a socorrer a la paciente. Su sobrina la acompañó. Por toda la 80 con Colombia una camioneta se le metió sin direccionales. Sarita, que también lo hacía con frecuencia, pero siempre para llegar a tiempo para las urgencias de los demás (o las de ella), sacó la cabeza por la ventana y gritó: “¡Y las direccionales qué, hijueputa!”. La sobrina, que tenía ocho años y había acabado de ser reprendida por una palabra gruesa que había repetido como una lora toda la mañana, miró a su tía horrorizada por la grosería, y Sarita, que se sintió cuestionada, le respondió furiosa: “Los insultos se los ganan los malparidos que no cumplen con la ley”.
Damaris, personaje principal de la novela La perra, de Pilar Quintana, se parece a Sarita. También Rogelio, Luzmila, el tío Eliécer, Quintana y hasta la perra. Las contradicciones, tan presentes, decepcionantes e inevitables de la condición humana (y animal) son a su vez una paradoja: sorprenden, son impredecibles. Se manifiestan sin planearlo: son los rasgos que los humanos se encargan de disimular para, con la excusa de la coherencia, señalar a los que se atrevieron a salir del molde.
Quintana ha escrito sobre más de un humano que se contradijo, y, por lo tanto, confirmó lo que ya todos sabían y se negaron a aceptar: “Todo es humano, demasiado humano”. Así lo dijo Nietzsche, y así lo repitieron los que lo leyeron, le creyeron y lo reprodujeron. También así lo confirmaron la literatura, las películas y las exposiciones de arte, inspiradas en los detalles de la cotidianidad, que resultó siendo lo único relevante. Así fue, así ha sido y así será.
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Además de "La perra", los textos de Quintana han sido confesiones, desahogos y reflexiones, como el relato del tiempo que tardó en separarse de un tipo que la maltrató; o exploraciones, como las letras que juntó para hablar sobre el kama-sutra y el placer, a veces tan relegado o negado. La escritora caleña escribió estos textos a pesar de que mientras los hacía, sufrió cada minuto del proceso. Lo hizo, aunque lo padeciera y no entendiera por qué había decidido hacerlo. “Es un proceso que me toma mucho tiempo y que no siempre llega a buen término. A veces creo que tengo una novela, escribo durante dos años y entonces me doy cuenta de que no está funcionando y la debo tirar a la basura o volver a empezar”, contó la escritora, que también les dice a todos los que le piden consejo sobre cómo convertirse en escritores, que, si de eso no depende su felicidad, se dediquen a otra cosa: “Solo unos pocos escritores, unos muy pocos, consiguen vivir de la escritura. Es una profesión que no da para vivir. Por eso pienso que es desaconsejable dedicarse a la escritura, a menos que, como yo, el aspirante no pueda ser feliz haciendo otra cosa”.
Sarita es un ejemplo de lo que vivió Damaris con su perra: primero el vacío y después la dependencia con la excusa del amor. Posteriormente el apego y por último el desprecio. El personaje del que escribió Quintana en esta novela nunca pudo ser madre y, entonces, para mermarle a la frustración, adoptó una perra con la que quiso llenar el vacío con el que la tenían sus circunstancias: era un ser tosco e infértil. Estaba encerrada en “un cuerpo que no le daba hijos y solo servía para romper cosas”. Para ella no tener hijos era el fracaso, así que Chirli, el animal, recibió los cuidados que nunca pudo entregarle a un bebé humano. Después la odió y la convirtió en una víctima de un rencor que la pudrió por dentro. La amó y luego la eliminó.
Quintana es una de las invitadas a la Fiesta del Libro Parque 93, en la que hablará sobre las contradicciones humanas, la cotidianidad y los matices en los que basa sus ficciones, que tal vez sean más que historias inventadas por ella. Que seguramente les ocurren a humanos buenos que tienen momentos malos, y a malvados a los que a veces se les ve generosos y tiernos. Quintana hablará sobre lo que escribe, que es la vida.
Su escritura es fresca y honesta, no hay un afán por los aplausos o los brillos, ¿cuál es el objetivo que la empuja a hacerlo?
Hacerle creer al lector que ese mundo que solo existe en mi cabeza y en las palabras es real.