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Llaneros por triplicado

“Jinetes del paraíso”, documental narrado por el Cholo Valderrama, registra las costumbres más íntimas de la vida en los Llanos.

Hugo Chaparro Valderrama
04 de julio de 2020 - 02:00 a. m.
“Jinetes del Paraíso” fue el primer estreno virtual de un filme colombiano en Cineplaymax.
“Jinetes del Paraíso” fue el primer estreno virtual de un filme colombiano en Cineplaymax.
Foto: Endémica Studio

Una regla de tres define la historia de Orlando el Cholo Valderrama con el paisaje del Llano como su espacio biográfico en Jinetes del paraíso: “Si un gallo dura tres años y tres gallos duran un perro, tres perros duran un caballo… Un hombre recio p’al Llano dura tres caballos buenos”.

La explicación matemática nos sugiere el tiempo que cabalga un jinete: 27 años por caballo, multiplicados por tres, para un resultado de 81 años llaneros.

Susana Silva, guionista del documental, organizó la narración del Cholo y de su paisaje en tres capítulos, que relacionan a sus protagonistas con la comunidad y la cultura a la que pertenecen: “Mi primer caballo: con el que me crié”; “mi segundo caballo: el de mi esposa y el que domé”; “mi tercer caballo: el último que monté”.

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A través de la recurrencia en la multiplicación del tres como número emblemático de los caballos del Llano, de sus gallos, sus perros y de la vida que los contiene a todos, Talía Osorio y Francisca Reyes —cómplices en la dirección (Osorio) y en la investigación (Reyes) desde su primera aventura cinematográfica, Enlazando querencias (2011)— describen el crecimiento y las experiencias de los llaneros en la Orinoquia; en una parte del mundo tan excepcional como todas y tan valiosa como puede ser cualquier otra en la geografía vasta y diversa del planeta, aunque el orgullo suponga que la región del origen es el único paraíso posible.

Una región descrita en el siglo XIX por Domingo Faustino Sarmiento en Facundo con la exaltación del romanticismo exótico —“Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura”—, a la que Osorio llegó para encontrarse a caballo entre su origen urbano y el deslumbramiento que anunciaba en términos rurales su porvenir creativo.

Hizo entonces del documental una forma del aprendizaje para registrar los rumbos cruzados por los llaneros en lo que el Cholo define como un inmenso “mar de tierra”.

Quince años después de encontrarse con el Llano y tras una década de investigación, en compañía de Reyes, sobre la vida y los misterios del lugar en donde supo que no era imposible hacer de los sueños cinematográficos una realidad filmada, Jinetes del paraíso nos revela cómo ilustró con imágenes lo que le narró el Cholo.

Así como había hecho de la forma el contenido visual y narrativo de su ópera prima —Enlazando querencias, acerca de la posible extinción del oficio del vaquero en un mundo industrializado—, Jinetes del paraíso revela un contenido que corresponde a la forma con la que se magnifican en términos visuales las rutinas laborales y domésticas del Llano.

Los créditos anuncian el trabajo del director de fotografía, Daniel Triviño, y del montajista, Yuri Alvarado, anticipando el registro épico del Llano que tiene el documental y los cambios de perspectiva, que hacen del artificio aéreo un efecto propiciado por la perspectiva de los drones.

En contra de los estereotipos, como quiere el Cholo que se comprenda su música, la tradición narrativa impone un reto para combatirlos. El arco es amplio y comprende las descripciones del éxtasis cuando Arturo Cova y Alicia llegan al Casanare en La vorágine; los relatos que recuerdan las vidas y el heroísmo de Dumar Aljure y Guadalupe Salcedo; el hit de ventas que colonizó la imaginación de un país, a finales de los años 70, con temas como Carmentea y Ay sí, sí en las versiones que Luis Ariel Rey hizo para un álbum del Sello Vergara con Todo el sabor del Llano en su voz; la utilería de un mundo que hace de lo recio un culto y del joropo su crónica musical.

Jinetes del paraíso no rechaza el legado: lo reinventa aprovechando los recursos tecnológicos de un tiempo en el que hemos pasado de los kilos a los gramos de las cámaras, permitiéndonos que el espectador se acerque al punto de vista de un jinete, a la energía en movimiento de las patas de un caballo galopando, al vuelo repentino de unas garzas que cruzan el aire y pueden verse con la mirada del dron como ave flotante del cine.

Los primeros planos son contrastados con las postales llaneras que iluminan la pantalla en plano general, un plano al interior del que suponemos los planos íntimos de los hombres y mujeres que honran su vida a campo raso desde la infancia, cuando tuvieron su primer caballo.

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El hilo conductor del documental lo sostiene el testimonio del Cholo. Con base en su manera de entender el Llano, de explicar lo que significa un sombrero, domar un caballo, trabajar la tierra, estar descalzo para estar en contacto con ella —no por la supuesta pobreza que impide comprar zapatos, como se burla el Cholo con la ironía del vaquero ante la visión urbana que desconoce su lógica—, Osorio fusiona dos géneros y un formato: aparte del documental etnográfico, Jinetes del paraíso podría considerarse un biopic del Cholo, pautado por videoclips que transcurren de manera autónoma y a manera de comentarios sobre el universo que retrata la historia, distintos en su montaje al resto de la película cuando el ritmo cambia con el vértigo de la música.

Las virtudes del azar, que enriquecen un documental, admiten la presencia legítima de lo episódico cuando se fusionan las “pequeñas historias” con la gran historia narrada: el primer viaje de un niño con los vaqueros del hato, la búsqueda y la doma de caballos, la celebración de una boda, la presencia de la mujer en el ámbito de la testosterona llanera, el repertorio de lo cotidiano que nos muestra los matices de los días y sus hábitos.

La celebración termina con un concierto del Cholo en el que se festeja su plenitud creativa por parte de un público que agradece la presencia en acción del talento. El jinete del paraíso que tuvo de niño su primer caballo, creció con la música y la convirtió en su voz para hablar de su región, reúne cada fragmento del documental, ensamblando el rompecabezas que construye el espectador mientras avanza el relato y comprende que una cultura puede vivir por sí misma en un mundo autónomo, pero se enriquece con lo que permite el cine: que aquellos extraños a ella la conozcan y se reconozcan a sí mismos a través de sus diferencias o de su empatía con lo que descubren en la pantalla, con lo que descubrió Talía Osorio cuando entendió que su destino como realizadora esperaba por su mirada en el Llano.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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