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Ruven Afanador: el espejo de los rostros ajados

¿En qué se fija un retratista de celebridades cuando está lejos de ellas? Un recorrido por los proyectos personales del fotógrafo y su trabajo en “The New Yorker”, la tradicional revista literaria.

William Martínez
01 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

Bajo el sol cegador de Andalucía, en los paisajes áridos de Jerez de la Frontera, la fiesta flamenca rozaba el trance. Las bailarinas —mayores de 60 años, rostros de maquillaje oscuro, trajes oscuros— movían los cuerpos al ritmo de palmas y violines y cantos improvisados que trastabillaban por las jarras de vino. El equipo de producción de la sesión de fotos —120 personas— pasaba la extenuante jornada con jamón, queso, cerveza. Ruven Afanador prefería no comer ni beber: hacerlo significaba relajarse, quebrar la intensidad del momento. Para vivir esos días, su productora en Europa, la italiana Monica Scarello, buscó durante meses locaciones y modelos hasta dar con la España de la tarjeta postal. Afanador soltó la risotada y celebró las muecas de sus modelos: jugaba con ellos mientras su lente penetraba como una flecha. “Me gustan los personajes oscuros porque tienen una personalidad más profunda”.

El maquillaje corrido. Las uñas negras astilladas. El sudor a cántaros, su brillo. Afanador retiene en sus fotografías el desgaste de sus sesiones. “Si la sensualidad no se impone al esfuerzo físico, no sirve”, me dice sobre Mil besos, su tercer libro, en el Museo de Artes Visuales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, donde exhibe la serie Yo seré tu espejo: 80 retratos. El volumen, editado por Rizzoli, tardó dos años y medio en realizarse y reúne 200 páginas de imágenes de bailaoras de flamenco en desiertos, carreteras, playas, minas. Entre los modelos estuvo la mujer que más quiere: Isabel Peña de Afanador, su madre, a quien dedicó el libro. Todo fue posible, le dijeron las bailaoras al fotógrafo, porque él no era europeo. Bailar es librar una guerra en la que se deja el espíritu en el acto; parar es recuperarlo. Eso, para ellas, está en la psiquis del latinoamericano.

El retratista de Al Pacino, Quentin Tarantino, Scarlett Johansson, Courtney Love, reconocido como el mejor fotógrafo de moda del año 2000 en París, tras trabajar para diseñadores como Jean-Paul Gaultier y John Galiano, dice que una sesión de moda no perdura. Que no le gusta fotografiar escritores por su pose desabrida, ni a cineastas: conocen tanto de poses que nunca están de acuerdo con una toma. Por eso en sus libros aparecen toreros sin nombre y bailarines de ballet y flamenco cuya fama empieza y acaba en teatros de ciudad pequeña. Rostros ajados, cicatrices en los cuerpos: los recuerdos en la piel de vidas entregadas al oficio.

Por la misma razón —que una sesión de moda no perdura— trabaja para The New Yorker: es uno de los cinco fotógrafos de cabecera de una publicación que desde 1925 ha elegido las portadas ilustradas y las clásicas viñetas de humor negro sobre los retratos. La revista que sólo aceptó a William Faulkner tiempo después de que recibiera el Nobel en 1949 y que le abrió las páginas a David Foster Wallace, el escritor satírico que fue considerado por The New York Times heredero directo de John Irving, reconoce el dibujo como uno de sus pilares: cada semana miles de lectores concursan para elegir la frase justa que acompañe la caricatura propuesta. “Si trabajas para The New Yorker estás dentro de la historia mucho antes que otras revistas. Tienes el reto de estar informado para que la foto sea del calibre del texto. Son historias que viven por siempre, por eso te dan todo lo que necesites. Una sola imagen tiene que otorgarle el valor a meses de documentación”, dice con su español renqueante.

Le pido que me cuente la historia del cuadro que cuelga en diagonal al banco donde estamos sentados: se trata del retrato de un agricultor parado en zancos con canastas de lechugas en cada mano y que acompañó la crónica Salad Days, hecha por Burkhard Bilger y publicada en la revista el 6 de septiembre de 2004. “Ese hombre se había encargado de llevar al comercio de Estados Unidos una lechuga llamada mache, que proviene de una cocina muy fina en Francia. Su textura es delicada y tiene un sabor ligeramente ácido. Su trabajo de introducir frutas y vegetales en el mercado tarda en lograrse más de 10 años. Yo fui al Salinas Valley, en California, donde la cultivaban. Las fotografías de ese día son de hojas recogidas por trabajadores migrantes de México. Me dio tanta impresión que una persona tuviera esa carrera, que estudiara para encontrar la fruta o el vegetal que años más tarde estaría en todos los mercados del mundo. Para mí, ese hombre era símbolo de poder, quería que se viera altísimo”. Para hacerlo contactó a un trabajador de un circo de San Francisco, le pidió que trajera unos zancos y le enseñara al agricultor a pararse en ellos. “De eso se trata: trabajar con ellos es como ir a una concentración de estudio supremamente intensa”.

Ruven Afanador convierte los shootings en actos de creación en los que, por ejemplo, gitanos bailan con música en vivo en medio del desierto o Courtney Love baila sin control durante horas al ritmo de música estridente. “Los modelos entienden cuánto los amo y los respeto. La sensualidad se impone al sufrimiento. Siempre”.

Por William Martínez

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