El Magazín Cultural

Todos los ahogados terminan en el Caribe (Cuentos de sábado en la tarde)

La mujer y el pequeño  El caso fue noticia internacional hace dos o tres años. El suceso tuvo lugar en uno de esos países del continente asiático en donde la hiper densidad demográfica pasó de problema sociológico “insustancial”, a ser instrumento deshumanizado para engorde de sus economías emergentes. 

Leydon Contreras Villadiego
22 de junio de 2019 - 07:57 p. m.
Cortesía
Cortesía

Recuerdo que los noticieros echaron a rodar un video en el que, pese a la distancia en que se encontraba la cámara de seguridad que lo captó y la intimidante masa de bañistas que intentaban chapotear colándose por entre los escasos resquicios de aquel hacinamiento acuático, se podía advertir con cierta nitidez a una mujer asiática manipulando su teléfono móvil en uno de los lados de la piscina, en donde el agua nunca superó la altura de sus caderas. 

Si está interesado en leer otro cuento, ingrese acá: Fijación (Cuentos de sábado en la tarde)

Justo al lado de ella había un niño de 4 o 5 años de edad con el líquido hasta la coronilla. El nene intentaba salir a la superficie escalando del agua hacia el aire, usando sus piernas y bracitos, pero sus esfuerzos fueron en vano y en menos de un desafortunado minuto fue quedándose inerte y flotante, pacífico con los brazos distendidos al frente y su cuerpo como si estuviera sentado, sumergido en el luminoso fondo transparente a la sombra de la distraída mujer. 

El video que se transmitió no tenía un antes ni un después y francamente con eso era suficiente. No quisiera ser testigo del drama de una madre intentando devolverle la vida a su pequeño hijo mientras lo sacude con violencia a la espera de que así reaccione. O en vez de eso, lo toma en sus brazos gritando y pidiendo auxilio, histérica en medio de una agolpada y divertida multitud que disfruta de un día festivo, entre balones de playa y donas flotantes. 

Los ahogados son como las estatuas

Las muertes por ahogamiento ocultan más de un secreto y de un silencio. Los cadáveres que no se pulverizan en el fragor de las llamas o que no se degeneran insepultos lavados a la intemperie, ni son devorados por las bestias del bosque o el desierto, parecen retener algo de la pétrea inmortalidad que tienen las estatuas. Son los depositarios de cierto aspecto de conservación instantánea que se produce sobre estos cuerpos blandos mientras gozan de un desplazamiento que puede cubrir extensos kilómetros si las corrientes son favorables y si los grandes peces no salen a su encuentro. 

Si desea leer otro cuento, ingrese acá: El jugador de billar (Cuentos de sábado en la tarde)

Los seres queridos y allegados jamás pierden la ilusión de hallarlos con vida. Mientras el cadáver no aparezca, la angustia y la esperanza se disputan la imaginación de quienes permanecen a la espera. Las personas que son tragadas por mares o ríos suelen ocultarse de la vista de los suyos por algunos minutos, horas o puede que nunca retornen a ninguna orilla. Ahí es cuando dan la sensación de estar secuestrados o retenidos por algas que se alimentan de despojos humanos. Quizá pudiera ser que a los ahogados solo se les olvidó la tierra de los vivos y desde entonces prefirieron quedarse echados eternamente sobre una fosa hídrica.

Lecciones de religión

Una vez, a la mitad de cuarto de primaria, tuve un compañero que al final de la clase de religión siempre soltaba la escabrosa pregunta a quien no hubiera tenido oportunidad de oírla “¿tú qué prefieres: morir quemado o ahogado?” y si te tomabas un par de segundos para luego correr a contestar “ninguna de las dos”, ya era demasiado tarde. “El que piensa pierde”, decía soltando una carcajada lo más de placentera. Esa era, sin embargo, la única y más inmediata respuesta que todos encontrábamos ante una disyuntiva, en verdad tan imposible e impensable que dudo mucho fuera producto de algún ingenio de maldad infantil.

En ese colegio distrital de Barranquilla se nos enseñó que, según el Génesis, el mundo una vez pereció bocabajo sobre el agua pero que en el apocalipsis, la humanidad se encuentra a la espera de ser liquidada por algún tipo de lanzallamas cósmico. 

Desde entonces consideré todo aquello como indicios de que Dios no tiene mucha fe en el hombre —y no debería si ahora somos nosotros quienes acabamos con la naturaleza—. En la biblia, de cabo a rabo —esto nos lo dejó bien explicado la monja a cargo del curso— la historia humana no hace sino padecer un gran susto mientras uno mismo ensaya la muerte propia viendo cómo desaparecen los demás. “Sin temor no hay salvación” dejaba escrito en el tablero.  

Siempre creí que ese tal Jonás era un tipo de gran corazón, algo así como una especie de humanista con palanca ante el Altísimo que abogaba por aquellos pueblos y ciudades cuyas conductas dejaban mucho que decir. Pero no, estaba bien equivocado respecto al profeta y hasta hace muy poco estuve convencido de que si este —en apariencia— buen hombre había desobedecido a su creador tomando un barco con rumbo a Tarsis con tal de no llevar la destrucción que Jehová tenía preparada para los ninivitas, era porque rehusaba ser ave de mal agüero y el portador de tan letales noticias. 

Entonces, una vez a bordo y a setenta nudos a estribor, el mismísimo Poseidón —primo hermano de Jehová— apretaba con sus propias manos las cuatro tabluchas chirriantes de aquella balandra. Jonás, inquieto por la suerte de sus compañeros navegantes, decide en último momento y como acto de supremo altruismo, aventarse sobre las crestas de las olas con tal de no poner en peligro de muerte a la inocente tripulación.

Pero no, así no fueron las cosas. Jonás desobedeció y se montó en aquel barco no porque deseara que los ninivitas se salvaran ¡dios no lo quiera! Él bien sabía que si le llegaba a esa ciudad con el mensaje de que iban a ser destruidos a no ser que se arrepintieran y clamaran perdón Ipso facto, Nínive no duraría ni un segundo sobre el mapa y les pasaría lo mismo que a Sodoma y Gomorra; a menos, claro está, de que acataran la misiva de reconciliación que el buen creador les había enviado.

Jonás fue elegido para predicar el don del arrepentimiento a la desacreditada ciudad, pero el alma del emisario no estaba de acuerdo con la voluntad de su Señor y veía como hecho injusto que el pueblo de Nínive se pudiera ahorrar tanta muerte y tribulación con solo retractarse de lo que sea que estuvieran haciendo y juraran al Dios del profeta eterna lealtad y adoración. 

Eso fue lo que enardeció tanto a Jonás e hizo que después de completada su misión se refundiera, como el misántropo anacoreta que era, en lo alto de un monte para evitar el más insignificante roce con cualquiera de sus hermanos y hermanas. “Entonces dijo Dios a Jonás: ¿tanto te enojas por la salvación de Nínive? Y él respondió: mucho me enojo, hasta la muerte”.

Respecto a la verdad camino a Tarsis: esa noche de tempestad todos los marineros rezaban a sus respectivos dioses. Muertos de terror y en medio del batuqueo y los resoplidos se percataron de que Jonás estaba muy tranquilo, tirado en su camarote. Así fue como los tripulantes dieron con el daño, de que el pleito entre el mar y la embarcación no era con ellos sino con él. Consensuados en lo que les convenía, echaron mano del profeta quien se defendía acosta de lloriqueos y pataletas, y por vez primera en la historia de los mares y la piratería, con este hombre se inauguró el castigo naval que consiste en que un condenado pase a través de la plancha directo a la borda.

Las tres hermanas: Europa, Asia y Oriente

Jonás es el Lázaro del mar y el pinocho de la biblia. Fue este personaje quien anduvo perdido por el océano al interior de un cachalote el mismo tiempo que el otro estuvo muerto y embalsamado a la espera del sumo redentor. 

A los creyentes en los prodigios de la imaginación no les resulta ni un poco extraño que un hombre lanzado desde la cubierta de un barco hacia pleno mar abierto y seguidamente tragado por un monstruo marino, se le vea caminando así no más, como si nada, tres días después sobre las orillas del río Tigris. Eso es para ellos exactamente igual de convencional que el asunto de Lázaro, quien retomó su vida en el punto exacto donde la había dejado enseguida que el hijo de un carpintero lo llamara por su nombre una o varias veces y después de un silencio expectante, aquel abandonara de forma inmediata la infernal necrópolis.

No es gratuidad que de Oriente surgieran las tres más importantes religiones monoteístas ni que allí se cocinara la primera epopeya Sumeria que rinde culto a la amistad entre Gilgamesh y Enkidu. Que haya sido en el místico continente en donde se elaboró la edificación de la Torre de babel y se diera la confusión de las lenguas durante la documentación de las diez plagas de Egipto poco antes de que un solo hombre partiera el Mar Rojo en dos y los griegos se volvieran tan vanidosos y elocuentes. 

Los que sí saben, fueron quienes contaron las historias tal y como eran; tal y como habían ocurrido en realidad. De ahí que se atrevan a sostener que dentro del vientre de un legendario cachalote albino que los astilleros anglosajones llamaban desmayados del susto Moby-Dick, encontraran jirones de lana púrpura que bien podrían ser los precarios restos de alguna vieja túnica y, lo que más sorprendió la insaciable curiosidad de los trashumantes asistentes, fue el hallazgo de una diminuta mano articulada tallada en madera. 

Estas mismas personas, pescadores, meretrices y mercantes en su mayoría, procedentes de todos los rincones del mundo, aseguran que tuvieron que pasar casi cincuenta años para que el cetáceo, anciano y cansado de perforar y voltear galeones por más de un siglo, cayera muerto a manos de la Armada estadounidense y la unión de distintos barcos balleneros de diferentes nacionalidades alrededor de 1830 en un paraje cercano a la Isla de Mocha, en Chile. 

Otra versión de la misma leyenda es el mito Trempulcahue y da cuenta de que es precisamente allí, en Isla Mocha, en donde las ballenas blancas acuden desde los siete mares para morir y recoger de paso, las almas de los hombres, mujeres y niños del pueblo mapuche que se disponen al viaje final. Por tal razón nunca se trató de Moby-Dick como quiso creer Herman Melville —un paranoico de mucho cuidado— sino Mocha-Dick, en honor a la tradición del clan mapuche.

Todos los ahogados terminan en el Caribe

De no ser cierta la resurrección de un fiambre ni el rescate de un náufrago a bordo de una ballena, podríamos asegurar casi que con pelos y señales, que Lázaro nunca estuvo muerto sino de parranda. A lo mucho, víctima de un intenso trance cataléptico cuyo desconocimiento médico de tal condición en aquella época, fue hábilmente aprovechado por el rey de los judíos, ávido de fama y popularidad y padre apócrifo de un modelo incipiente del comunismo. El segundo se hubiera ahogado a pocas horas de haber pasado por la plancha, y es más que probable que el cadáver del profeta Jonás fuera arrastrado desde el Mediterráneo hasta las costas del aAtlántico, en donde habría sido rescatado por Cosme Peñate en las playas de Puerto Colombia y declarado N.N. cuando no hubo reclamantes que vinieran a preguntar por la suerte del “turco”.

Es un hecho verificado por la literatura universal que sí existen ahogados que malograron su viaje y por eso vagan eternamente y sin dirección sobre aguas terrenales, remontando épocas en todos los puertos de la historia. 

Algunos viajan en barcas mortuorias igual que el fallecido cazador Gracchus, quien según Frank Kafka, antes de efectuar cualquier arribo en algún pueblo costero, el viajero primero anuncia su llegada a los habitantes del poblado a través de cientos de palomas mensajeras que comunican los preparativos necesarios para su visita. 

En Barranquilla a mediados de los años cincuenta, cuando en esta moderna ciudad de espolones olvidados y muelles diluidos todavía no existían cuevas ni grupos, un puñado de jóvenes que siempre decían los disparates más verosímiles liquidaron gustosos en una sola noche, varias botellas del Ron Blanco que por aquel entonces llamaban con familiaridad Gordo Lobo, discutiendo sobre quién de ellos merecía quedarse con los derechos de exclusividad de la historia de un ahogado que apareció misteriosamente en las aguas marchitas de la Ciénega grande. Transcribo textualmente las palabras de Álvaro Cepeda sobre los devaneos de aquella noche:

Por debajo de este ahogado ha corrido mucha agua. Y por arriba también. Cuando Luis Ernesto [Arocha] comenzó con su tema, Obregón lo reclamó para sí. Más tarde, Gabo, al enterarse del asunto dijo categóricamente: ‹‹como ninguno de ustedes se toma el trabajo de escribirlo, el ahogado es mío›› 

Mientras unos querían hacer un mediometraje discurriendo en torno a la epistemología de este antiguo mal y en cómo se convirtió en asunto sagrado para las culturas anfibias, había quienes preferían pintarlo porque estaban seguros de que no existía otra mejor manera de representar un evento tan dramático que por medio de las técnicas pictóricas y las teorías del color. Otros, sencillamente se enfrentaron a una máquina de escribir a la espera de qué inusitada revelación se les venía a la cabeza. 

El tema sobre los ahogados se encontraba en plena ebullición por aquel tiempo. Más aún, después de la precipitada desaparición de dos grandes poetas y escritoras a las que estos jóvenes conocían mejor que nadie en Colombia. La argentina Alfonsina Storni y la británica Virginia Woolf. Ambas por sumersión en un acto absolutamente personalísimo e intransferible como lo es el suicidio, a lo mejor siguiendo la pauta socrática de que “filosofar es prepararse para morir”. Cuando apareció en el canal de la Mancha, Virginia traía puesto un abrigo forrado en piedras y Alfonsina apenas tenía cuarenta y seis años cuando se echó a morir al Mar de Plata.

De sus muertes no tenían mucho que decir los artistas del Caribe, salvo lamentar la irremediable pérdida porque probablemente en sus respectivos países y ciudades ya había otros jóvenes pintores, cineastas y periodistas que habrían reclamado los derechos sobre las lúgubres historias. 

Lo más inmediato por el momento, lo que tenían al alcance de su mano era el misterio del ahogado aparecido en la ciénaga. Lo de hacer un filme se volvió un mierdero. Nadie quería hacer el papel del ahogado. Ni Álvaro, ni Alfonso, ni Luis ni nadie. Además, por noticias del propio Cepeda, hasta el Barón de Humboldt quiso meter sus narices al guión haciendo anotaciones en inglés. Y cuando por fin la película parecía ver una salida de emergencia, aparece Juana —la del pelo de oro— con una versión muy distinta de la historia que tenía Fray Bartolomé asegurada en una caja fuerte. ¡Al carajo! La vaina quedó en nada…

Figurita, Noé, Cecilia y Grau, todos aludieron objeción de conciencia y cedieron el derecho y el deber de retratar al ahogado, precisamente al único amigo que el recién aparecido había tenido en esta parte del mundo. Alejandro Obregón.  

Maqroll el Gaviero y Obregón se habían conocido en Cartagena de donde zarparon con destino a Curazao y otras islas del Caribe, Europa y parte de Asia. Hablaron casi siempre de lo mismo: de la sabiduría de los gatos de Estambul y unos alcatraces improbables mientras bebían licores cubanos y panameños.

Todos se enteraron de la indeleble amistad entre estos dos —Gilgamesh y Enkidu—por cuenta de Álvaro Mutis, poco después de que el mismo Obregón fuera hasta la Ciénega para sacar al Gaviero como quien pesca un sábalo de veinte libras. Alejandro estuvo muy dolido como para dar un solo brochazo respecto a lo ocurrido. “Sus ojos azules de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado” lloraron amargamente. 

Obregón y Mutis siguen conversando hasta hoy en día sobre los viajes del Gaviero cada vez que se tropiezan por Barcelona. García Márquez, por admiración a la memoria de Maqroll e inspirado en sus trashumancias, le dedicó un bello cuento: El ahogado más hermoso del mundo, similar historia a la del errante rubio de Kafka que va por todos los mares del globo a bordo de una barcaza, así como vagan las almas de los negros bogas errantes sobre el Magdalena que discuten eternamente la vieja sentencia de Anotole France que si José María Vargas Vila es más grande que Honoré de Balzac o lo contrario. Lo mismo ocurre con el Gaviero que ronda sobre las infinitas costas y riveras llevando su cuerpo y su rostro de adonis cuya belleza de forastero, al toparse con los moradores del caribe quienes lo bautizaron Esteban, no hacen sino prepararle memorables despedidas siempre a la espera de verlo llegar otra vez. 

Sobre el nene ahogado en la piscina del país asiático, García Márquez en La luz es como el agua, indica que el infante solo pudo aplazar su partida unos cuantos años más, porque de puro milagro no fue uno de los tantos niños del piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana, en Madrid, España. En donde también perdieron la vida en condiciones idénticas, todo el cuarto año elemental de la escuela San Julián el Hospitalario, cuando uno de ellos ―jugando a los navegantes― rompió por accidente una bombilla de la cual salió un abundante chorro de luz, “dorada y fresca como el agua”. El líquido lumínico fluyó hasta inundar cada rincón del apartamento dejando como consecuencia un terrible saldo que lamentar.

 

 

Por Leydon Contreras Villadiego

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar