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Una mañana encontré (Cuentos de sábado en la tarde)

Les presentamos un cuento de la revista literaria, Ocho:treinta, la cual es un proyecto organizado por los participantes del programa Elipsis 2019 y 2020. Jóvenes escritores de diferentes partes del país. El proceso de creación y edición fue colectivo.

Karina
20 de junio de 2020 - 11:00 p. m.
Una mañana encontré (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Ilustración: Andrés Londoño

Una mañana encontré una abeja inerte en mi terraza. Era pequeña, tan pequeña que confundía sus patas con las líneas de la mano; leve, tan leve que apenas podía sentirla. Estaba fría, tiesa, frágil. Yacía con el cuerpo encorvado, las patas recogidas, toda ella indiferente a mi tacto. Su cuerpo manifestaba los signos de la muerte. La llevé a una matera para enterrarla.

—¿Qué es? —preguntó mi hermanita, que salía a la terraza mientras arrastraba un juguete.

—Una abeja.

—¡Ay! ¿Muerde?

—Las abejas no muerden, pican.

Se empinó jalándose del borde de mi camisa. Me agaché.

—¿Por qué no vola?

—Está dormida.

—¿Puedo tocar?

—Pero muy suavecito que tú eres grande y le haces daño.

Estiró el índice y la tocó. Era un dedo pequeño, como la abeja. Cuando la movió, sentí que los vellitos ásperos de las patas se me pegaban a la piel.

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Entonces dudé. ¿Y si era cierto que sólo dormía? ¿Cómo saberlo? Me imaginé dormida, también encorvada, recogida, inmóvil. O no tan inmóvil: respirando. ¿Pero cómo respiran las abejas? ¿Inflan un abdomen o un pecho? ¿Sentiría una levísima corriente de aire si pusiera la yema del meñique bajo la trompa?

—¿Por qué no despierta? —me preguntó. Me quedé en silencio. Tampoco lo sabía.

Recordé que unas semanas atrás habían encontrado una colmena en la universidad y cerraron el edificio mientras la sacaban. Días después, pasé por el lugar donde estaba la colmena y encontré varias abejas revoloteando con furia, sin pausa, chocando entre ellas alrededor del gran hueco donde antes colgaba el panal. Eran, tal vez como el pequeño cuerpo en mi terraza, abejas exploradoras que salieron a buscar alimento para luego enseñar el camino a las que se quedaban. Pero al volver no encontraron nada. Quedaron también, a su forma, inmóviles. Habían sido obligadas a la inmovilidad. Tenían un camino, pero nadie a quien contarlo, una fuente de alimento pero nadie con quien compartirla. Perdidas, desubicadas. ¿Qué podía ser una abeja sin colmena?

Me pregunté desde dónde vino volando esta abeja. ¿Era una de las huérfanas que en medio del peregrinaje se desmayaba en mi casa? Quizá en algún momento nos habíamos cruzado en el pasillo de la universidad, huyendo la una de la otra. Quizá, luego de quedarse sola, había salido a buscar otras abejas por la ciudad, y al verse encerrada entre edificios subió y subió para sobrevolar el laberinto. Pero todo era demasiado alto, y apenas encontró dónde caer se detuvo a descansar. Si no, ¿por qué entonces había subido hasta mi apartamento, en un barrio con tan pocas flores, y todas encerradas? Tenía que estar perdida. Y me dolí por el pequeño destierro que acunaba en la mano.

—Está cansada ―le respondí por fin. ―Viene de lejos.

Alguna vez leí que las abejas citadinas suelen morir deshidratadas de tanto volar. Si encontrábamos una en el suelo, recomendaban darle miel o agua con azúcar. Parecía ser muy tarde para esta, pero quise pensar que no era así. La puse sobre un plato en el piso de la terraza y le acerqué la cabeza a unas gotas de miel.

Nada.

¿Cómo pasa un minuto en la vida de una abeja?

Mi hermanita me había seguido de lado a lado mientras abrazaba el juguete. Guardaba silencio, tan raro en ella, como si entendiera que en el fondo yo velaba una muerte. Ambas mirábamos el plato en cuclillas. Me tomó del brazo.

―¿Qué ves?

No sabía. ¿Qué esperaba yo exactamente? ¿Una inyección de vida inmediata? No, claramente no. Si todavía estaba viva, se demoraría en despertar del letargo profundo. Decidí darle su tiempo, fuera cuanto fuera eso en la vida de abeja, y me fui.

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Un par de horas más tarde mi hermanita me llamó emocionada desde la terraza. Estaba acostada frente al plato con el mentón sobre el suelo. Me acosté a su lado y miré. La luz de la tarde daba vida a una sombra que se proyectaba en el plato. La abeja estaba sobre sus patas. Miré más de cerca. Un hilito de lengua se abría paso por la trompa, entraba y salía de la miel. El abdomen se hinchaba y deshinchaba mientras bebía. Las alas y antenas se sacudían en un despertar perezoso. Tuve el impulso de sentir con un dedo su exhalación, pero no quise perturbarla. En cambio, le busqué los ojos para descubrir si me veía. No pude saberlo: apenas vi dos panales negros que parecían ignorarme. Bebía, sólo bebía, como si no temiera a mi enorme presencia. Ella no podía saber que había estado a punto de enterrarla viva.

Al caer la noche volvimos a la terraza, pero ya se había ido.

Por Karina

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