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“Vengo a decirles, compañeros míos”

Leandro Díaz, el juglar de siempre, se inspiró en las mujeres, el amor, la naturaleza y su propia vida invadida de tristeza. Son los cuatro elementos clave de sus cuatrocientas composiciones de las cuales más de treinta forman parte del folclor popular.

Jaime de la Hoz Simanca
30 de junio de 2013 - 09:00 p. m.
Foto Jorge Chávez
Foto Jorge Chávez

La canción de Leandro Díaz, Historia de un niño, interpretada por Ivo Díaz y Colacho Mendoza, es apenas la punta de un iceberg en el que habitó el dolor de los primeros años, porque, ser criado como un retoño perdido, significa que su infancia fue dura y triste, cruzada por desprecios que ahondaron el sufrimiento.

“Como yo nací sin vista, entonces no me atendían”, dice. No producía, y por tanto no tenía derechos. En vez de llorar mis sentimientos, me puse a cantarlos.

Y empezó a cantarlos desde los cinco años. Inicialmente, con la entonación de un verso extraviado de Chico Bolaños, por el que recibió las primeras monedas. Después, con el grito a voz en cuello de las rancheras mexicanas, mientras viajaba entre San Diego y Hatonuevo. Fue la época en que sus ingresos aumentaron, pues su vida transcurría sólo para endulzar los oídos de los pasajeros ocasionales que transportaban sus nostalgias en buses destartalados.

Años atrás, había comenzado a soñar. Pero hoy, cuando no hay imágenes qué inventar, recuerda que aquellos sueños eran difíciles, con figuras resquebrajadas que se aproximaban a las pesadillas. En algunos momentos, armaba su contextura en el inconsciente, y entonces sentía que tenía dificultades para caminar en ese otro escenario de las noches dormidas.

¿Se podría decir que nunca tuvo un sueño feliz?

“No —contesta—. Mis sueños fueron terribles, pero como son sueños, no les paro bolas”.

 Tocaimo, adonde llegó Leandro después de un breve periplo por varias regiones, fue el verdadero comienzo de una vida de juglar que habría de trascender con sus composiciones. “Allí tomé la cosa en serio”, dice.

Las mujeres contribuyeron a su formación, y eso explica que estén presentes en muchos de sus cantos. Las evoca con devoción y hoy trata de describirlas a su lado, sentadas sobre un taburete de madera y cuero, leyéndole María, de Jorge Isaac, o relatándole las escenas más conmovedoras de La Vorágine.

Un día perdido del año sesenta y ocho, él, juglar reconocido en la región por su canto y por las composiciones que se extendían por las tierras calurosas del Caribe, amaneció inquieto, pues no había podido asistir a la fiesta de la Virgen del Carmen, en Hatonuevo, por lo que decidió irse a Manaure, para parrandear en casa de su amigo Juan Manuel Muegues. En la mañana del día siguiente, mientras reposaba en el patio de aquella casa hospitalaria, mirando hacia ninguna parte, escuchó el saludo de una mujer que dijo llamarse Matilde Lina, y cuyo recuerdo habrá de acompañarlo hasta su muerte.

Después de visitarla en la población de El Plan, sintió que ella, Matilde, se había clavado en sus afectos y provocaba con el eco de su voz la evocación en las mañanas cuando despertaba sudoroso por el sueño inconcluso.

Con ese tormento a cuestas se fue un día a la finca Santa Fe, a la orilla del río Tocaimo. Era el momento ideal para componer una canción que fluyó al paso de las corrientes de agua que captaba en la cercanía:

Un mediodía que estuve pensando

en la mujer que me hacía soñar,

las aguas claras del Río Tocaimo

me dieron fuerzas para cantar.

Llegó de pronto a mi pensamiento

esa bella melodía.

La naturaleza, el otro componente, está expresada en El verano, una canción cuyo origen, de acuerdo con Leandro, es un árbol llamado uvito que utilizan las mujeres para pegar tabaco.

“Aquí el verano es la sequía —afirma—. La compuse en el año 56 y me pareció genial después de que la hice. Alejo Durán la canta con sentimiento desde las primeras estrofas:

Vengo a decirles compañeros míos...

llegó el verano... Llegó el verano.

Ahora verán los árboles llorando

viendo rodar sus vestidos”.

 

 

Este juglar, que se siente tan fuerte como el cardón guajiro, nunca ha usado bastón, pues le basta la mano derecha para pretender abrirse camino entre los breves espacios que transita en la soledad. Cuando requiere de un guía, ahí está Ivo, uno de los seis hijos que tuvo Leandro con Clementina Ramos. Ivo fue el único hijo que alargó la leyenda musical del viejo compositor: fue rey de la piquería en 1986 y rey de la canción inédita siete años después.

Él sabe casi todo sobre su padre. Recuerda que hay centenares de canciones perdidas de las que sólo ha podido rescatar quince, aún inéditas, que guarda en un archivo especial; y que hay una composición, tal vez la única, en la que menciona el tema de la muerte,

“¿Cuándo fue la última parranda de Leandro? —le pregunto a Ivo—”.

“La última no la ha tenido todavía –contesta—”.

Leandro escucha y ríe a carcajadas.

 

Por Jaime de la Hoz Simanca

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