El Magazín Cultural

“Vos eras culpable por ser joven” (It's only rock 'n' roll)

“La próxima vez que usted cante ese tipo de canciones, yo le voy a reventar la cabeza. Retírese de acá”, le dijo el general José Montes a León Gieco, quien, después de exiliarse un tiempo en Estados Unidos, regresó a la Argentina porque no tenía qué comer.

Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad
01 de julio de 2019 - 01:02 a. m.
Luis Alberto Spinetta escribió “Días de silencio”, una de las canciones que recuerdan la dura época de la dictadura en Argentina. / AP
Luis Alberto Spinetta escribió “Días de silencio”, una de las canciones que recuerdan la dura época de la dictadura en Argentina. / AP

Su trabajo como compositor y músico lo sacó del país en 1978, luego de muchas amenazas que terminaron por convencerlo de que solo se podría decir la verdad si se reconciliaba con la idea de la muerte. Se iba a morir. Los iban a matar. Él y el resto de sus colegas tuvieron que aplacar la euforia en recitales clandestinos porque allá no se podía hacer nada: ni cantar, ni hablar, ni gritar, ni dejarse el pelo largo, ni mucho menos protestar. “Pero ¿y cómo así que no puedo?”, se preguntaban. Y quién les iba a responder, si para la represión no existían (ni existen) la explicación ni la negociación. La única posibilidad era el silencio. Así que los condenaron a que se callaran, porque, a pesar de que sus letras no incitaban a la violencia, provenían de cabezas que se tomaban el trabajo de cuestionarse, de pensar, y eso de pensar era (y es) incómodo, sobre todo para la violencia, que es bruta, primaria, absurda.

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“Solo le pido a Dios, que la guerra no me sea indiferente. Es un monstruo grande y pisa fuerte, toda la pobre inocencia de la gente”, cantaba Gieco, y por rogarle a Dios por paz terminó convertido en objetivo militar. El 24 de marzo de 1976, una junta militar liderada por Jorge Rafael Videla le dio un golpe de Estado al gobierno de María Estela Martínez de Perón. Ese día se instauró la última dictadura en la Argentina y se inició el proceso de Reorganización Nacional, que impuso normas estrictas sobre cómo tenía que construirse, enseñarse y reproducirse la argentinidad.

“Vos eras culpable por ser joven”, decía Raúl Porchetto, músico argentino, y sí, ese fue un rasgo de la cotidianidad argentina desde el 76 hasta el 83, cuando se comenzaron a ver algunas difusas y débiles luces de democracia. Pero ¿y antes? Antes de eso la juventud tuvo que acostumbrarse a la persecución. No importaba que no dijeran nada, ni tampoco que fueran o no músicos. Nada de eso servía para activarles la compasión o la misericordia a los armados, que se lanzaban contra el pueblo sin consideraciones. Las órdenes eran claras, y si no se obedecían se recurría a los golpes, los secuestros, las torturas o las desapariciones, tal y como le pasó a Pablo Míguez, que fue torturado y luego desaparecido porque “vio demasiado”. Tenía 14 años y fue secuestrado el 12 de mayo de 1977 por ser hijo de una militante de izquierda y porque su existencia los encartaba. Ahora, a Míguez se le recuerda con una estatua que flota en el Río de la Plata. Se hizo inspirada en su retrato, el único recuerdo que quedó de él. Y ese monumento carga con la muerte que tuvo que ver aquel río, que por su inmensidad parece un mar, y que en silencio fue el testigo del infierno al que sometieron a un pueblo inerme. “Los desaparecidos no están muertos ni vivos”, dice una canción del dúo Pedro y Pablo. Hubo muchas canciones compuestas para desahogarse de esa herida tan honda, que nunca se cierra porque nadie nunca supo nada, y entonces los cuerpos se perdieron, ¿y dónde quedaron? ¿Y en qué condiciones están? ¿Y será que sí están muertos?

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Durante esos años, los medios de comunicación argentinos disimulaban las bajas de civiles diciendo que había enfrentamientos y que todos eran guerrilleros. “Estamos en la tierra de nadie (pero es mía). Los inocentes son los culpables (dice Su Señoría, el Rey de Espadas)”, cantaba el grupo Serú Girán, del que Charly García era el vocalista, y quien compuso Alicia en el país, a base de metáforas con las que no pudieran culparlo, pero tampoco callarlo. En una entrevista para el programa Qué fue tu vida, de Canal 7, en 2012, García contó: “Una vez, durante un recital, se iban a llevar a una chica en cana y yo paré el concierto y le dije al iluminador: ‘Iluminá ahí’. Y entonces estaba el tipo con la mina, y le digo: ‘Somos 5.000 contra uno’. Y no se la llevó”, y con estrategias para las letras y desafíos a la autoridad, él y los demás músicos del rock nacional (así le decían, “porque el rock no era argentino, sino nacional. Es decir, relativo a una nación y con una peligrosa cercanía a lo nacionalista”) tuvieron que arreglárselas para engrosar la voz que reclamaba por dignidad.

Fueron muchos: Piero, Santaolalla, Litto Nebia, Gieco, Nito Mestre, Pil Trafa, Charly García, Los Violadores, Marcelo Moura, Pedro y Pablo, entre muchos otros que reconocieron en el rock argentino un refugio, lo que los llevó a ser parte de las listas negras de la dictadura, que los prohibieron con la intención de que no se alterara su “proceso” de reestructuración social. Las razzias, una forma de persecución a cargo de las fuerzas de seguridad, fueron una de las formas en las que la Junta Militar persiguió a los artistas, o a los subversivos, porque así los llamaban, y bajo esta excusa los censuraban.
Videla y sus secuaces se las arreglaron para disfrazar las violaciones a los derechos humanos con fiesta, y entonces en Argentina se llevó a cabo el Mundial de 1978. Y al son de los tangos y los goles, le ahogaron los gritos a más gente.

“No jodamos, resistencia fue Rodolfo Walsh”, dijo Gieco, aclarando que aunque padeció la angustia de las amenazas y tuvo que huir de su país por joven y por artista, a ellos no los torturaron ni los mataron. El rock, más que un espacio de resistencia, fue un lugar para hacer catarsis, en el que también contaron el apoyo de revistas especializadas como Expreso Imaginario y la Revista Crisis, que se encargaron de no dejar que su ausencia en los conciertos (prohibidos, claro) contribuyera a las pretensiones de silenciarlos.

Después de la instauración del régimen, vino la declaración de guerra a Gran Bretaña. Se desató la guerra de las Malvinas, lo que significó más muerte, más pérdidas, más vacío. El rock (compuesto, interpretado y escuchado por jóvenes que ya podían ir a la guerra), que a pesar de los golpes seguía vigente, participó en el Festival por la Solidaridad Latinoamericana, un pañito de agua tibia con el que Roberto Eduardo Viola, sucesor de Videla, quiso congraciarse con la cultura de los jóvenes. Se suponía que las ganancias de ese show serían destinadas a comprar cobijas, medicamentos y comida para los soldados que combatían, pero nada, ni un solo peso llegó a su destino. Fue otra de las trampas con las que los militares les robaron esperanza a los argentinos, y fue un golpe bajo para los rockeros, que se sintieron cómplices.

En Buenos Aires, esa ciudad despampanante que ha visto cómo en su plaza las madres marcharon por la ausencia de sus hijos, que vio cómo en nombre de la patria se abusó de los indefensos, que sabe dónde están los que nadie encuentra y que en su ADN guarda los reclamos por la vida de su gente que ya murió o que ya se cansó de pelear, sigue vivo el rock que se tocaba en sitios como La Rueda Cuadrada. Lugares que fueron trincheras y que, para olvidarse de la hostilidad, tan cotidiana a finales del 76 y principios de la década de los 80, se cantó por los nombres grabados en los muros del Parque de la Memoria: los que murieron por cuenta de la decadencia humana.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad

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