África, el negocio del siglo

El vicepresidente y economista principal del Grupo Banco Africano de Desarrollo y una mirada innovadora al futuro de ese continente.

Célestin Monga / Especial para El Espectador
14 de enero de 2018 - 02:00 a. m.
El turismo es uno de los motores de la economía africana. Sin embargo, por el factor terrorismo ha decaído en países como Egipto. Postal del río Nilo a su paso por El Cairo. / Foto: Nelson Fredy Padilla
El turismo es uno de los motores de la economía africana. Sin embargo, por el factor terrorismo ha decaído en países como Egipto. Postal del río Nilo a su paso por El Cairo. / Foto: Nelson Fredy Padilla

Entre los expertos que especulan sobre el crecimiento global en 2018 y después, pocos prestan suficiente atención a África. Los que lo hacen suelen destacar que el continente sigue albergando la mayor proporción de pobres del mundo o que numerosos jóvenes huyen de sus países en busca de seguridad y oportunidades. Hasta los pronosticadores económicos más optimistas tienden a referirse a África con términos negativos y promueven una suerte de segundo Plan Marshall, no como catalizador de asociaciones comerciales y crecimiento, sino como una nueva forma de humanitarismo.

Es verdad que el PIB per cápita de África no supera los US$2.000 por año y que la proporción de asalariados en la región (cerca del 20 %) es la más baja del mundo. La pobreza persistente y el cambio climático están agravando las altas tasas de desempleo y subempleo. La mayor parte de la fuerza laboral sigue atrapada en actividades de subsistencia poco productivas y las capacidades fiscales de muchos estados dependen en gran medida del precio declinante de los commodities.

Aunque hay una transformación estructural en curso, se desarrolla muy lentamente. África sólo da cuenta del 1,9 % del valor agregado en producción fabril del mundo, y esa proporción se ha mantenido por décadas. Además, la población africana, formada por 1.200 millones de personas, crece rápidamente, a un ritmo del 2,6 % anual y su alta proporción de jóvenes (el 70 % de los africanos tienen menos de 30 años) genera presión sobre gobiernos que adolecen de deficiencias de planificación y gestión.

Sin embargo, es un error hablar de “África”, porque “Áfricas” hay muchas. El continente abarca 54 países, con muy variado desempeño económico. En 2016, el ingreso nacional bruto per cápita osciló entre US$280 en Burundi y casi US$15.500 en Seychelles.

Entre las economías africanas con peores resultados se destacan países desgarrados por guerras y conflictos, como Sudán del Sur. Pero el continente también cuenta con algunas de las economías que crecen más rápido en el mundo: Costa de Marfil, Etiopía, Ruanda, Tanzania y Senegal. Y África tiene unos 30 países de ingresos medios, cuya clase media combinada (unos 300 millones de personas, según los cálculos) crece a toda velocidad.

Pero las economías avanzadas del mundo no prestan suficiente atención a esta dinámica África emergente, con lo que se pierden las oportunidades que el continente tiene para ofrecer. Al mismo tiempo, los países ricos tienen excedentes de ahorro que alientan a banqueros ansiosos de rentabilidad a asumir riesgos excesivos, una conducta que a la larga crea burbujas financieras. Por su parte, los países pobres tienen un déficit de inversión; esto limita el crecimiento y perpetúa los padecimientos económicos y sociales en África, que a la larga llevan a pobreza, conflicto, inestabilidad política y migración en masa de trabajadores calificados y no calificados.

No tendría que ser así. La discrepancia entre el excedente global de ahorro y las oportunidades de inversión rentable en países en desarrollo (especialmente en África) es señal de falta de intermediación. La disponibilidad global de financiación privada supera con creces el volumen total de las ayudas oficiales al desarrollo, que en 2015 fueron US$135.000 millones (de los que US$45.000 millones se destinaron a África). A esto hay que sumarle US$7 billones que, según se calcula, están en poder de fondos soberanos.

Inversores de países desarrollados deberían canalizar parte de esta financiación a países pobres en África, que padecen déficit de inversión pese a ofrecer oportunidades rentables. Un estudio de McKinsey & Company muestra que la tasa de rendimiento de inversión extranjera en África es la mayor del mundo en desarrollo. Sin embargo, sólo una fracción de esos flujos (volvieron a crecer en 2017 y superarán los US$1,8 billones en 2018) tiene por destino África.

Una razón central es la idea de que África ofrece un mal ambiente para los negocios. Pero (pese a falencias generales del sistema tributario) los países africanos generan ingresos fiscales (por impuestos u otras fuentes) por valor de US$500.000 millones anuales, esto es, más de diez veces lo que recibe el continente cada año en asistencia extranjera. Y en 2015 África recibió 60.000 de los US$432.000 millones de remesas a países en desarrollo de las que se tiene registro oficial.

Pero el continente gasta más de US$300.000 millones al año para importar bienes que podría producir en forma barata y competitiva en su territorio, si concentrara sus estrategias de industrialización en promover industrias con ventaja competitiva. En algunos países, la fuga de capitales es inmensa. Y hay importantes costos de oportunidad derivados de la gestión ineficaz de tipos de cambio e ingresos fiscales.

Crear un marco financiero para la canalización del excedente de ahorro de los países desarrollados hacia oportunidades de inversión rentable en el resto del mundo beneficiaría a todos: a los países africanos necesitados de financiación, a los inversores privados en busca de oportunidades y a las economías avanzadas interesadas en crear nuevas fuentes de demanda para sus exportaciones. La clave está en apuntar a las industrias africanas más competitivas e intensivas en uso de mano de obra, apoyándolas no sólo con dinero, sino también con instituciones como bancos de desarrollo, parques industriales y agencias certificadoras y de infraestructura de calidad.

Políticas adecuadas de industrialización en África pueden fomentar un aumento de la productividad, alentar el progreso tecnológico y la innovación, y generar empleos más calificados en el sector formal, lo que mejoraría el ingreso medio y el consumo interno. También promover la vinculación del sector servicios con el agrícola, de las economías rurales con las urbanas y de las industrias de bienes de consumo, intermedios y de capital. Además, al reducir la volatilidad y el potencial de deterioro a largo plazo de los precios de las manufacturas de exportación respecto de los bienes primarios, la industrialización ayudaría a los países a independizarse de la exportación de commodities.

La Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (Onudi) calcula que aumentar la proporción que supone el sector fabril en el PIB de África y de los países menos desarrollados puede producir un shock positivo de inversión agregada equivalente a unos US$485.000 millones y un aumento del consumo de los hogares por alrededor de US$1,4 billones.

Según investigaciones de la Onudi, cada punto porcentual adicional de participación del sector fabril en el PIB de África se trasladaría a un aumento de US$66 en la inversión per cápita y US$190 en el consumo per cápita. Estas mejoras impulsarían la demanda de bienes de capital y consumo importados desde otras regiones del mundo (sobre todo desde las economías del G20). Una mayor producción de bienes de capital y consumo activaría varios efectos multiplicadores y generaría más demanda de insumos intermedios, creación de empleo y aceleración del crecimiento de los ingresos.

Parece un filón sin dueño… y lo es. Un inversor inteligente debería aprovecharlo.

Traducción: Esteban Flamini.

Copyright: Project Syndicate, 2017.www.project-syndicate.org

Por Célestin Monga / Especial para El Espectador

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