Migrantes: víctimas desde su partida hasta su llegada

Los migrantes constituyen la tragedia, lenta y dolorosa y vista de reojo, de esta década. Una postal desde la costa libia es apenas un ejemplo de la desgracia. Fotohistoria.

juan David Torres Duarte
08 de marzo de 2017 - 05:04 p. m.
Los cuerpos de los migrantes que se ahogaron a finales de febrero en el Mediterráneo, recogidos por voluntarios en la costa libia. / AFP
Los cuerpos de los migrantes que se ahogaron a finales de febrero en el Mediterráneo, recogidos por voluntarios en la costa libia. / AFP

La foto en la cabecera de este artículo es una postal de la costa libia. La estela blanca, que parece la espuma rezumante de las olas cuando dan contra la orilla, es en realidad un conjunto inaudito de muertos: son civiles indefensos que esperaban cruzar hacia Europa a través del Mediterráneo. Como el bote era demasiado pequeño y los tripulantes muy numerosos, naufragaron a medio camino y, entre la desesperación de morir ahogado y la voluntad irresistible de sobrevivir como fuera, murieron 74. Las autoridades pensaban que la cifra remontaría a 100, pero quedaban pocas horas antes de que los cuerpos se perdieran. El Mediterráneo se ha convertido en eso: en un camposanto de cadáveres olvidados sin ritual.

Cuando estaban en la orilla, los tripulantes tuvieron contacto con los traficantes. Aunque provienen de países desastrosos, donde los matan o se mueren de hambre, todavía tienen la fuerza suficiente para negociar el precio de su viaje: 2.000 euros, en otros casos 3.000. Los traficantes, cuyo único interés general es flotar con suerte en el herrumbroso y desapacible destino de los migrantes, les ofrecieron un bote que no parecía seguro, pero que era la única opción. Cuando ese bote se trocó en su única oportunidad, significaba entonces que ya habían perdido toda esperanza: aquella de creer que su país mejorará; aquella de creer que nadie es capaz de someter a un país a una carnicería semejante a la que sucede en Siria. Es decir, tomar el bote no es sólo una adaptación a las circunstancias, sino una aceptación de un destino resignado. Por esos mismos días, Donald Trump les prohibió la entrada a migrantes de seis países. Varios de ellos, señalados de antemano, estaban en esos botes y se ahogaron.

Este no es sólo un ejemplo que permita desglosar una tragedia mayor. Este es un mundo: ninguna tragedia es menor si se la trata con las palabras necesarias. Cada uno de los tripulantes de ese bote tenía una vida y esperaba rehacerla en Europa —que tampoco ha sido muy querida en el último año—. El título de desarraigado parece pertinente: resulta que un día pertenecían a un lugar y de repente quebraron toda raíz y tuvieron que irse. Su tránsito es también una afrenta psicológica. Parece que nadie lo viera. Lo más obvio es lo más difícil de ver.

En esa foto hay unos diez o doce muertos. Todos bien empacados. Las autoridades civiles han hecho su trabajo de rescatar los cuerpos y es cierto que entre ellos hay seres humanos honestos que buscan salvarlos. Pero en el Mediterráneo se concentran todos los errores que ha cometido la humanidad: la desigualdad entre los más ricos y los más pobres; las guerras por el territorio; la ambición desmedida; la infamia generalizada; la carencia de oportunidades; el prejuicio de que el color de piel equivale a cierto rango de sabiduría; la estupidez. Esos muertos son muertos de todos. Por ahora, parecen cadáveres anónimos bien envueltos.

Cuando salen de su hogar, lo hacen por razones de presión. Viajan por presión. Atraviesan medio continente por presión. Se suben a un bote por presión. Hay una mano invisible que los lleva y los fuerza a nunca volver. Este miércoles se supo que 22 migrantes fueron asesinados por traficantes de migrantes cuando se rehusaron a subir a un bote, para atravesar el Mediterráneo, a causa del mal clima. No pueden decir no. Han dicho sí: sí, debo irme. Es un sí sometido, prohibitivo, abusado: el sí de alguien que se decide mientras un arma le apunta a la sien.

Por juan David Torres Duarte

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