Por qué la gente odia la religión

El vicepresidente Mike Pence porta su fe como un chaleco color naranja fosforescente. Pero, este verano, cuando visitó la frontera y vio seres humanos apilados como leña bajo el calor de Texas, esa fe fue invisible.

Timothy Egan / The New York Times Service
01 de septiembre de 2019 - 10:36 p. m.
Los cristianos blancos evangélicos, el núcleo podrido de la base de Trump, profesan regirse por imperativos bíblicos. / AFP
Los cristianos blancos evangélicos, el núcleo podrido de la base de Trump, profesan regirse por imperativos bíblicos. / AFP

No se habla mucho sobre la hermana Norma Pimentel en la prensa secular. No es una loca, hipócrita, depredadora sexual ni operadora política. Su obra de vida, dice ella, está guiada por “la presencia de Dios” que ve en los niños inmigrantes del refugio que supervisa en el Valle del Río Grande, almas vulnerables que su presidente de otra manera pondría en jaulas.

De lo que sí se habla es de los farsantes, los charlatanes que agitan ejemplares de la Biblia, los devotos dramáticos, y ellos son legión. El vicepresidente Mike Pence porta su fe como un chaleco color naranja fosforescente. Pero, este verano, cuando visitó la frontera y vio seres humanos apilados como leña bajo el calor de Texas, esa fe fue invisible.

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“Trump le ordena a Pence que encuentre un pasaje en la Biblia donde Jesús le diga a la gente que se largue”. Aunque es un titular satírico del escritor de cómics Andy Borowitz, lo anterior pudiese pasar como algo cotidiano en el mundo Trump.

Pence es el servil principal de un presidente que ahora se ve a sí mismo en términos mesiánicos, que tuitea una descripción suya como “la segunda venida de Dios”. Por difícil que sea ver a Dios Parte II alardear sobre agarrarle los genitales a una mujer, comprar el silencio de una actriz porno o llamar a los neonazis “gente muy buena”, millones de estadounidenses abiertamente religiosos creen en alguna versión de Jesucristo Trump Superestrella.

De lo que sí se habla es de los Savonarolas modernos. Este verano en Indiana, el arzobispo Charles C. Thompson despojó de su identidad católica a una preparatoria jesuita por haberse negado a despedir a un profesor gay casado. La misma amenaza se hizo presente en otra escuela de Indianápolis, hasta que logró expulsar a un querido profesor con trece años de servicio. El profesor fue despedido por haberse casado con otro hombre: una acción civil legal.

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El arzobispo alegó que estaba defendiendo la enseñanza católica. Este es un ejemplo del tipo de vigilancia selectiva moral que enfurece a la gente buena de fe.

La enseñanza católica también mira con malos ojos al divorcio. Pero cuando en el mismo colegio donde el profesor gay fue despedido, una maestra divorciada volvió a casarse sin tener una anulación validada por la Iglesia y además publicó su estatus en Facebook como un desafío, el arzobispo no hizo nada. Este es un camino que desemboca en católicos que se han casado tres veces y que tienen contactos en la política como Newt Gingrich, cuya esposa Callista (con quien Gingrich mantuvo una relación adúltera antes de casarse) es la embajadora de Donald Trump en el Vaticano.

Thompson dice que trata de “centrarse en Cristo” cuando toma sus decisiones. Si es así, debería citar a Cristo condenando la homosexualidad, cualquier frase. No existe ninguna. Quizá esa es una de las razones por las que una sana mayoría de católicos están a favor del matrimonio igualitario, a pesar de lo que sus centinelas espirituales les dicen.

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Los hipócritas religiosos son objetivos fáciles y eternos. La Revolución francesa fue impulsada en parte por la repulsión de los campesinos hambrientos hacia clérigos sobrealimentados que habían hecho votos de pobreza. La Reforma protestante tomó vuelo tras el rechazo a una iglesia en Roma que vendía entradas al cielo a fin de enriquecer a hombres que tenían múltiples amantes a pesar de haber hecho votos de castidad.

Los cristianos blancos evangélicos, el núcleo podrido de la base de Trump, profesan regirse por imperativos bíblicos. No es así. Su religión es de plastilina. Ellos se han vuelto más parecidos a Trump, no al revés. Han hecho un pacto con el diablo, para usar palabras que puedan entender.

En uno de los pasajes más claros del Nuevo Testamento, Cristo dice que las personas serán juzgadas por cómo tratan al hambriento, al pobre, al desposeído. Y aun así, solo el 25 por ciento de los evangélicos blancos afirman que su país tiene alguna responsabilidad de aceptar refugiados.

Los evangélicos encubren a un presidente amoral porque creen que Dios lo está usando para promover sus causas. “Nunca ha habido alguien que nos haya defendido tanto, que haya peleado tanto por nosotros, que hayamos amado más que Donald J. Trump”, afirmó Ralph Reed al principio del verano en un encuentro de activistas cristianos profesos.

Lo que realmente les emociona es cuando Trump acosa y humilla a sus oponentes, por contradictorio que parezca. Los evangélicos “aman las facetas más malvadas” de Trump, argumenta el escritor cristiano Ben Howe en su nuevo libro “The Immoral Majority”. Los cristianos blancos más viejos responden ante la toxicidad de Trump porque está de su lado. Es tribal, primitivo y vengativo.

Sí, la gente odia la religión cuando los defensores más ruidosos de la religión son develados como mercenarios de un líder que degrada todo lo que toca. Y sí, las generaciones jóvenes están abandonando sus banquillos en las iglesias masivamente porque por lo general la persona que ven desde esos banquillos es un fraude.

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Odian la religión porque en un momento crucial para levantarse y formar parte del lado correcto de la historia, la religión es usada como un refugio moral para comportamientos despreciables. Esto no es nuevo en nuestra era: El Vaticano se hizo de la vista gorda con Hitler hasta que la guerra ya estaba muy avanzada.

Aun así, somos “prisioneros de la esperanza”, como suele decir el arzobispo Desmond Tutu. Y si estás buscando esperanza en la medianoche del alma estadounidense, basta con ver el refugio de la hermana Pimentel en McAllen, Texas, lleno de cientos de niños desesperados.

Pimentel iba a ser artista, dice ella, hasta que sintió un fuerte tirón en su alma. Ese tirón la llevó a una vida dedicada al servicio abnegado. La fe no es tan complicada. La religión sí, siempre.

The New York Times Service 2019

Por Timothy Egan / The New York Times Service

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