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Por la memoria de Carlos Pizarro Leongómez

Al finalizar abril se cumplieron 25 años del asesinato del exmiembro del M - 19 y candidato presidencial por la Alianza Democrática. Su hija María José Pizarro relata en esta crónica la manera en la que recordó a su padre.

María José Pizarro / Especial para El Espectador
08 de mayo de 2016 - 01:40 a. m.
Cortesía
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Desde el 26 de abril de 2015 quise sacar del cementerio el homenaje a mi padre, ¿pero a dónde? Luego al iniciar este año pensé que no haría nada para conmemorar su existencia truncada. Tuve esta firme voluntad hasta mediados de marzo, cuando nos reunimos junto con un grupo de compañeras y compañeros de mis padres, que hoy, después de lo vivido son míos también, a imaginar si nos íbamos para el Cauca y aunque era una locura la respuesta del conjunto fue un SÍ rotundo. 
 
Así comenzó este viaje del alma, el abrazo con la historia, el retorno simbólico a la tierra donde habitó mi padre y que ahora es testimonio de los sueños de todos los que se sintieron convocados. No imaginé jamás que encontraríamos un mundo de puertas abiertas, pensaba que la guerra había desterrado la posibilidad del reencuentro, del diálogo y erradicado la opción de reconciliación. 
 
Con mi corazón abierto desde la noche anterior comencé a recibir las caricias del alma, de varios rincones del país comenzaba la migración de quienes no regresaban hace 26 años y de los que como yo nunca habíamos pisado esas montañas. 
 
Salimos con los primeros rayos del sol, desde las 10 de la mañana comenzamos a llegar a Corinto, la puerta del Cauca. En el parque vacío podíamos imaginar los vestigios de la fiesta que hace 32 años allí se vivió al firmarse ese frustrado primer acuerdo de paz con el M-19, en agosto de 1984. 
 
Lo primero fue reunirnos con el Alcalde de Corinto, quien sin dudas creyó en la idea desde el primer día y permitió nuestra llegada, haciendo realidad este sueño. Luego lo hicimos con las autoridades tradicionales del resguardo indígena de Corinto a quienes manifestamos nuestro más profundo respeto y agradecimos por recibirnos en sus territorios y permitir a este pequeño gran grupo de mujeres y hombres pisar, con el más profundo respeto, sus verdes montañas. 
 
Así inició este homenaje a los nuestros y al Cauca como territorio de paz. 
 
Al caminar por las calles de Corinto, las mujeres se acercaban con sus recuerdos y sus abrazos, los hombres con sus manos labriegas y sus amplias sonrisas. Gentes de todas las razas, desde su sencillez, me abrazaban y a cada uno le entregaba un poco de mi alma y mi herencia. Recibí a cambio la memoria viva a través de cientos de voces, había un paralelo muy difuso entre sus historias y mi vida; mi corazón, el vehículo de los recuerdos. 
 
El acto central ese día fue en el parque, la mesa principal, el lugar entero reflejaba lo que debe ser este país: gobiernos locales y nacionales, líderes, indígenas, afrocolombianos, mestizos, combatientes, hijos, todos dialogando en torno a lo que ha sido la guerra y lo que debe ser la paz, a lo que hemos hecho, dejado de hacer y soñado para el futuro. 
 
El parque principal de Corinto fue una semilla de la sociedad del mañana: un espacio donde todos podemos mirarnos a los ojos desde lo que hemos sido y somos. La tarde fue testigo del diálogo de la historia y la alborada, sin confrontación, desde el respeto que infunde la posibilidad del reencuentro. 
 
Bailamos al ritmo de la juventud, el movimiento del cuerpo y las rimas que traen los anhelos de las laderas, la fuerza de la voz y la cadencia de nuestros compases, bailaron juntos excombatientes y civiles, los hijos y los padres, bailamos entre nosotros con nuestros dolores y nuestras ausencias, exorcizándolos sin importar las legitimidades, solo melancolía y alegría, memoria y futuro, lágrimas y sonrisas. 
 
Anocheciendo se vino la proyección de Pizarro, la película, mi historia hecha realidad en un cine bajo las ceibas del lugar, con miles de rostros ausentes, imágenes del pasado en el mismo escenario tres décadas después. Las arengas de mi padre, su voz lanzada al viento recorriendo los corazones de quienes habían vivido esa época. 
 
Un soldado de alta montaña, un contraguerrilla que aterrorizaba mi espíritu, se acercó y tomó mis manos, ambos con la mirada perdida en la pupila del otro nos dijimos: “ojalá esto acabe para todos”. Es la fuerza de cuatro manos, dos voluntades confrontadas que deciden en un instante imaginar un mundo posible donde quepamos todos. 
 
Di la vuelta, caminaba con el corazón en mis manos rumbo al único pecho que podía albergar las lágrimas, cuando una mujer de unos 60 años me detiene y dice: “han desaparecido forzadamente mis tres hijos pero a partir de este momento tú serás mi hija”. 
 
Cuando arribé al pecho que buscaba mi alma era de agua.
 
A la mañana siguiente nos reunimos en la casa del resguardo para iniciar la ruta a las montañas del Cauca, a Yarumales, lugar de una de las batallas más emblemáticas que dio el M-19 comandado por mi padre. En ese lugar con la Operación Garfio del ejército se dio inicio al fin del sueño de paz del acuerdo de 1984. 
 
Había recorrido esa historia, la niebla de las montañas, las trincheras y el fuego de los morteros mil veces pero en los libros y las decenas de entrevistas que he realizado en estos 15 años, jamás pensé que fuera posible llegar hasta allí. 
 
Subimos en dos chivas con nuestras banderas, con la guardia indígena custodiándonos y resguardando su territorio. Llegamos con la lluvia a la vereda. 
 
Así comenzó la marcha de la memoria, una fila de mujeres y hombres de todas las razas y colores, sin camuflados ni armas, solo con la fuerza de la guardia y los recuerdos a cuestas. 
Con cada paso mi alma era barro, entre más subía, más sentía la presencia de mi padre. Sentí que el llanto volvía como hace 26 años cuando me lo arrebataron. 
 
Los mayores iban detrás de mí recogiendo mi alma y fundiéndola en el agua de las lagunas sagradas, cerrando los ciclos de la memoria y abriéndolos para la vida. 
 
Quienes acompañaron a mi padre, mis compañeros y compañeras, caminaban, reían y lloraban, el canto de todas estas almas, los ideales y los sueños de la juventud que se renuevan, los senderos de la ausencia a los que no se acostumbra el corazón.  A mi lado la sonrisa limpia de quienes construyen y hacen realidad los sueños, la fuerza de la voz y el sentimiento. 
 
Al llegar a la cima de la montaña, quienes habían vivido la batalla de Yarumales, me llevaron a través de una trinchera al único árbol del lugar, bajo sus raíces dormía mi padre. Un hueco en la tierra húmeda era el hogar de ese hombre al que llamo papá. 
 
Cómo no llorar cuando miras a la cara la historia, cuando por fin todo lo que has reconstruido en 15 años tiene paisaje y fragancia, color. 
 
Tanto trabajo, tanto caminar, tanta dignidad, tanta lucha, por ese solo instante había valido la pena dejarse la piel y las manos reconstruyendo esta memoria. 
 
Nuevamente los mayores y sus sabias palabras, con ellas la posibilidad de darle futuro a la remembranza y sendero al caminar. Asumí en nombre de quienes subieron el compromiso de regresar a recuperar y hacer juntos de ese espacio un lugar de memoria, para nosotros y para las comunidades que lo habitan. Nos comprometimos a reforestar la montaña y recuperar las trincheras, regresaré para ingresar a las raíces de ese árbol centenario y encontrar aquello que han guardado para mí. 
 
Como primer paso sembramos juntos 19 árboles nativos, cada uno lo hizo en homenaje a su memoria y los suyos, sembramos juntos indígenas y combatientes, hijos y padres, haciendo de la reconciliación y la paz un compromiso con nuestra tierra y las nuevas generaciones. 
 
Hicimos de esa siembra la semilla del mañana que añoramos para nosotros y quienes nos acompañan; es el fruto que hoy nace de aquellos que tenemos un compromiso con el único destino que aceptamos: la paz, pero una paz respetuosa en la diferencia y la diversidad, una paz con equidad y justicia social, una paz con la tierra y quienes la defienden, una paz como patrimonio innegociable de nuestra sociedad. 
 
 

Por María José Pizarro / Especial para El Espectador

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