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La soledad de El Aro: crónica de un pueblo masacrado

¿Cómo es el día a día de los sobrevivientes del corregimiento de Ituango (Antioquia), donde los “paras” asesinaron a 15 personas hace 18 años?

Wálter Arias Hidalgo
17 de octubre de 2015 - 03:40 a. m.

En la tarde de un viernes, dos mulas amarradas al lado de una tienda, varias gallinas y las figuras menudas y vencidas por los años de Juan de Dios Torres Barrera y Joaquín Emilio Chavarría son las únicas señales de vida en el parque del corregimiento El Aro, en el municipio antioqueño de Ituango. Con 90 años cada uno, son los habitantes más viejos de un poblado que rebosaba de vida hasta hace 18 años, con cerca de 500 habitantes, y que ahora sólo cuenta con 23 familias.

Juan de Dios se dedica a cargarles leña a sus pocos vecinos. Casi no oye, pero cuando se le pregunta cómo era el poblado hace 20 años, de inmediato, con voz potente y fluida, cuenta que la vida era muy buena, que en ese entonces abundaban el maíz, la yuca, el arroz, el ganado, el café y la caña, y que la plaza, donde ahora está sentado solo, se quedaba pequeña para toda la gente que pasaba por allí.

En Builópolis —más conocido como El Aro— hay motivos por todas partes para traer de nuevo estos recuerdos: las ruinas de lo que una vez fue una estación de Policía, fachadas de tapia de casas semiderrumbadas, una placa con los nombres de los vecinos masacrados y una cruz de madera con 15 clavos en memoria de estas víctimas.

Esto último fue puesto el 9 de abril de este año, con motivo del Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas, por voceros de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín, la Gobernación de Antioquia, la Alcaldía de Ituango y las organizaciones de víctimas de este municipio del Norte de Antioquia.

Lo último que los lleva a recordar la razón de su soledad y abandono fue la noticia que vieron el pasado 6 de octubre por la precaria señal de televisión: “La Fiscalía General de la Nación pidió a la Corte Suprema de Justicia que investigue al actual senador Álvaro Uribe Vélez porque cuando fue gobernador de Antioquia habría facilitado la labor de los paramilitares que causaron la masacre del corregimiento El Aro (...) Para la Fiscalía, existen elementos que permiten hacer esta solicitud…, tales como la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 1º de julio de 2006, en la que fue condenada la Nación porque las autoridades de la época en Antioquia permitieron que los paramilitares hicieran la matanza”.

Vidas arrasadas

La masacre comenzó el jueves 22 de octubre y se extendió hasta el 29 del mismo mes de 1997. Treinta paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá hicieron un recorrido de muerte desde Puerto Valdivia, corregimiento de Valdivia ubicado al lado del río Cauca, hasta el caserío de El Aro. Durante esos días torturaron y asesinaron a 15 personas, desplazaron a unos 300 pobladores y se robaron más de mil reses.

Se trató de la peor masacre cometida en Ituango por guerrillas y paramilitares. En este municipio del Norte de Antioquia —que conecta con las subregiones de Occidente, Urabá, Bajo Cauca y el sur del departamento de Córdoba— hubo nueve masacres desde 1985 hasta 2002, en las que murieron 56 personas, lo que ubica a esta localidad como uno de los 15 municipios con más víctimas por masacres en Antioquia, según una base de datos del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Juan de Dios es uno de los desplazados que se atrevieron a volver al territorio señalado de ser guarida de guerrilleros. Lo hizo un año después. Pero su vida no sería igual, no sólo por la pérdida de vecinos sino porque lo hizo solo. Su esposa se quedó en Medellín y murió hace dos años. Suerte parecida tuvieron David de Jesús Chavarría, de 71 años, y José Giraldo, de 82 años, quienes nunca más volvieron a tener a su lado a sus esposas.

Ellos y otras pocas familias volvieron pese a que “su pueblo estaba arrasado”. ¿Qué harían sin ganado? ¿Qué harían sin mulas en un lugar donde el casco urbano más cercano está a cinco horas? “¿Qué más íbamos a hacer si no sabíamos robar? ¿Qué más hacíamos después de que nos desbarataron el comercio? El Estado nos puso a sembrar palos de coca. La coca es la que nos da el arrocito y por eso para nosotros después de Dios, la coca. El que le diga que no vive de esto le está diciendo mentiras”, dice uno de los habitantes.

En El Aro no se ven grandes cultivos de fríjol, maíz, arroz y caña, como hace dos décadas, pero tampoco se ven amplios cultivos de coca. Sin embargo, en el recorrido desde Puerto Valdivia hasta el caserío —una hora en lancha y cuatro a caballo— se observan pequeños lotes sembrados de la mata. Y en el camino se encuentran mulas cargadas con galones de petróleo, uno de los insumos para el procesamiento del alcaloide. “La coca está más lejos de acá. A unas dos o tres horas si ve cultivos hermosos”, dice otro habitante.

Lo dicho por él se hace evidente en un mapa del cultivo ilícito en el departamento, plasmado en el Plan de Desarrollo y cuya fuente es el Sistema de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de las Naciones Unidas. Si bien El Aro no es el epicentro, hace parte de la franja más crítica en Antioquia, que se extiende especialmente en las subregiones de Norte, Nordeste y Bajo Cauca.

Por ahora, la coca es la principal fuente de subsistencia en este poblado. Incluso algunos exhabitantes, como Juan*, de 38 años, quien se desplazó en 1997, después de la masacre, y ahora vive con su madre al lado de la vía a la costa, en un rancho de tablas, va periódicamente en busca de trabajo. No lo dice explícitamente, pero sugiere que seguro le darán trabajo en alguna pequeña plantación de coca. “Es que por acá ya no se ve un sembrado de fríjol”, dice.

La esperanza

Pedro Jaramillo, uno de los tenderos, comenta que la gente volvería a sembrar maíz y fríjol si hubiera una carretera, porque los fletes —60.000 por carga— hacen inviables estos sembrados. “La gente está muy esperanzada porque los del proyecto Hidroituango nos han dicho que la carretera ya está aprobada”, dice Jaramillo. En el sitio web de la hidroeléctrica se observa que El Aro y otras 11 comunidades rurales de Ituango hacen parte del área de influencia del embalse y de las vías de acceso.

La falta de al menos un camino carreteable, la pérdida de caballos y mulas hace 18 años y la distancia con el poblado urbano más cercano —más de 12 horas a Ituango o cinco a Puerto Valdivia—, hacen la vida más difícil para las pocas familias que decidieron regresar y quedarse allí. Si se va la energía eléctrica, se pueden quedar hasta cuatro días sin el servicio. Y ni pensar en sacar un enfermo en hombros.

El camino que todos los días recorren al menos 10 mulas con mercancía para las tres tiendas, el billar y las tres cantinas de El Aro es de largas travesías y altas pendientes, pedregoso, con pequeños acantilados, y tan estrecho que en algunos tramos sólo caben las patas de los animales.

A este camino, poco apto hasta para las bestias, se suman las precarias condiciones del puesto de salud (algunas ventanas están tapadas con trapos y tablas); del colegio, donde sólo hay 18 estudiantes en bachillerato; del acueducto, que a veces sólo les lleva lodo, y del único sitio para practicar deporte. El lote que sirve de cancha de fútbol se lo disputan las vacas.

Por eso, el 9 de abril, cuando los voceros del Estado se aparecieron por allí y la Fundación Orbis les pintó las fachadas, los habitantes aprovecharon para firmar un telón en el que protestaron por el abandono estatal. “No es que pidamos, es que queremos hacer valer nuestros derechos”, dijo en ese momento Ramiro Castrillón, presidente de la Junta de Acción Comunal.

A la soledad de El Aro se suma por estos días un hecho fortuito: una mula, cuentan, golpeó al sacerdote y éste se vio obligado a cerrar temporalmente la parroquia, la edificación que, junto con ocho casas, se salvó de la “guadaña” paramilitar. Las puertas cerradas del inmenso templo y una carga de niebla que casi siempre acompaña a esta comunidad acentúan más la soledad del corregimiento.

Y las figuras solitarias de Juan de Dios y Joaquín Emilio, quienes por su edad, ropa sucia y raída —debido a su trabajo de cargar leña— parecen representar el sufrimiento y el abandono de este territorio que una vez, en verdad, tuvo cara de pueblo.

Por Wálter Arias Hidalgo

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