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El Guaviare y su lucha contra la deforestación

Cerca de 400 familias campesinas buscan reconstruir el bosque nativo del piedemonte amazónico para enterrar una historia cocalera.

María Paulina Baena Jaramillo
10 de enero de 2016 - 02:00 a. m.
En la estación experimental El Trueno, del Guaviare, los científicos del Sinchi hacen ensayos forestales con especies maderables finas, como achapo, abarco, cachicamo, caoba, amarillo, entre otras./ Fotos: Óscar Pérez
En la estación experimental El Trueno, del Guaviare, los científicos del Sinchi hacen ensayos forestales con especies maderables finas, como achapo, abarco, cachicamo, caoba, amarillo, entre otras./ Fotos: Óscar Pérez

Si algo une a los campesinos de San José del Guaviare, El Retorno y Calamar, en el norte de la Amazonia colombiana, es su hastío por la guerra. “Queríamos quitarnos el yugo de las persecuciones. Por cultivar coca muchos campesinos de acá han perdido familiares, y tomamos la decisión de no seguir jodiendo”, cuenta Flaviano Mahecha, director de la Asociación de Productores Agropecuarios por el Cambio Económico del Guaviare (Asoprocegua).

Mahecha —piel quemada por el sol, 1,50 de estatura, machete terciado en el lomo y nacido en Campohermoso (Boyacá), en los límites con Casanare— llegó en 1994 al Guaviare movido por el dinero rápido. Comenta entre risas que su cuñado salió sin nada de su tierra y regresó con una camioneta Toyota como propiedad. Pero rápidamente se percató de que estaba en la mitad de una guerra sin tregua y que cuando no eran señalados por los paramilitares o la guerrilla, eran el blanco de la Policía antinarcóticos y del Ejército.

“El cambio de coca a otros sistemas productivos en el Guaviare no fue rápido. Es duro soltar la plata en efectivo, pero ahora me buscan para comprarme lo que tengo en la finca: 100 cachamas, 20 pollos, y estoy enriqueciendo los linderos de la cerca con maderables finos, aunque ellos son más demorados, pero me sirven para el mañana”, comenta Mahecha para resumir el proyecto Relictos de Bosque, liderado por el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi) y financiado por el Sistema General de Regalías.

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El proyecto del que habla Mahecha busca recuperar los parches de bosques de las fincas campesinas en 37 veredas del Guaviare. En los dos años que lleva funcionando se han suscrito 377 familias en 1.217 hectáreas. La meta es alcanzar 400 familias productoras y 1.600 hectáreas. “Queremos promover un cambio de actitud hacia los bosques”, explica Sandra Castro, bióloga e investigadora del Instituto Sinchi. Se trata, entonces, de una transformación en la forma de concebir la ruralidad, porque antes los campesinos de la región estaban acostumbrados a llevar fajos de billetes en los bolsillos y ver los árboles nativos como un estorbo para su desarrollo.

Pero ahora, para Fernando Londoño, de sonrisa desordenada, y su esposa Jenny Lara, de ojos verdes casi cristalinos, ambos campesinos de la región, los árboles son como reliquias. Cuando apenas se estaba cocinando el proyecto, hace más de 12 años, empezaron a sembrar surcos de cuyubís, achapos, abarcos y amarillos, guiados por las indicaciones de los científicos del Sinchi. Cuentan, por ejemplo, que el asaí, un fruto silvestre que se encontraba por montones y que se perdía porque no sabían cómo recogerlo, hoy lo venden a $1.000 pesos el kilo y el aceite de moriche a $500.

Justo donde viven estos campesinos, en la confluencia de los Andes y la Amazonia, tiene lugar la mayor erosión climática de la selva por el avance de la frontera agropecuaria y las altísimas tasas de deforestación. De hecho, según las cifras más recientes del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), el 66% de la deforestación del país se concentra en seis departamentos. Dos de ellos son el Caquetá (20%) y el Guaviare (5%).

Además, en esas 37 veredas en las que se desarrolla el proyecto se perdieron 14.000 hectáreas de bosque entre 2002 y 2007, entre 2007 y 2012 fueron arrasadas otras 11.000 hectáreas, y en los últimos dos años, 3.000 hectáreas. Más alarmante aún es que en esa misma zona había 41.000 hectáreas de pastos para ganadería en 2002, y a la fecha son 59.000. El gran problema estriba en que cuando el bosque es reemplazado por pastos para ganadería la emisión de carbono es de 600 toneladas de CO2 por hectárea. En cambio, según Bernardo Giraldo, ingeniero forestal del Sinchi, por cada hectárea de bosque sembrada se evita la emisión de 433 toneladas de carbono a la atmósfera.

De acuerdo con Jaime Barrera, agrónomo y director del proyecto en el Instituto Sinchi, el objetivo consiste en recuperar las diferentes funciones del bosque: mantener el recurso hídrico, pues la selva de la Amazonia regula el 50% del agua dulce del planeta que va a parar a nuestros acueductos; proteger la biodiversidad y todas las especies que dependen de ella, y ser reservorios de carbono para evitar grandes emisiones de CO2 que aceleran los efectos del calentamiento global.

Para pertenecer al proyecto, los campesinos deben hacer su “plante” con mínimo 4 hectáreas de bosque conservado. El modelo que más le gusta a la gente es el de enriquecimiento del bosque con maderas finas locales, como el achapo, el cachicamo, el abarco, el amarillo y la caoba, que sirven para ebanistería, carrocería y construcción. De acuerdo con el ingeniero Giraldo, la inversión de esos cuatro primeros años es de unos $5 millones. Después, la naturaleza se encarga de hacer su trabajo.

Sin embargo, la ganancia es jugosa. Así lo confirmó José Vicente Silva, campesino de la región, quien, en frente a un abarco de 30 metros de alto y escaneándolo de arriba abajo, le calculó una entresaca de 75 piezas de madera, cada una a un precio de $20.000. Es decir, un solo árbol generaría un ingreso de más de $1 millón. Y en una hectárea se pueden sembrar hasta 250 árboles por enriquecimiento forestal. Ese es el turno económico. Pero los científicos hablan también del turno biológico, o el momento en que los árboles tienen el diámetro, la altura y las condiciones ecológicas suficientes para cortarse y venderse, que para este caso es de 20 años.

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El Guaviare es joven. Apenas en los años noventa fue declarado departamento. Está ubicado en la región amazónica y tiene como capital a San José. Para entender las proporciones de este pedazo de la Amazonia, en el Guaviare cabe un país como Holanda; en el municipio de Calamar, uno como Suiza, y Reino Unido es dos veces el Parque Nacional Chiribiquete, que comparten el Caquetá y el Guaviare.

En la trocha que conecta los municipios de Calamar, El Retorno y San José, las motos abren a pitos luego de salir de la humareda rojiza para evitar que las estrelle algún camión. Esos municipios fueron la puerta de colonización a la Amazonia noroccidental, que hoy es la más poblada e intervenida si se compara con la otra Amazonia, la del sur, que conserva como bosques prístinos el 90% de su cobertura.

De los 130.000 habitantes del Guaviare, 90% son campesinos y 10% indígenas. Y en una glorieta, diagonal al aeropuerto de San José, bajo un calor quieto, se alza imponente el monumento al hacha, que bien podría ser el recuerdo viviente del tránsito de bosques a pastos por el que atravesó la región o hablar de una historia sangrienta de confrontación guerrillera y paramilitar. “Nosotros sabanizamos la selva porque naturalmente se hubiera selvatizado la sabana. Pero la mano del hombre hizo que todo esto se convirtiera en pastizales”, asegura Jaime Barrera, coordinador del proyecto Relictos de Bosque del Instituto Sinchi, mientras se come un bocado grasoso de ternera a la llanera.

Como la estatua del hacha, otra figura, llamada la “Virgen de los Traquetos”, está pegada sobre una roca inmensa en una trocha cercana a la serranía de la Lindosa, un ecosistema antiquísimo parecido a los tepuyes venezolanos, que tiene 18.000 hectáreas en bloque de roca y es considerado uno de los lugares más diversos en especies de fauna y flora del país. Según los habitantes de la zona, por ahí los traficantes transportaban clandestinamente los insumos para abastecer los laboratorios de coca del Meta y así lograr evitar la carretera central, que estaba plagada de retenes militares.

Y más allá, a una hora de camino en carro desde San José, aparece la estación experimental El Trueno, la misma que hace 20 años fue la Fundación Araracuara. Una finca de 119 hectáreas que está destinada a los ensayos forestales y frutales de los científicos del Sinchi. Un lugar que, si se mirara desde el cielo, luciría como un tapete de inmensos árboles que forman un degradado de verdes. Milton Oidor y Pablo Ochica son los guardianes de 300.000 plántulas que están naciendo y que pretenden cambiarles la cara a las fincas de los campesinos amazónicos. Como dicen sin titubeos, esta será la fotografía futura de otro Guaviare y, eventualmente, de otro Caquetá.

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El discurso sencillo –y por sencillo, poderoso– de Flaviano Mahecha queda fijo en esa casita de madera chirriante del Instituto Sinchi en San José del Guaviare. "Este es nuestro aporte para la paz".  

 

 

 

mbaena@elespectador.com

Por María Paulina Baena Jaramillo

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