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Así era la vida de Luis Cano, el tío de Guillermo Cano

El 30 de julio de 1950 Luis Eduardo Nieto Caballero publicó en El Magazín de El Espectador el texto "En torno de Luis Cano".

Luis Eduardo Nieto Caballero
09 de septiembre de 2016 - 04:48 p. m.
Fotografía de Luis Cano, reproducción de El Magazín y un óleo que hizo Héctor Osuna. / Archivo
Fotografía de Luis Cano, reproducción de El Magazín y un óleo que hizo Héctor Osuna. / Archivo

La canción de cuna fue el ruido de las máquinas de “El Espectador”. En Luis Cano era irresistible el don de la simpatía. 40 años de labor insigne, nerviosa, angustiada por Colombia. (Lea: 30 años sin Guillermo Cano)
 
Los discursos pronunciados en el cementerio ante el cadáver de Luis Cano; los numerosos y conmovidos artículos que han aparecido en los periódicos acerca de su vida; los centenares de despachos que como en un huracán del sentimiento llegan a la familia; pero sobre todo la emoción de los humildes, las lágrimas del pueblo que asistió a sus funerales; los consternación de la población del Colegio, en cuyas vecindades había hecho construir su casa de descanso, para desde allá hacer el bien a los olvidados de la fortuna y a las víctimas de las enfermedades; todas las manifestaciones de dolor, de dolor hondo, porque es inmensa la perdida, me han hecho evocar palabras imperecederas, escritas por don Santiago Pérez para decirlas en el cementerio cuando la república fue herida con la muerte del doctor Murillo Toro: 
 
“El corazón nos dice la altura de que ha caído, el lugar de donde se ha arrancado esta carne de nuestra carne, que huérfana de su padre el espíritu, viene a acogerse aquí, en el seno de su madre la tierra”. 
 
Porque la elocuencia de Darío Echandía, de Abelardo Forero Benavides y de Jaime Posada, así como el temblor que ha podido advertirse en los artículos y notas de los diarios, no son, no podrían serlo, simples productos de la inteligencia. Fueron gritos del corazón, sacudido en cada cual por la violencia del golpe, por la certidumbre que nunca más se verá a Luis Cano, aborrascado el cabello, en el centro del combate; ni nunca más se escucharán sus palabras graciosas, generosas,  efusivas; ni nunca más se estrechará su limpia mano de hidalgo. La pérdida es para Colombia, para el liberalismo y para los afectos íntimos, porque en todas partes por donde paso Luis Cano fue dejando  una huella de admiración y de cariño. 
 
Había nacido en Medellín el 15 de agosto de 1885 en momentos en que, como él mismo lo dijo en página insuperable, su canción de cuna era el ruido  de las máquinas de “El Espectador”, que estaban arrullando a la libertad moribunda. El genitor era un cruzado que, como otro Pedro el ermitaño había levantado la bandera para el rescate de un nuevo Santo Sepulcro: aquel donde yacían los principios constitucionales que garantizaban cuanto da su razón de ser a la existencia, y en el que iría a caer, traidoramente herida, la libertad de la palabra. Don Fidel Cano ya se había acostumbrado a pagar con la cárcel la suprema audacia de romper el silencio. La Regeneración llegaba resuelta a imponerse. Su enigmático jefe no tenía, de acuerdo con el consenso general, “ni palabra mala, ni actitud buena”. Pero el radicalismo al frente, los hombres del Olimpo, contaban con espíritus de acero. No le tenían miedo a la arbitrariedad, que desafiaban con su prosa viril, con su actitud erguid, con la resolución de no dejar que la juventud se fuera doblegando, llevada por el  prurito de la novedad porque las heridas morales no se cierran. Entre los más limpios y denodados adalides de la libertad estaba don Fidel Cano. 
 
Era un santo laico. Casado con doña Elena Villegas, de quien vivió enamorado hasta la muerte, con quien formó uno de los hogares más armoniosos, más delicados, más unidos, que puedan concebirse, de nueve niñas, cuatro de las cuales habrían de copiar en los hogares propios aquel de donde procedían, y de cuatro varones, de los cuales Luis fue el segundo, parecía haber nacido para ilustrar una de las páginas del Evangelio. Era el cristiano perfecto, por sus sentimientos y por su conducta. Amaba a Dios y amaba al prójimo, en cuyo obsequio practicaba todas las obras de misericordia. Era edificante y era enternecedor verlo en su casa de campo, en Fidelena, inclinándose sobre las plantas, acariciando las flores, tratando de entender el lenguaje de las aves, escuchando al acariciante rumor de la quebrada de La Doctora. Muchos otros hombres de importancia nacional habían gozado en tiempos anteriores con la inefable canción. Y muchos otros se habían detenido llenos de admiración ante los árboles, pero sin que a ninguno se le hubiera ocurrido cantar el árbol genérico en la forma maravillosa de don Fidel, en el que puede considerarse acaso como el mejor de los poemas. 
 
Nunca se sentó a la mesa sin pedir al cielo la bendición para todos los que a su lado se encontraran, ni nunca se levantó de ella sin repetir una breve oración de acción de gracias. Había siempre un plato para el pobre, para el que llegara o para que el que pasare, para el que implorara un socorro. Y el día de Navidad, más que una fiesta para sus hijos, era para don Fidel una ocasión de regalar con unas horas alegres a los necesitados. Desde temprano empezaban a llegar a “Fidelena” campesinos de todas las veredas: ancianitos que se apoyaban en sus báculos, mujeres que llevaban de la mano o en brazos a sus hijos, alegres granujas de los alrededores, que iban todos a gustar en abundancia de manjares suculentamente preparados, y a recibir el vestido, el abrigo, la anhelada prenda para cubrirse o para adornarse, servidos cariñosamente por doña Elena y por las hijas de don Fidel, por don Fidel mismo, que jamás dejaba de pensar en Cristo y que jamás olvidaba escribir unas estrofas alusivas a la fiesta en que mejor se siente la dulzura de la infancia. 
 
En esa atmósfera se formó Luis Cano. Y en la del luchador civil, a quien nada arredraba y a quien rodo impulsaba a librar la batalla por los demás, que era la batalla por la libertad y por la dignidad de la república. Don Fidel Cano era un evangelista que no solamente enseñaba la doctrina sino que la predicaba con el ejemplo. Y un hombre de tal desprendimiento que para la lucha y para la marcha, acaso no tenía otra cosa que la pluma y las sandalias. El que se acercaba a él se sentía purificado. Se sentía en Galilea, con uno de esos iluminados que iban tras de Cristo. Se le veía al resplandor de la conciencia. Y a su lado se amaba la vida como un don inefable, que permitía el goce de los bienes que Dios ha derramado y la satisfacción mayor de ennoblecer el espíritu al procurar imitar, ante el desconsuelo o el dolor de los caídos en la senda y de los perseguidos por el infortunio, la conducta del buen samaritano. 
 
De toda esa bondad, de toda esa generosidad, de toda esa permanente disposición a servir, se impregnó la naturaleza de Luis Cano. Apelando al lenguaje de la antigua caballería, se pudiera decir que en su propio hogar veló las armas. De allá salió armado de punta en blanco para la gran labor de desfacer agravios, redimir cautivos, combatir la injusticia, condenar los desmanes de los poderosos, abogar por las libertades esenciales, levantar al pueblo, exaltar la tradición, velar por la integridad territorial, montar la guardia ante las fronteras morales de la patria. 
 
En plena juventud-no había cumplido veinticinco años-salió del país, como para cumplir con el rito emigratorio de los antioqueños. Fue a Chile, donde continuó la labor que había iniciado en Medellín con “Mesa Revuelta” y otras pequeñas y encantadoras hojas efímeras: la de probar la pluma, la de ensayarse en la consideración de los grandes problemas públicos y en el análisis de los principios rectores del liberalismo. En Santiago, donde algún tiempo después fue cónsul de Colombia, colaboró en el “Diario Ilustrador” y adquirió conocimientos en materias periodísticas que le habrían de ser luego muy útiles. De la patria habló como podía esperarse de quien vivía orgulloso de ella, y de Chile, con el entusiasmo y con la gratitud de quien sabía corresponder a la acogida cordial que había encontrado. En Luis Cano era irresistible el don de simpatía. Tenía unos ojos tan hermosos, tan llenos de inteligencia; una sonrisa tan cordial; una conversación tan animada, salpicada de ingenio; unas maneras tan corteses; un aire tal de bondad, de alegría, de comprensión; una tan permanente disposición a complacer, a servir; unas costumbres tan arregladas; una conciencia tan diáfana, que el interlocutor, casi sin darse cuenta de ellos, se sentía atraído como por un imán, o preso en unas redes de seda, de los que ya nunca habría de libertarse.
 
Hacia fines de 1912 regresó a Colombia. Había frecuentado en Santiago y a nuestro ministro, doctor Olaya Herrera, y con él había conversado acerca de la adquisición del periódico que con el nombre de “Gaceta Republicana” había fundado “el tributo de marzo” en Bogotá, a la caída de Reyes. Asociado a Arturo Manrique, a Luis Carlos Páez y a Joaquín Borda Monroy, se inició en la “Gaceta” como un defensor del gobierno que decorosamente presidía el doctor Carlos E. Restrepo y como uno de los adalides del republicanismo. Reunión al centro, con pocas excepciones, tan notorias sin embargo como la del general Rafael Uribe Uribe, de los hombres más importantes de los partidos tradicionales. Campañas denodadas contra el sectarismo, contra la intransigencia, contra “los queridos odios”. Llamamiento al servicio de la república, clamorosamente hecho a todos los hombres capaces y de buena voluntad. Presentación, análisis y discusión de las reformas que habrían de hacer más amables, más racionales, las instituciones. 
 
Reorganización de la hacienda pública, continuación de las verdaderas cosas grandes del Quinquenio, como la nacionalización del ejército; la enseñanza militar, confiada a misiones extranjeras; la ampliación de la ley de minorías y su transformación en una ley de representación proporcional y de cociente; el respeto a la Iglesia; la concordia; el arreglo de varios problemas internacionales, de limites con el Ecuador, con el Perú, con Venezuela, y de inteligencia, una vez alcanzado el desagravio por la por la separación de Panamá, con el gobierno de Estados Unidos. Un gran aliento de patria, un empeño de convertirla en lo que el doctor López de Mesa llamaría luego “una potencia moral”. La cuidadosa fiscalización de todos los gastos públicos, la intensificación de las enseñanzas; la lucha contra el analfabetismo, contra la desnutrición, con la falta de higiene. Todo un programa de redención económica del pueblo, de leyes sociales, para amparar a obreros y labriegos contra la explotación y contra la injusticia. Acción sobre todo verdadero, patriótico interés por los hombres de trabajo, no falsedad, no hipocresía, no demagogia. Y un absoluto desinterés. Los cruzados de la prensa en ese entonces no buscábamos puestos públicos, ni contratos, ni curules. Queríamos cambiarle la fisonomía a la patria, tan demacrada por el odio. Y queríamos hacer de los periódicos cátedras y tribunas. En esa aspiración y en su satisfacción o cumplimiento ocupó un puesto de vanguardia Luis Cano. 
 
Cuando ya se había hecho al ambiente y había conquistado a Bogotá, donde era profundamente querido, y donde en 1915 había contraído matrimonio con mi hermana, convenció a su padre de que debería editarse “El Espectador” en Bogotá  para mejor servir a las ideas y a la nación, una vez que la influencia del periódico tenía que ser más grande al producirse en la ciudad donde tenían su asiento los grandes poderes nacionales. Don Fide lo acompañó durante algunos meses, desde la aparición del primer número, pero no pudo resistir el alejamiento de Medellín, que no solamente significaba para él los goces supremos del corazón, la compañía de la familia, sino del paisaje habitual, el clima suave, las amistades más hondas. Al quedarse encargado de la dirección y en vista de que yo era el más asiduo de sus colaboradores, un día me propuso Luis que nos asociáramos. Adquirí la mitad de la empresa y desde entonces figuramos ambos como directores. 
Libramos juntos las campañas más ardientes de republicanismo. El concepto de blando, sin nervio, de amable composición, de agua de tilo, con pantuflas y gorro de dormir en los artículos, es el más equivocado que respecto de la generación del Centenario haya podido idearse. Prosa hubo entonces, como la de Alfonso Villegas Restrepo, con chispas y relámpagos; con una irónica cáustica, como la de Armando Solano; severa, acusadora, de extraordinaria energía, como la de Eduardo Santos cuando el tema encendía las pasiones generosas; valiente, desafiadora, como la de Enrique Santos, frente a poderes sombríos. De todas, la más sintética, la más elegante, la de mayor fuego, la más sutil, era la de Luis Cano. 
 
Con una pequeña salvedad en cuanto al tiempo y otra en lo relativo al sitio escogido por la tempestad para sus descargas supremas, se le pueden aplicar, tomándolas del mismo soberano discurso de don Santiago Pérez en los funerales de Murillo Toro, estas palabras augustas: “Durante más de medio siglo no ha sobrevenido a la patria ningún bien, ningún mal, que no hayan conmovido, como un bien, como un mal propio suyo, ese corazón. No ha rayado albor de libertad que no haya puesto sobre esa frente  su rayo”. 
 
No medio siglo, pero si cuarenta años de labor insigne, nervios, angustiada de estricto celo por el nombre de Colombia, de certero análisis de sus problemas. Cuarenta años de meditaciones, de disquisiciones, de adivinaciones, de conjeturas, con preferencia con los temas militares, electorales e internacionales, los más relacionados con el sosiego y con la dignidad de la república. Cuarenta años de pensar en el pueblo y de servirlo, de ocuparse de sus reivindicaciones y de sus necesidades, de su salud y de su espíritu, con palabras de admonición contra los explotadores y los agitadores, contra los demagogos listos a tomarlo como escabel para la propia ascensión para la formación  de eso cínicamente llaman algunos el “electorado propio”. 
 
 

Por Luis Eduardo Nieto Caballero

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