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El padrino al que Pablo Escobar llamaba Don

“Familia. La novela amoral de Antioquia” (Ediciones B) es un revelador expediente sobre cómo la mafia corrompió a la sociedad desde el Valle de Aburrá. Publicamos un fragmento de la historia del rey del contrabando, Alfredo Gómez López, contada por su sobrino.

Jairo Osorio Gómez * Especial para El Espectador
06 de septiembre de 2015 - 02:00 a. m.

 

Algunos textos sobre la vida de Pablo Escobar determinan que su carrera delictiva la comenzó en función del rey del contrabando en Colombia, Alfredo Gómez López. Es cierto en la medida en que lo ocupó en la servidumbre elemental de la organización, donde los muchachos aprendían la profesión de subordinados, y no en el ejercicio de la valentonada, que es lo pretendido por los escribanos de oídas. Porque además no era el modo de operar del tío. Lo constato por boca del mismo Sebastián Marroquín, en un almuerzo el martes 25 de febrero del año 2014, en “La puerta del Sol”, el refugio de Richard Gómez en el alto de Santa Elena. Alrededor de la mesa escucharon su relato el Tigre, Diego, el mejor amigo de Sebastián, y el mismo anfitrión. El hijo de Pablo acababa de firmar el contrato con el que se comprometía a realizar un libro sobre su padre para una editorial ibérica.

Nuestra reunión no significaba, en modo alguno, una celebración del suceso. Nos aseguró entonces Juan Pablo, quien conoció a Don Alfredo en la Hacienda Nápoles, niño todavía. “Hijo, venga, le presento al único patrón que he tenido en la vida”, le expresó Pablo una tarde en la que el Padrino visitaba el territorio vedado del Magdalena Medio. Y lo evoca adusto, como actuó siempre Don Alfredo, pero afable con el angelote mimado de Juan Pablo. “Por eso lo recuerdo tan bien, porque mi padre enfatizó mucho en el hecho de haber sido su único jefe”, dice con certidumbre en su reposo de converso. Ocho meses después, publicada ya la memoria sobre su progenitor, descubro que Juan Pablo cambió el nombre de la versión para el librero español. El hallazgo me reafirma que la facultad de recordar de ciertos hombres es acomodadiza: agrada por conveniencia. Otro cronista también concierta en señalar a Alberto Prieto como el mentor de la trayectoria de Pablo. La confusión de uno y otro gravita en que Alberto completaba “la corte malandra” de la ciudad que giraba en torno al Padrino, el primero y único hasta la fecha, al que se le llamó así.

Con cierto respeto y bastante admiración, amigos y enemigos se referían a Don Alfredo con el alias que heredó de la película de Ford Coppola sobre Don Vito Corleone. Él resumía en su personalidad y su trabajo las contradicciones de la sociedad antioqueña. En la persecución final, Consuelo de Montejo, ladina y trampera, con la artera de su periódico, entronizó públicamente su chapa por medio de los titulares biliosos e iracundos con los que avivaba la cacería. Pese al beneficio con que el hijo de Pablo rememoró ante mí la amistad filial de su padre con el tío, el único bandido cercano a la prole fue Ramón Cachaco Aristizábal, un asalta bancos durante los años finales del cincuenta y comienzos del sesenta. Cuando mi padre compró la casa de Campo Valdés a la amante del rufián, ésta se deshacía del inmueble buscando dinero para rescatarlo de La Ladera, donde purgaba cárcel por una de sus infamias.

Sin saber de su talante, yo empecé a distinguirlo entonces durante las visitas de Jael Bahoz, su concubina, al Bar Bola Bola, en la etapa posterior de los arreglos legales de la escritura. Ramón se creía refinado con aquellas mezclas risibles de su atavío que lo mudaron legendario entre la chusma. Su Corvette Stingray 1967, el primero en la ciudad, hinchaba su presunción. Los zapatos de plataforma realzaban la bota campana de sus pantalones de terlette lustroso. En un clima cálido como el de Medellín, el espantapájaros usaba chalecos de paño que acentuaban la delgadez de su figura. Pisaba duro y ágil con los botines, pero más firme lo hacía con la pistola.

El primer muerto por ajuste de cuentas entre la mafia de Medellín se le endosó a Ramón. Ocurrió el miércoles 27 de septiembre de 1972. En vida respondía al nombre de Evelio Antonio Giraldo, otro contrabandista joven asesinado dentro de su carro, mientras esperaba por alguien en la calle Maracaibo, a pocos metros de la carrera Palacé. El baladrón de Cachaco lo baleó sobre seguro con su instinto criminal, desde una moto Lambreta azul en medio de la calle concurrida.

Hay quien dijo que lo mató para no saldarle una cuenta a su favor, de un alijo de cigarrillos extranjeros que Evelio le había facilitado. Ramón no acababa aún de ejercitarse de pistolero y atracador de mutualistas. Conoció a Alfredo en una visita de éste a la cárcel. Simpatizó con el patrón por su servilismo de camarero. Durante la enfermedad, y luego en el sepelio de la abuela Mamá Ana, Ramón era quien servía a los desconsolados los cafés y los caldos calientes, con una familiaridad que admiraba a las mujeres. El día del entierro se acordó entre la familia que cuatro nietos cargaríamos el féretro. Ramón pareció más acucioso que alguno de ellos, porque asomó a mi lado, adelante, metiendo su hombro en una de las esquinas del cajón. En el desfile, sus tacones levantados apenas balanceaban el sarcófago sobre el canto que yo cargaba. Mi ropa de penitente universitario contrastaba con el traje gris plata y brillante del presumido. Con su diligencia de mandadero el fanfarrón criaba méritos con el tío.

Un año después de la muerte de la abuela el turno le tocó a Ramón. Lo despacharon por la misma vía que él inauguró, la del sicariato. Llegó de Cali al comienzo de la tarde, a cumplirle la cita a la muerte. Del aeropuerto Olaya Herrera se trasladó al casino del Hotel Nutibara; una llamada telefónica lo sacó de su holganza allí para llevarlo hasta la ratonera en la que encontraría su final inesperado. Quien le picó arrastre a la bomba Alí Bar, sobre la autopista Sur, tuvo que ser alguien de su entorno, muy íntimo, dijeron. Lo escuché mucho en esos días. En la casa, sobre todo.

En el parqueadero de Alí Bar, Ramón esperó sin descender de su Nissan. Despreocupado, miraba entretenido una escritura que ya tenía las firmas del notario y los sellos correspondientes, pero con los espacios del comprador en blanco. La música estridente de la radio no lo dejó escuchar la llegada de Jairito, que se deslizaba indiferente por la canalización. Mirándole a los ojos vació el proveedor entero de su ametralladora Ingram MAC-10, con balas 9 mm. La sorpresiva presencia del intruso no le dio tiempo a Ramón para sacar su pistola de la gaveta del carro. Los sellos de caucho de la notaría sobre el asiento del copiloto testimoniaron el último delito en que pensaba incurrir. Su victimario, Jairito, entrenador de sicarios, adiestraba a sus iguales en el manejo de armas entre los sotos de Burucuca, la finca del tío en La Estrella.

De allí mismo salió el que haría la vuelta idéntica, pero ya contra su instructor, que necesitaron silenciar de modo definitivo. Se cumplía otra vez el círculo, la figura perfecta. Acerca de la muerte de Ramón se tejieron tres versiones. Yo las cuento, ustedes concluyen. Con el hampa y el poder todo es probable. La más inmediata, en medio de la consternación del crimen, la escuché en las conversaciones de la sala de mi casa, al domingo siguiente del suceso, durante la visita habitual que realizaba el tío Carlos a mamá. Su comadreo acusó de la muerte a “La sin calzones”. Ramón se matrimoniaba al final del mes con una niña del Ballet de Medellín, fue la razón que manejaron. Su amante no admitiría que después de tanta travesura a su lado, acolitándole sus andanzas desde muchacho, terminara el Ramón al lado de una mocita de buena familia de la ciudad. Una vergüenza para ella el desplante de Ramón, proxeneta de origen.

En esa época las jóvenes tampoco seleccionaban la sangre del toro que las montara, sino el oro y la plata que las cubriera. La explicación sobre los esponsales de la hija rica y el bandido se rumoró creíble entonces y nadie juzgó para nada la actitud vengadora de la amante. La zorra vieja en el lazo se mea. A comienzos del milenio, los anales de la sociedad y la mafia se hallaban repletos de incidentes similares. Seguían imitando el desenlace de la pareja fatal de “La sin calzones” y el espantapájaros.

La segunda leyenda se la escuché a un bandido en un algo parveado en Chuscalito. Entre contrabandistas jubilados y señoras sin oficio de El Poblado, el informante aseguró que la muerte de Ramón se dio como resultado de la guerra que libraban por el mercado del Marlboro. Para la cita perentoria se prestó la propia viuda de Evelio Giraldo, a quien Ramón le tiraba los perros sin ningún escrúpulo después del asesinato de su marido. Se acostumbra entre ellos heredar los bofes. La sonrisa figurada en los labios, al caer brusco sobre el asiento del copiloto, hizo suponer a quienes lo conocían que al límite de sus días el rufián había conquistado por fin a la desamparada de Evelio. Los que gozaron, a la postre, estaban del otro lado. Aquí también aparece vinculada.

“La sin calzones”, aguijoneada por el Ramón que la corneaba con la viuda.

La versión definitiva vincula al tío. La cuenta convincente el Tigre, quien se explaya en sus razones para hacerlo. A Ramón, platudo y reconocido entre todos los combos, se le esponjaron los huevos con los cánticos de Don Alfredo, lo insolentó el hampón que traía desde mozo. Olvidó el espantajo que nadie tira piedras a su propio tejado. Empezó a extorsionarlo bajo anónimos, amenazándolo con el secuestro de su hija Teresita. Las cartas conminatorias las empezaron a encontrar debajo de la puerta de la oficina central, cuando llegaba el personal de la mañana.

Por supuesto, el lobo de monte añudó los hilos. De esta forma llegaron a Medellín los primeros binóculos infrarrojos de visión nocturna conocidos en el ambiente. Se encargaron a la Military Armament Corporation, de Georgia, para vigilar las instalaciones del edificio Camacol desde el puente de la calle Colombia. La soledad del viaducto sobre el río y la oscuridad de la noche en aquel momento estaban del lado de la víctima. Los escuchas del Padrino avizoraron clara y prontamente desde allí al responsable. Ramón Cachaco mismo dejaba los mensajes garabateados toscamente, como era él, a pesar de su boato, escudado en la hora despoblada del lugar.

En la decisión no se interpuso nada ni nadie. Cuando el negrito Jairo metra disparó sobre el traje formal del pillo, el olor de la pólvora se sobrepuso al del Pino Silvestre que inundaba a la cacatúa. Le dieron sopa de su propio chocolate. Si hemos de creerle al Tigre, la muerte del figurín es el único desatino del largo inventario de malos hábitos del tío. Por la época, cuando se hablaba de la muerte de Ramón, siempre pensé que la voz íntima que lo había citado para su instante final era la de su propio patrón. Nadie da palos de balde.

La verdad es que su niña y la familia retornaron a la tranquilidad de sus días.

El escritor Jaime Espinel creía que a Cachaco lo mató Toñilas. Una adaptación suya más literaria, pero artificiosa. La oí de labios del mismo cuentista una de las tres noches eternas en que Espinel y Toño Restrepo se enclaustraron en mi casa de Lomas del Pilar a tirar perico, enloquecidos con el plato sopero que nunca habían visto tan nutrido en sus días de vicio.

Aunque de las tempestades más vale escuchar los ecos, su historia, publicada incluso en una revista universitaria, no puede ser cierta porque Ramón murió dentro de su carro y solo; no sentado en el bar ni rodeado por guardaespaldas, como asegura en su fábula. El ingenio de Espinel esa vez dio coces al cántaro. La misma tarde de su muerte todos vimos dormitando al bandido sobre la portezuela del Nissan.

Después de su arresto Don Alfredo no pudo ser el mismo. El curso trágico del final de los años cincuenta, que lo arruinó en aquella ocasión, le sobrevino de nuevo para esta cosecha con varios coletazos que agotaron su reinado de dos décadas: la detención de Adolfo, la muerte de Ramiro, la caída de un embarque millonario en aguas del Mississippi, su prisión inesperada y la aparición silvestre de capos todavía más extravagantes con ambición y sin medida, que aprovecharon la persecución del gobierno del Pollo al clan del Padrino para aventajarlo en los asuntos, hubieron de ser los albures sentenciosos que darían la estocada concluyente a su poder absoluto.

* Licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Antioquia, con maestría en historia de América Latina en la Universidad Internacional de Andalucía. Ha publicado “Los días de Lisboa y otros lugares” y “En Medellín tocábamos el cielo”.

Por Jairo Osorio Gómez * Especial para El Espectador

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