La herencia del baile de los D’ Raso

La empresa de calzado D’ Raso, una apuesta familiar que une la pasión por el baile y el legado de la zapatería, confecciona desde Medellín más de 400 pares de zapatos al mes, que son exportados a cerca de 20 países.

Emma Jaramillo Bernat - Agencia Anadolu
29 de enero de 2020 - 08:49 p. m.
El calzado para baile D’ Raso nació en Medellín en el año 2002.   / Youtube
El calzado para baile D’ Raso nació en Medellín en el año 2002. / Youtube

¿Y es que acaso no se puede bailar con un zapato normal? Sí, tal como un futbolista puede jugar sin guayos, pero no se desempeñaría igual. Los zapatos del bailarín son como los guayos del futbolista: aportan agarre, seguridad, confort, y le dan al hecho de jugar —al igual que al de bailar— un aire de ritual. El futbolista y el bailarín, solo por guardar sus zapatos de calle y tomarse el tiempo de ajustar los cordones, de apretar la correa alrededor del tobillo, cuando entran a la cancha o a la pista ya no son los mismos. 

Con esta metáfora el equipo de Calzado D’ Raso busca explicar la importancia de lo que hace: confeccionar calzado exclusivo para bailar. Desde el centro de Medellín, en una casa de cuatro pisos ubicada en el barrio El Prado, 16 personas trabajan confeccionando un promedio de 450 pares de zapatos mensuales, de los cuales cerca del 60% es exportado a unos 20 países como Ecuador, Chile, Perú, Estados Unidos, Canadá, España, Italia e Inglaterra, entre otros. 

Esta es la única empresa formal, y la primera que nació en Colombia, que se dedica a fabricar zapatos de baile para hombre y mujer. Nació oficialmente en el año 2002, a partir una necesidad personal de Robiro Ocampo, que cuando empezó a aprender a bailar tango, a sus 18 años, sabía que lo que necesitaba no eran precisamente los zapatos normales, pesados y duros con los que practicaba. 

Lo sabía porque había crecido entre suelas, cuero y remontadoras. Desde los 13 años su papá, Eucardo, le había enseñado el arte de la zapatería. “Él trabajó la zapatería también desde muy niño –relata Robiro– y se dedicó a hacer zapatos, obviamente de calle: chanclas, tenis, pero yo a raíz de sus conocimientos, dije: Puedo hacerme unos buenos zapatos para bailar, e hice los míos, que por cierto eran unos zapatos pesados, duros. Yo pensé solo en hacerlos muy finos, que se vieran bonitos, pero sabía que se podían mejorar”. 

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Según cuenta, en esa época (la década de los noventa) los zapatos de baile en Colombia no existían, hasta que algunos bailarines empezaron a salir del país y a traerlos de otros lugares. Entonces él los veía y pensaba: “Puedo hacer un producto así, e incluso mejorarlo”. Mediante ensayo y error, empezó a trabajar en pulir esos primeros pares que había creado para sí mismo, solo que ahora los confeccionaba para su compañera de baile –Sandra, quien se terminó convirtiendo en su socia y esposa–, para sus amigos bailarines y para la compañía en la que bailaba. 

Y ahí fue corriendo la voz de que Robiro hacía zapatos, hasta que creó lo que hoy se conoce como D’ Rasso, nombre que contiene las iniciales de sus fundadores: Robiro Ocampo y Sandra Ruiz, pero que en italiano también significa satén, tela, como los zapatos que confeccionan. Es que “muchas veces viene la gente y me dice: Vea, yo quiero que me haga unos zapatos de acuerdo a este vestido, entonces me traen la tela y se los hacemos en ‘raso’”. 

Pero también hay zapatos en cuero, metalizados, de charol. Todo depende del cliente, que además puede encontrar calzado para otras danzas, como salsa, bachata, ballet, flamenco y tap, así como para práctica de teatro y ‘dance sneakers’, una especie de tenis de baile que le permiten al pie una mayor flexibilidad. 

Los zapatos, que pueden ser adquiridos a precios competitivos, se confeccionan a medida. Al momento de hacer el pedido la persona puede combinar, a su gusto, diseño, color, tela y tacón, algunos de los cuales incluso pueden encargarse con figuras –flores, mariposas, pájaros, atrapa sueños– pintadas a mano. 

Robiro es el responsable del diseño, el primero de los cinco procesos de los que se compone la fabricación. Luego viene el corte, en el que trabajan cinco personas. La guarnecida (que viene a ser la costura), donde hay dos personas. Le siguen el ensamblaje (que es el montaje, la pegada de la suela); la terminación y el área administrativa, todas con tres trabajadores cada una. 

Así se dividen los 16 trabajadores contratados directamente, pero también hay otras 14 personas vinculadas de forma indirecta, que ayudan con ciertos procesos. “Sí, porque es una cadena. La fabricación de un zapato es una cadena, y como aquí no me cabe el personal, en las instalaciones, me toca delegar trabajo”, asegura Robiro. 

La puerta es engañosa: normal, desapercibida, de una casa esquinera sobre una loma, pero aquel primer piso donde está la tienda solo oculta los compartimentos secretos donde se hace la magia. Hacia abajo, dos pisos más, donde está perfectamente estandarizado cada uno de los procesos y donde hombres cuidadosos, con manos artesanas, siguen desempeñando el viejo oficio de coser, lijar, pulir, soplar sobre lo pulido, pegar. Hombres conocedores de oficios antiguos, casi todos mayores de cincuenta, que han decidido sentirse útiles hasta el último de sus días, y que han encontrado dónde hacerlo. 

Un legado familiar

Toda la familia Ocampo hace parte de Calzado D’Raso. Arciades, el hermano mayor de Robiro, quien tiene una remontadora desde hace 35 años, es uno de sus contratistas externos, al igual que Jesús, el hermano del medio, mientras que el menor, Jonás, es el encargado de la atención al cliente, la página Web y las redes sociales.

Y el legado continúa en la nueva generación. El hijo mayor de Robiro, de 18 años, no solo aprendió a bailar desde muy pequeño, al igual que su hermanita, de siete, sino que también trabaja como vendedor. Mientras que Sandra, su esposa, abrió un nuevo emprendimiento en el último piso: una tienda de ropa de baile especializada en prendas de ballet para niñas.

Aunque su padre murió en enero de 2019, Robiro está tranquilo porque él alcanzó a ver todo lo que habían construido. “Él siempre nos admiraba mucho, a raíz de todo lo que logramos construir. Él veía que nosotros íbamos creciendo poco a poco, que esto se iba expandiendo, y siempre nos admiraba mucho, porque veía plasmada la semilla que él había sembrado”.

Prácticamente todos crecieron en la zapatería de su papá; más que con tango, con música de pueblo, de cantina, con rancheras, con guacas, que era lo que él escuchaba. Allí él les enseñó a hacer zapatos, tal como había aprendido de un señor del pueblo, cuando vivía en Pueblorrico. “Él más o menos desde los 11, 12 años también empezó a aprender la zapatería. ¿A raíz de qué? A raíz de que quería trabajar y generar ingresos para poder subsistir”. Después se fue a Medellín, a probar suerte. “A él le gustaba ‘aventurear’ mucho también, hacer otras cosas, no necesariamente siempre la zapatería: él fue carnicero, estuvo en revueltería, vendió pollos en las casas, mercancía, de todo, pero lo que más lo tuvo como arraigado o estable en un solo lugar fue la zapatería”.

Fabricar un zapato es un arte que se puede cultivar no solo a lo largo de toda una vida, sino a través de varias generaciones. Y no, un zapato de baile no es cualquier zapato. Debe estar reforzado, porque está expuesto a maromas, a la caída de una mujer después de una figura; pero, al tiempo, debe ser suave al tacto, deslizarse en el piso, para permitirle flotar, girar, volar, para que ella se sienta segura, para que cuando caiga sienta que no solo la sostienen la suela, la estructura, el tacón, sino las manos de todos aquellos que participaron en su confección

Por Emma Jaramillo Bernat - Agencia Anadolu

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