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Los dragones del futuro, por William Ospina

Los efectos de la pandemia analizados por un escritor, desde el confinamiento hasta las dimensiones de sombra universal.

William Ospina * / Especial para El Espectador
06 de septiembre de 2020 - 02:47 a. m.
William Ospina invita: “Volver a la normalidad no debería inhibirnos para cambiar la historia, reinventar el mundo”.
William Ospina invita: “Volver a la normalidad no debería inhibirnos para cambiar la historia, reinventar el mundo”.
Foto: AFP - JUAN BARRETO

Fue Chesterton quien dijo que la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno es la diferencia entre un mundo que lucha con dragones y un mundo que lucha con microbios. Esta pandemia nos ha revelado una vez más no solo el poder de lo ínfimo, sino el poder de la naturaleza, a la que tiende a menospreciar cada vez más la vanidad de nuestra especie, su pretensión de tenerlo todo bajo control.

Una sentencia bíblica nos dijo que no hay nada nuevo bajo el sol, pero si algo es evidente para nosotros es que cada vez hay más cosas nuevas bajo el sol, cosas que no habíamos visto nunca. No solo ciudades de diez y de veinte y de treinta millones de habitantes, el retorno catastrófico del carbono a la atmósfera, la extinción masiva de especies vivientes debida a la acción de una sola especie, la nuestra, sino un continente de plástico que ahora flota en el Pacífico y una alteración del clima que presagia la degradación acaso irreversible de nuestro nicho ecológico, de esta morada que durante millones de años fue propicia para la vida en la Tierra.

Todavía no sabemos si la actual pandemia es una mala o una buena noticia: si ha venido a hablarnos de nuestra fragilidad o de nuestra fortaleza, a mostrarnos cómo empeoran las cosas o a enseñarnos cómo podrían mejorar. Por lo pronto, en la estela de Darwin y en el lenguaje de Olaf Stapledon nos hace sentir que frente a ciertas cosas nosotros, chinos, indios, mongoles, caucásicos, zulúes, mursis, saras, taínos o guaraníes funcionamos como un solo organismo, un organismo que frente a cada amenaza pone a prueba su resistencia, que aprende a defenderse allá en la trinchera recóndita de los tejidos, en las últimas olas de la sangre llena de vida. No sabemos si de esa lucha vendrá nuestra aniquilación o si podrá alzarse de nuevo el salmo de Walt Whitman a la fecundidad de la vida y a la promesa del futuro. Y es posible que la respuesta dependa de nosotros.

Ahora sabemos que lo que más nos protege frente a los peligros naturales no son las conquistas de la razón, ni las precariedades de la política, y ni siquiera la cisterna del saber universal, sino nuestra inmunidad natural, esas reservas desconocidas tan calumniadas por los idólatras del progreso, o de los que llaman progreso a la temeraria alteración de nuestras condiciones de vida, a la hostilidad con la naturaleza, al saqueo del planeta, a este romper los equilibrios del mundo con la torpe pretensión de que podemos mejorarlo.

Durante siglos nos limitamos a conquistar algunas comodidades, a hacer un poco más confortable la vida cotidiana, a tratar de hacer más bella y serena nuestra existencia, pero a partir de cierto momento ya no fue el bienestar humano lo que gobernó esas transformaciones, sino las fuerzas ciegas de la acumulación y del saqueo, la tentativa de triturar la naturaleza para convertirla en mercancías, de fundir en lingotes el misterio del mundo.

Pascal dijo alguna vez que lo aterraba el silencio eterno de los espacios infinitos; Leon Bloy afirmó que si vemos la Vía Láctea es porque ella realmente existe… en el alma, y Robert Browning, haciendo eco de la afirmación de que el orden inferior es reflejo del orden superior, dijo que vemos escrito en la leyenda de los siglos en grandes caracteres lo que en letra menuda cuenta el relato de nuestra propia vida, porque ambos textos coinciden. Lo cierto es que los humanos habitamos una frontera asombrosa entre lo infinito y lo infinitesimal, entre lo abismalmente grande y lo abismalmente pequeño, y ya Dante y Husserl han insinuado que a lo mejor un abismo es el reflejo del otro.

Schopenhauer escribió que cuando miramos el espacio infinito advertimos nuestra indescriptible pequeñez, y que cuando pensamos en el tiempo interminable nos damos cuenta de nuestra abrumadora brevedad, pero que cuando pensamos que ese espacio infinito no estaría frente a nosotros si no estuviéramos allí para verlo, y que ese tiempo infinito no nos mostraría su calidoscopio si nosotros no fuéramos sus testigos, comprendemos que solo para nosotros existe ese contraste entre lo inmenso y lo diminuto, que ese contraste que somos es lo sublime. No podemos pretender que una experiencia como esa, que nos deja casi sin palabras, además se prolongue en el tiempo. A ese instante que es la vida, lo podríamos llamar con un título de Borges: El milagro secreto.

Hace un poco más de dos siglos, para burlarse de Leibnitz, Voltaire inventó la palabra optimismo. Esa palabra se apoderó del mundo, e hizo evidente que era la época, y no apenas Leibnitz, quien acunaba esa ilusión de que todo sería óptimo, de que todo saldría siempre bien. El optimismo se convirtió en la divisa de la edad del progreso que nos diseñó la industria y que nos vendió en grandes dosis la publicidad.

Estábamos mejorando el mundo, conquistando la supremacía, poniendo la naturaleza a nuestros pies; la transformación del mundo no tendría límites, lo que abría sus puertas ante nosotros eran las inagotables bodegas de la sociedad del bienestar, que a la larga haría innecesario todo esfuerzo, pondría al orbe entero a nuestro servicio, y delegaría en las máquinas la tarea de educarnos, de divertirnos, de amarnos, de trabajar por nosotros, de recordar por nosotros, de pensar por nosotros.

Por ese camino, en medio del cual nos encontramos, lo único que podíamos alcanzar era nuestra completa irrelevancia. Una época que haga innecesarios el esfuerzo, la memoria, el pensamiento, que quiera excluir toda adversidad y toda dificultad, que borre las distancias, que quiera emanciparnos del poder de la noche, de las incomodidades de la búsqueda, de la aplicación, de la lentitud, del silencio y de la ausencia, una época que busque desesperadamente lo instantáneo, lo inmediato, lo continuo, lo confortable, y que guarde a la enfermedad, la vejez y la muerte, los maestros de Buda, en los sótanos de la conciencia o del olvido, no es una época que nos haga fuertes, sino que por el contrario nos reduce a la total fragilidad. Ese ideal de inacción no es posible lograrlo, la naturaleza no lo permite, pero sí nos educa en la cobardía, en la falta de proyectos que supongan esfuerzo y verdadera superación.

Eso se hace perceptible cuando aparece lo inesperado, cuando un peligro como esta pandemia nos enfrenta a un tiempo no codificado, cuando lo inexplicable nos asalta, lo desconocido nos desafía y nuestros hábitos no bastan para brindarnos protección. Una pandemia como la actual no tiene en absoluto la gravedad que han tenido otras en la historia: no es la peste de Justiniano, ni la peste negra del medievo europeo, ni siquiera la gripe española de 1918. Pero ha bastado para poner en jaque a una humanidad debilitada por las ineptitudes de la sociedad de consumo y del optimismo industrial. Bien decía Novalis que en ausencia de los dioses reinan los fantasmas.

Pero es que además la irrupción de este virus ha ocurrido en la edad de lo viral; lo que verdaderamente le ha dado sus dimensiones de plaga cósmica y de sombra universal no es tanto su peligro físico, que existe pero que es apenas un poco más grave que una gripe normal, sino el hecho de que la globalización ha concertado los relojes planetarios. No es una pandemia mayor, pero la hemos vivido de manera simultánea en todo el planeta: nos la han transmitido en vivo, cada una de sus víctimas ha sido contada y divulgada; en realidad es un diagrama de nuestro espíritu en este momento de la historia; continuamente se ve anunciada, transmitida, compartida, viralizada, y eso la multiplica hasta el vértigo y la convierte no solo en una enfermedad de la carne, sino sobre todo en una enfermedad del espíritu, una extraña enfermedad hecha de dolor y de miedo, de muertes y de duelos, pero también de redes sociales, de información, de noticias falsas, de rumores, de alarmas, de espectáculo, de adrenalina y de estadística. Una instantánea de la humanidad en un momento especialmente frágil y alarmado de su historia.

Y henos aquí de regreso a la caverna. En un siglo que todavía vive bajo la gravitación de los sueños de Bradbury, henos aquí ante la fantasía de un mundo sin gente, de ciudades vacías, en el umbral de lo que nos anunciaban los profetas de la ciencia ficción y las historietas de nuestra infancia; un sueño o una pesadilla a la medida de la época, la apoteosis de las fantasías posmodernas. Y si bien lo que pasa habla mucho de nuestras fragilidades y cautelas, de la proclividad actual al alarmismo mediático, a la subordinación política y a la docilidad ante los manipuladores del poder, también es posible que esta situación anómala con su pausa planetaria nos ponga en un lugar privilegiado para ver más allá de la pandemia y situarnos ante otro horizonte de la reflexión.

El confinamiento, por prudencia o por cobardía, también nos hace sujetos del experimento platónico, también parece exigirnos que vayamos a ver qué hay afuera de la caverna, si a esas sombras corresponden de verdad unos cuerpos. Y una sentencia de Shakespeare nos llega desde los labios de un muchacho ofendido: “Yo podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme sin embargo rey del espacio infinito”.

Todos en estos días hemos vivido como bajo un guion prefigurado la sucesión de unas etapas mentales. Primero, como dije, la fantasía bradburiana de un mundo sin gente; inmediatamente después el asombro un poco ilusorio de una irrupción de la naturaleza que habíamos confinado: los ciervos en los templos, los venados por las playas, las grandes aves volviendo a las ciudades, los delfines acercándose a los muelles, pequeñas y hermosas metáforas de nuestro sentimiento de culpa. Después la percepción del trasfondo histórico: el cambio climático, las mutaciones de gérmenes y de virus, la posibilidad de parar en seco, la maravilla de un aire más limpio, la nostalgia de la naturaleza, el peligro que entrañan las ciudades y el riesgo de un colapso urbano, la locura del consumo indiscriminado, la evidencia de cuán austera podría ser nuestra vida sin mayor pérdida, la comprobación de los dones de la presencia, los peligros de la excesiva virtualidad, el miedo de que colapse una economía en la que no confiamos, porque no hemos construido un modelo con el cual reemplazarla y, tal vez, incluso, la evidencia de que el capitalismo somos nosotros.

Entonces conviven en nuestra conciencia el deseo y el temor de volver a la normalidad, el recuerdo de las ollas de Egipto y el eco de la propuesta de Hölderlin de “que todo cambie en todas partes”. La sospecha de que estamos dispuestos a que todo cambie como esos ateos que en los aviones momentáneamente vuelven a creer en Dios, pero saben que lo olvidarán cuando hayan tocado tierra. No solo la convicción de que tenemos que cambiar, porque la pausa de meditación nos lo ha demostrado, sino la conciencia de lo tozuda que es la humanidad, la sospecha de que a pesar de tantas alarmas corramos el riesgo de no aprender nada, o de que otra vez la inercia de los días nos arrastre hacia la conformidad, de que ese ser nuevo que parecía nacer se diluya en la indiferencia.

Por lo pronto, como aquí se demuestra, la virtualidad ha tomado el timón. Ojalá sea por poco tiempo. Ojalá crezca en nosotros la necesidad de volver al mundo y reencontrarnos de veras, pues bien dijo San Juan de la Cruz: Mira que la dolencia / De amor que no se cura / Sino con la presencia y la figura.

Ojalá terminemos un poco hastiados del auditorio universal y de la virtualidad omnipresente. Nos gustaría que la pandemia y sus confinamientos nos hayan servido para comprobar qué vago sustituto de la presencia humana y de la alianza plena de vidas y conciencias son las ondas sonoras y los pixeles. Hay prosélitos del supuesto progreso y del cambio hacia la nada que ya proponen que la educación se vuelva definitivamente virtual, que avancemos con entusiasmo hacia la muerte final del mundo de los dioses, o sea del mundo real, y el triunfo definitivo de los fantasmas.

Porque antes de este incidente histórico ya tendíamos a solo manifestarnos mediante apariciones parciales, ya avanzábamos con ritmo sostenido hacia la desintegración del cuerpo humano, hacia una fragmentación de nuestra existencia y una suerte de deconstrucción de nuestro ser orgánico, de la plenitud corporal y de la conciencia de los otros. Y esa fragmentación del ser individual es también un paso en el proceso de desintegración de toda comunidad: desactivar a la humanidad como ser colectivo capaz de alianzas, de rebeliones y de cambios.

Hemos visto, en Colombia y en el mundo, cómo la ausencia de ciudadanos en las calles refuerza las tentaciones del poder, llena de brío a los depredadores de la vida y a los oportunistas de la corrupción. Ese modelo que también intenta destruir nuestra integridad reduciéndonos a la mera condición de consumidores, de electores, de tributarios y de espectadores, ve con deleite la perspectiva de un mundo sin creadores, sin protagonistas, sin opositores y sin rebeldes, y así como pretende maniatarnos para salvarnos de todo peligro, también tiene la tentación de salvarnos del pensamiento, de la acción y de la libertad.

La calle espera, el mundo espera. Una nueva ciudad es posible y tiene que ser más que un orden de construcciones y de vías, de servicios y comercios. Es lo que podemos construir con el gran legado de la civilización humana, lo mejor de nuestros pensamientos, lo más alto de nuestros principios y lo más bello de nuestras creaciones.

La mera tentación de volver a la normalidad no debería inhibirnos para la tarea urgente de cambiar la historia, de reinventar el único mundo posible que es el del presente. Porque hay microbios en el presente pero podría haber dragones en el futuro. Y es necesario volver a hablar de la condena del paraíso perdido. No el que nos dijeron que perdimos hace mucho tiempo, tal vez desde el comienzo, sino el verdadero: el que estamos a punto de perder.

* Escritor colombiano. (A Federico Díaz-Granados y a Giovanny Gómez. Leído en “Las líneas de su mano 13”, del Gimnasio Moderno).

Por William Ospina * / Especial para El Espectador

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