El Magazín Cultural

El legado de Charles Chaplin: el sexo

Los filósofos se desquiciaron —Una mujer de París es “el acta fundacional del arte cinematográfico”, exageró Walter Benjamin—.

Hugo Chaparro Valderrama
14 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.
“Una mujer de París”, estrenada en 1923 / Cineco Alternativo
“Una mujer de París”, estrenada en 1923 / Cineco Alternativo

El público de su época la consideró a la altura de Foolish Wives (1922), la película sobre la frivolidad y el sexo como campos de batalla, filmada por un cínico llamado Erich von Stroheim. Otro director, Jean Renoir, la mitificó asegurando que Chaplin era el mejor guionista en el planeta del cine y concluyó que su historia era capaz de conmover por su “grandiosa humanidad”.

Ha transcurrido el tiempo. El París de los años 20 y su forma de burlar los prejuicios y las convenciones en contra del puritanismo con el que veían los pecados a la francesa desde Estados Unidos, quedó registrado en el cine como un testimonio de arqueología moral.

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Mr. Chaplin, ansioso por demostrar que podía ser un rey de la comedia y de su inversión, la tragedia, filmó Una mujer de París (1923), cambiando el registro de la nobleza que define a su vagabundo en el trance del humor por el de la crudeza mundana donde los inocentes sucumben a la astucia de los que saben cómo manipular el mundo a través del sexo.

Trazó entonces las líneas de una geometría pasional en la que no olvidó a ninguno de los personajes que han servido para regar el mundo con lágrimas: la chica desesperada con su vida provincial y el novio que la entusiasma para escaparse del pueblo; los padres que los repudian y la madre que trata de conciliar entre el padre y su hijo, fracasando en el intento; el galán profesional que asedia a las palomas ingenuas, hasta hacerlas bailar en la palma de su mano, alimentándolas con el lujo y la lujuria que sirven para seducirlas; la miseria digna compitiendo con la insolencia indigna de la riqueza; el placer sensual que se redime en la iglesia o en el servicio apostólico donde los malos recuerdos, la culpa y sus traumas, se conjuran con la sonrisa de un niño al que un sacerdote le entrega un juguete.

La tesis de Chaplin: una prostituta arrepentida puede convertirse a largo plazo en una monja que quiere hacer el bien después de todo el mal que ha sufrido.

A la trama se sumó otro dilema de Chaplin: “Creo que soy mejor director que actor”. Estaba tan convencido de sus certezas geniales, respaldadas por el mundo que continúa festejando un cine no menos genial cuando brilla en la pantalla, que le advirtió a su público al inicio de Una mujer de París: “Para evitar un malentendido advierto que no aparezco en esta película. Este es el primer drama serio que escribo y dirijo”.

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A cambio del vagabundo, que no habría encajado en este relato donde se enfatiza en la palabra “destino” como sinónimo de tragedia, aparece un actor que haría de los smokings, las cenas, el talante corrosivo del guapo al que no le importa maltratar a nadie con tal de coronar sus ambiciones, un estilo que definió al actor de Pittsburgh, hijo de un padre francés y una madre irlandesa, Adolphe Menjou, sonoramente útil para hacer explícito otro complejo que define un matiz cultural de Estados Unidos: Francia como emblema de la gran cultura y refugio de los expatriados que huyen del pragmatismo vulgarmente económico que define masivamente a Estados Unidos.

Con este coctel mezclado en el guion, Chaplin se aventuró formalmente a narrar con su elocuencia visual una historia de equívocos a través de los que el espectador, sin necesidad de largos discursos filmados por la cámara, comprende las tensiones que animan a los personajes: prendas masculinas en el cajón de una mujer para sugerir al amante que paga la casa; encuadres en los que se ven las reacciones de los actores ante un desnudo que es posible sospechar fuera de cámara; la escena de la masajista que recorre el cuerpo de la amante, mostrando en planos medios cómo menea el brazo de su cliente como si fuera la presa de un pollo, mientras escucha con fastidio los chismes de la amiga que comenta el cambio que ha hecho el galán la noche anterior de ese cuerpo por otro.

Una mujer de París es Chaplin en su evolución, a principios de los años 20, la década gloriosa del cine. Vendrían después otros clásicos: La quimera del oro (1925), Tiempos modernos (1936), El gran dictador (1940). El contraste nos permite comprender que quiso ser un artista integral, no sólo en términos fílmicos, también en la dimensión que quiso darle a su mundo, donde la risa y el drama se complementan para mostrar el espectáculo tragicómico del ser humano.

* Laboratorios Frankenstein

Por Hugo Chaparro Valderrama

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