El Magazín Cultural

El “Viaje a pie” de Fernando González Ochoa

Este libro no describe tanto los lugares, paisajes y personas que encuentra González Ochoa, sino que expone lo que piensa de la vida de los hombres, de sus fuerzas y energías naturales, del superhombre nietzscheano.

Camilo García
03 de diciembre de 2019 - 02:00 a. m.
Fernando González Ochoa, a quien llamaron “El Brujo de Otraparte”, de cuya obra dijo Gabriela Mistral que era de las más originales y profundas que había leído. / Archivo
Fernando González Ochoa, a quien llamaron “El Brujo de Otraparte”, de cuya obra dijo Gabriela Mistral que era de las más originales y profundas que había leído. / Archivo

Hace noventa años se publicó el libro Viaje a pie de dos filósofos aficionados, del escritor y pensador colombiano Fernando González, una obra que relata el viaje que realizó a la edad de 35 años, casi siempre a pie, desde la población de Envigado cercana a Medellín hasta el puerto de Buenaventura, en la costa Pacífica en compañía de su amigo y colega, el abogado Benjamín Correa, y que emprendieron, según lo declara en el prólogo, para mantener la “elasticidad juvenil de sus cuerpos”; es decir, para preservar y fortalecer sus fuerzas físicas vitales. 

Pero en este libro González no nos describe tanto los lugares, paisajes y personas que encuentra, sino sobre todo nos habla o nos expone lo que piensa de la vida de los hombres, de sus fuerzas y energías naturales, del superhombre nietzscheano que acepta y asume esa vida tal como es, del “método de contención” para vivir con sabiduría que le enseñó Pascal; es decir, del hecho de aprender a ser casto para poder disfrutar plena y auténticamente del goce de los sentidos, del significado de la juventud cargado de la vitalidad que les impide pensar en el destino de la muerte y de la vejez en la que, por lo contrario, los hombres, despojados de esas fuerzas vitales por el paso del tiempo, ven y reconocen con claridad la imagen de su muerte, que se les acerca perentoriamente, del carácter temporal y pasajero de sus vidas naturales en la naturaleza de esta tierra que los fecunda, los nutre y los abraza, de los dos tipos de seres humanos que considera característicos del mundo moderno: los que hacen fortuna y los que se dedican a actuar; del papel y significado central y absorbente del dinero, que se ha convertido en el rey del mundo desde que los jerarcas de la Iglesia católica decidieron, a comienzos del siglo XVI, “vender por dinero la eternidad, la salvación eterna”; del hambre, el amor y el miedo, que considera los motores que impulsan a los hombres a vivir: el hambre que los conduce a buscar los alimentos necesarios para preservar sus organismos o cuerpos, el amor que los empuja a buscarse entre sí para nutrir y ensanchar sus sentidos y espíritus, y el miedo que los lleva a apartarse de los peligros mortales que los acechan, y, por último, del afán también natural que tienen a la perfección, a ser perfectos, cuya imagen encuentran en Dios. 

Por eso, su viaje termina precisamente cuando dice escuchar, envuelta y transportada por los sonidos musicales del viento, la voz de la perfección divina, la voz de Dios, que le habla en el momento que se baña en las aguas del océano Pacífico en el puerto de Buenaventura; una voz que brota de los sonidos armoniosos de ese viento marino que forja la imagen de su presencia infinita. 

Voz divina que le replicó y puso en cuestión algunos de los pensamientos que había expresado a lo largo de su viaje por tierras colombianas, que en realidad fue un viaje por el interior de su conciencia reflexiva, un recorrido temporal en el que forjó, expresó y expuso algunas de sus ideas y pensamientos sobre la vida y el ser de los hombres. Pues para él, tal como lo aprendió de Descartes, pensar es el acto fundamental que le da la certeza de su existencia como ser humano, el acto que les proporciona a los hombres la certeza de que son y existen como tales.

Le dijo Dios:

“Porque Delage, Loeb y Bataillion han obtenido artificialmente que el óvulo virgen principie a desarrollarse, ¿sabes tú quién eres? ¿Estabas en los elementos del óvulo? ¿Dónde estaban esos elementos antes de aparecer?

¿Sabes tú en dónde están tus superhombres, Siddharta Gautama y Gregorio Rasputín?

¿Crees conocer la vida porque separas animales, vegetales y minerales? ¿No será la tierra más viva, más orgánica que tú? ¿No se mueve ella sobre sí misma y alrededor del sol con infinita mayor viveza que los jugos vitales en tu cuerpo? ¿No se mueven con mayor energía las aguas del mar, las corrientes magnéticas y eléctricas, las corrientes subterráneas, el aire atmosférico que la sangre en tus venas? ¿No crecen más vivamente las plantas y animales de la tierra que los cabellos en tu cabeza? ¿Crees que la tierra y que los conjuntos estelares son inorgánicos?

¿De un eolito y de un sílex encontrado en el fango de hace pocos siglos deduces la vejez de tu especie? ¿Crees por eso que el hombre no es el sello mío?

¿Niegas la inmortalidad porque el cadáver no se ríe? ¿Llamas inmortal a aquel cuyo nombre perdura unos años en las hojas de los libros?

¿Crees conocerme porque inventaste los términos infinito y esencial?”

Y González, como creyente que era, aceptó estas objeciones a sus pensamientos que Dios le comunicó; el saber supremo que su existencia representa lo empujó a reconocer su validez. Pero, al mismo tiempo, estas objeciones críticas que sabía de antemano que recibiría de Dios no le impidieron expresarlas en el libro. Pues para él lo más importante y decisivo es atreverse a pensar por su propia cuenta, de manera libre y autónoma, tal como lo demandaron en el siglo XVIII Kant y los pensadores ilustrados, así esos pensamientos puedan ser errados o sujetos de crítica. Él, como todo ser humano dotado de razón, tiene el derecho y el deber esencial de pensar todo lo que considere verdadero, así los demás o el propio Dios le muestren después que no lo es. Atreverse a pensar por sí mismo es asumir con valor y decisión el riesgo de que ese pensar no sea verdadero o correcto. Riesgo que hace parte inherente y consustancial de todo pensamiento auténtico.

Por esta razón considero que este libro es una de las obras fundamentales con las que se inauguró el pensar filosófico en Colombia. Pues, a diferencia de la inmensa mayoría de profesores de filosofía que escriben monografías académicas, artículos o libros en los que exponen, ciertamente con rigor e inteligencia, el pensamiento de otros filósofos o pensadores, generalmente europeos, o que realizaron una encomiable labor de divulgación de algunos de esos pensadores como Danilo Cruz Vélez, Rubén Jaramillo o Guillermo Hoyos, González tuvo el valor y el excepcional mérito de ser el primero en el país que expuso sus más propios y auténticos pensamientos de carácter filosófico sobre la vida y el ser de los hombres, el primero que tuvo no solo la capacidad sino también el valor de pensar por su cuenta. 
 

Por Camilo García

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