El Magazín Cultural

Caída de Duque, la dictadura que imagina Vallejo

El escritor antioqueño presenta este sábado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá una novela en la que, a través de un tirano, recrea “el atropello” y “la hijueputez” de los colombianos, desde los políticos hasta los raperos. Una "hecatombe" en la que son fusilados Gaviria, Pastrana, Uribe y Santos.

Nelson Fredy Padilla
26 de abril de 2019 - 06:55 p. m.
Fernando Vallejo (76 años) en su casa, Casablanca la Bella, en Medellín, con su perra Brusca. / Foto: Nelson Fredy Padilla
Fernando Vallejo (76 años) en su casa, Casablanca la Bella, en Medellín, con su perra Brusca. / Foto: Nelson Fredy Padilla

Fue el político Darío Echandía, después presidente de Colombia, el que preguntó ante la violencia desatada por el Bogotazo en 1948: “¿El poder para qué?”. Desde los años 70 el boom literario latinoamericano exploró el mismo interrogante con novelas sobre dictadores: el paraguayo Augusto Roa Bastos con Yo el supremo, inspirada en el régimen de Stroessner; Gabriel García Márquez con El otoño del patriarca, sobre un déspota del Caribe; El recurso del método, la fusión de autócratas históricos de Alejo Carpentier; hasta La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, sobre la opresión de Trujillo en República Dominicana. (Entrevista de Fernando Vallejo con El Espectador).

Ahora el escritor Fernando Vallejo, a quien siempre le repugnaron los tiranos de derecha y de izquierda (en especial Fidel Castro), aporta una novela con la voz del mayor tirano que puede producir la “Colombia miserable” en el siglo XXI, en el clásico estilo de diatriba de sus veinte libros previos.

Los militares van a Medellín y le piden como “civil eminente” que haga parte de un golpe de Estado contra el presidente Iván Duque y que asuma el poder. A los 95 años de edad, “el humildísimo” no tiene nada que perder, acepta, clausura el Palacio de Nariño y se instala en el de San Carlos con su perra Brusca y su reloj de Santa Anita, que simboliza el río del tiempo de sus ficciones. En esta lo despierta desde las 3 a. m. para firmar en piyama, iluminado por san Alberto Fujimori, y luego con bigotico a lo Hitler o boina a lo Francisco Franco, sentencias de fusilamiento.

Como hay división en las Fuerzas Armadas, se gana “el respeto” dando de baja a los cuatro generales de la Junta Militar para que “la oficialidad cobarde entre en el aro”. “Ni idea tenía del cataclismo que iba a producir por aceptarles la oferta y lo voy a convertir en hecatombe”. Los tres poderes quedan reducidos al gran Yo, que no recibe sueldo, ni roba, ni le tiembla la mano. Abre fusiladeros, decapitaderos y quemaderos. Por medio de la “red patriótica”, que unifica todos los canales de televisión y emisoras de radio, y se reproduce vía YouTube, anuncia sus designios: “Colombianos: nunca más tendrán que hacerse justicia por mano propia porque yo la haré por todos”.

Corrige 220 erratas de la Constitución, se acaban los derechos y se impone “la bendita revolución de los deberes”. Por su “voluntad soberana” desaparecen el amarillo y el azul de la bandera nacional y deja solo el rojo, “el refulgente color de la sangre”. Decreta la imprescripción del delito, prescribe la impunidad y empieza a ajusticiar.

Los primeros cuatro pasados por las armas, en la Operación Caramelo de Eucalipto, son César Gaviria, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe (a quien tiene que someter por las malas) y Juan Manuel Santos. Y si no aparecen “pagan con sus vidas sus hijos y sus madres”, a quienes ordena perseguir con drones cargados con “frijoles nucleares”, como a Carrasquilla y Uribito.

El principal testigo es el amanuense Peñaranda, que pregunta:

—Excelencia. ¿Qué hacemos entonces con Duque?

—¡Cuál Duque!

—Pues el que usted tumbó.

—¡Pues fusílenlo! ¡Qué esperan!

Acaba con el proceso de paz, con Timochenko, Santrich y demás “cabecillas de las mafias políticas y de la narcoguerrilla de las Farc”. Y a los “faracos” les siguen paracos, narcos, secuestradores, atracadores, incluso grafiteros y raperos.

Incluye el exterminio del Honorable Congreso de la República en pleno: “Me fui con mis tanques y kalashnikovs al Capitolio… lo borré con un canto de metralletas bicameral y homogéneo”. Cae la estatua de Bolívar. No se salvan las cortes, los tribunales y sus magistrados, los entes de control (los cobradores de impuestos mueren en hogueras avivadas), los banqueros (Sarmiento Angulo) son decapitados. “¿Qué apoteosis!”.

Todo a manos de soldados al servicio del “tripontente”, que se propone “salvar a Colombia” de los colombianos, tal vez con máquinas robóticas honestas.

Para ponerle fin al “engaño del rebaño” ordena balear, degollar o quemar a curas, pastores, popes, rabinos y ayatolas. Para frenar el Gran Embotellamiento Nacional, como escarmiento para que ningún motociclista vuelva a atropellar a un peatón, arma una emboscada: “La matanza de los diez mil”, “diez mil motociclistas con sus motos sin mofles”. Transmite en directo el ataque de helicópteros artillados y el balance: 10.523 muertos. Hay otra contra la “mafia blanca”, 20.000 médicos, mientras los vivos deben refrendar el título ante el dictador. “La hampona industria farmacéutica” también la paga.

Suma masacres de “cafres del volante”, matarifes y carniceros. Nadie puede denunciarlo. Los periodistas se van al carajo: “No existe aquí un cuarto poder, solo uno, uno solo, yo”. No queda vivo “un solo opinador… caterva de coprólogos”. En los sótanos del Palacio practica métodos de tortura como la “bacinilla eléctrica con rotor de cuchillas de afeitar”

¿Por qué?, pregunta el lector. “No me pidan razones que no tengo más que la que adujo Mussolini…. ‘porque así me canta el culo’”. “Los de arriba, los de abajo, los del gobierno, los de la calle, los del ejército, los de sotana, todos pagan”. Sacrifica hasta a Mockus, porque siendo alcalde de Bogotá mandó electrocutar a 400 perros callejeros. Decreta el cierre de mataderos, impone como mandamientos que “el colombiano no comerá nunca más animales”, “sólo excretará vegetales”. Se acaba el derecho a la reproducción humana y rige la esterilización y el aborto.

Anula la Ley Emiliani, se acaban “fiestas civiles y religiosas, puentes y superpuentes”, los partidos de fútbol; prohíbe la música en los supermercados, buses, discotecas, burdeles; deroga condecoraciones, por ejemplo la Cruz de Boyacá al “pintagordas Botero”.

Prohíbe las religiones, ordena sacar la Iglesia católica de Colombia y descruzar todas las cruces, “dejarlas en palos sueltos para hacer mangos de escoba”. Ah, claro, La puta de Babilonia —el expediente de Vallejo contra el catolicismo— se vuelve texto obligatorio del bachillerato. A las nuevas generaciones “solo se les va a enseñar en adelante una cosa: a respetar”.

Como lo anticipó en entrevista con El Espectador a finales del año pasado, el autor lleva su sátira al máximo grado para decirle “¡Basta!” a la peor dictadura, la del poder político, pero también a una nacionalidad sin salvación: “No son solo los gobernantes, es la sociedad entera la que atropella, la que abusa, la que traiciona, la que engaña, la que estafa, la que miente, la podrida, la corrupta, Colombia en su plenitud rabiosa”.

Durante cinco años, entre bellaquerías cada vez peores, el soberano hijueputa ofrece banquetes y fiestas sobre las pulgosas alfombras de su residencia histórica y trabaja en sus memorias, no como las de García Márquez, el “ponedor de huevos prehistóricos”. Mientras tanto, el reloj de Santa Anita cuenta las horas que le quedan.

* Este sábado 27 de abril, a las 3 de la tarde, Fernando Vallejo charlará sobre este libro con el escritor Mario Jursich en el Auditorio José Asunción Silva, en Corferias, Bogotá.

Por Nelson Fredy Padilla

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