El Magazín Cultural

La opción de morir en el camino

Diez niños centroamericanos le contaron a Juan Pablo Villalobos cómo llegaron solos a Estados Unidos y cómo sobrevivieron a los peligros de un viaje aterrador y sin garantía.

SORAYDA PEGUERO ISAAC
04 de octubre de 2018 - 02:00 a. m.
El escritor mexicano Juan Pablo Villalobos, quien retrata en su más reciente libro la crisis humanitaria de los niños que atraviesan México para llegar a Estados Unidos.   / Ana Schulz
El escritor mexicano Juan Pablo Villalobos, quien retrata en su más reciente libro la crisis humanitaria de los niños que atraviesan México para llegar a Estados Unidos. / Ana Schulz

Juan Pablo Villalobos está resfriado. Sentado en la terraza de una librería barcelonesa, le da un sorbo a su taza de café, lamenta su malestar y empieza a hablar de lo que vino a hablar. Villalobos vino a hablar de su nuevo libro. El título hace que uno recuerde el discurso más aclamado de Martin Luther King. “Yo tengo un sueño”, decía el pastor afroamericano. La frase se convirtió en un símbolo del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos. Y fue allí, en Estados Unidos, donde Villalobos encontró las historias que componen Yo tuve un sueño (Anagrama, 2018), un libro sobre “los otros sueños americanos”.

Dijeron que más de 50.000 niños indocumentados cruzaron la frontera que separa México de Estados Unidos. Que llegaban solos a Estados Unidos, sin la compañía de algún adulto. Los niños que cruzaban la frontera eran detenidos por las autoridades y el Gobierno estadounidense hablaba de “crisis migratoria”. Ese era el panorama entre los meses de mayo y junio de 2014. Por aquellos días, el editor de una revista estadounidense le planteaba un nuevo desafío a Villalobos: “¿Estás interesado en ir a Estados Unidos para entrevistar a algunos de esos chicos?”.

“Se trataba de ir a Los Ángeles a entrevistar a una adolescente que había hecho el viaje junto con su mejor amiga. A la amiga la habían matado en México. Pero no pude entrevistarla. Los abogados y la familia pensaron que no era conveniente, por los trámites que estaban haciendo. Al final acabé entrevistando a un chico guatemalteco y a uno salvadoreño, y publiqué sus historias en inglés y español. De ahí surgió la idea de hacer este libro”.

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Para hacer las entrevistas, Villalobos (México, 1973) viajó a Nueva York y a Los Ángeles, y contó con la colaboración de ONG y abogados expertos en trámites de inmigración. Pensaba hacer un ensayo de testimonios, pero cambió de ruta. Eligió desaparecer del libro para que las historias fueran narradas por sus protagonistas. Antes de empezar consideró detalles importantes: que los niños y las niñas fueran de diferentes edades y de diferentes países, y que ninguno de ellos fuera mexicano.

“La realidad de los migrantes mexicanos, comparada con la de los centroamericanos, es diferente. La ley estadounidense establece que si los inmigrantes indocumentados provienen de países con los que Estados Unidos no tiene frontera, como ocurre con los chicos centroamericanos, serán detenidos. Luego, en lo que se decide si tienen o no cómo empezar un proceso de obtención de papeles, van a un albergue. En el caso de los países con los que Estados Unidos tiene fronteras se ejecuta una deportación automática”.

Los diez chicos entrevistados por Villalobos —cinco niñas y cinco niños— vivieron para contar su historia y pudieron reunirse con sus familiares afincados en Estados Unidos. Pero las cosas pueden torcerse. El viaje desde sus países, pasando por México, hasta llegar a la frontera —último tramo antes de poner un pie en Estados Unidos— está plagado de amenazas reales. Los niños pueden ser violados, secuestrados, asesinados. Pueden morir ahogados o de insolación, de sed o de hambre.

En algunos pasajes de su libro, la magnitud de los peligros que acechan a los niños resulta perturbadora. Uno llega a preguntarse si vale la pena correr semejante riesgo.

La otra opción es quedarse y entrar a las pandillas, o quedarse y tener una vida de miseria. En el libro hay una frase que me dijo una de las niñas que entrevisté. La frase la decía su hermano, con quien la niña hizo el viaje. Decía: “Prefiero morirme en el camino”. Incluso si los matan en el camino, en México (que es un riesgo muy alto que padecen los niños), creen que huyendo de sus países tienen una oportunidad. Si se quedan no hay alternativa. Decir “¿vale la pena?” no es una pregunta válida. Lo que está pasando en Centroamérica es una crisis humanitaria. No existe el escándalo mediático de los cientos de muertos en un día, pero los hay en el transcurso de años. La violencia, el narcotráfico, la trata de personas. Es un escenario en el que estos chicos no encuentran otra opción. No estamos hablando de historias de migración; estamos hablando de historias de huida.

¿De qué huyen los niños?

Se habla mucho de las pandillas. Es verdad que, en parte, la salida de los chicos tiene que ver con la violencia de las pandillas y con la presión que ejercen sobre ellos. Pero también tiene que ver con pobreza extrema, violencia intrafamiliar, violencia de género. Es decir, no hay un motivo único por el cual estos chicos emigran. Si tuviera que decir un motivo diría que no tienen horizonte. No tienen expectativa de nada, ni siquiera de vida. Muchos de ellos ven claramente que lo que les espera es una muerte temprana.

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Nicole, Kimberly, Santiago, Daniel, Dylan, Alejandro, Miguel Ángel, Kayla, Mariana, Abril. Villalobos cambió sus nombres para preservar su anonimato. Algunos de ellos nacieron en Guatemala, otros nacieron en El Salvador o en Honduras. Cuando llegaron a Estados Unidos tenían entre 10 y 17 años. El novelista mexicano concentró cada una de las historias en un tramo diferente del viaje. Una elección que le permite al lector construir una imagen completa, sin repeticiones, del camino que recorrieron los niños para llegar a Estados Unidos. Los títulos de los relatos no fueron elegidos por razones estéticas: El otro lado es el otro lado, Cómo nos íbamos a ir, Hasta el sol de hoy, Era como algodón, pero cuando lo toqué era puro hielo. Casi todos son frases que los niños dijeron durante las entrevistas. Frases rescatadas en el libro con sus voces y acentos, con las formas de decir propias de sus países.

“Ahí estaba mi trabajo, en la sintaxis, el tono, el vocabulario. Escuchaba mucho las entrevistas para ir captando esto, para identificar frases que me permitieran anclar el relato. Cuando una niña me cuenta que está en una celda abarrotada de gente, que ni siquiera hay sitio para sentarse y que, de pronto, una desconocida le ofrece su lugar, ya sé que ahí está el relato. Mi trabajo era identificar esos momentos y a partir de ahí realizar una tarea de montaje. Elegir qué se cuenta primero, qué se cuenta después y qué cosas no se pueden contar.

¿Qué cosas no se pueden contar?

En Prefiero morirme en el camino elegí dejar una huella de aquellos que no sobreviven. Al final de este relato hay una elipsis que no nos deja saber qué paso con los protagonistas. Los dejamos en una camioneta, con un tipo que va armado. No sabemos qué pasa con ellos. Quería mostrar la indefensión en la que están estos chicos. Es evidente que sobrevivieron, me están contando su experiencia, pero quería dejarlo así. Como una huella de las historias que no serán contadas.

Los niños le contaron cosas terribles. ¿Algunas siguen haciendo ruido en su cabeza?

En todas las historias hay un componente muy fuerte de violencia de género. Padre alcohólico, padre golpeador, padre ausente. Y están las pandillas, con toda su cultura de violencia sexual. Yo me lo esperaba, sabía que sucedía. Pero no sabía hasta qué punto era realmente una razón de migración. Para mí, como mexicano, con todas las mierdas que les hacemos a los centroamericanos mientras atraviesan México, y como hombre que percibe esa violencia, es perturbador. Acabé sintiéndome cómplice. Es como decir: “¿Yo, dónde estoy en todo esto? Yo no hago nada pero, si me clasifico, ¿dónde estoy?”. Y me di cuenta de que estoy del lado del mal. Esa parte fue jodida. Escuchar a las chicas hablando de que si el tipo se acercaba, de que si se acostaba y la quería tocar, y luego la otra que te cuenta que la violaron. Es terrible. De hecho, y eso se ve en una de las historias, es una práctica común que una abuela, o una tía, le diga a una niña: “Mira, mija, te voy a poner esta inyección, para que si te pasa algo en el camino, por lo menos no te quedes embarazada”.

¿De qué lado están los responsables?

El tema de las fronteras es un falso planteamiento. Todos estos fenómenos están conectados. Las pandillas surgen en Estados Unidos que, hace tres o cuatro décadas, empezó a deportar pandilleros que tenía en sus cárceles de Los Ángeles y de Nueva York. Estos pandilleros llegaron a Centroamérica con toda la cultura de las gangs. Entonces, algo que viene importado de Estados Unidos se convierte en un fenómeno centroamericano. Y el tráfico de drogas, de armas y de personas se convierte en un negocio lucrativo para mucha gente. La responsabilidad no es solo de una parte. Este problema tendría que tratarse con estrategias globales, pero no interesa. Hay quien construye su carrera política con esto, contra esto, con un discurso xenófobo que funciona para ganar votos.

Usted pretendía escribir un libro de testimonios que acabó siendo un libro de historias reales contadas con un enfoque literario. ¿Este es el libro que quería escribir?

Estoy contando historias de niños centroamericanos que atravesaron México para ir a Estados Unidos, pero creo que la dimensión humana que tienen, lo que hay detrás, la violencia, los motivos, los miedos y las estrategias de sobrevivencia, serían muy similares si hiciera un libro sobre niños sirios que huyen a Europa, o sobre marroquíes que tratan de llegar a España. Quería que el libro tuviera esa dimensión universal, que estas historias sobre la migración forzada perduren, más allá del contexto y del tiempo. Si lo consigo, habré hecho bien mi trabajo.

 

Por SORAYDA PEGUERO ISAAC

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