El Magazín Cultural

Los arrieros: pioneros de alcances modestos pero eficaces

Publicamos un capítulo del libro “Colombia: Historia de un olvido. Tres siglos de un pueblo que surgió sin tirar piedra”, de Enrique Serrano, sello editorial Planeta.

Enrique Serrano
01 de abril de 2018 - 02:00 a. m.
“Creo que con este libro se zanja y documenta esa generalización por la cual se tiende a presumir que los colombianos existen sólo a partir de 1810”, dice Enrique Serrano en su nuevo ensayo. / Cortesía Planeta Editorial
“Creo que con este libro se zanja y documenta esa generalización por la cual se tiende a presumir que los colombianos existen sólo a partir de 1810”, dice Enrique Serrano en su nuevo ensayo. / Cortesía Planeta Editorial
Foto: Archivo

Sería incomprensible una historia de América sin reconocer el papel que las mulas cumplieron en la penetración del territorio, en el descubrimiento de las minas, y en todos los demás asuntos relacionados con los emplazamientos y con las fundaciones. Este animal tan fuerte, resistente y adaptable fue el secreto de la construcción de Andalucía, del sur de España y de buena parte de Europa.

En virtud de la experiencia que la mula les había dado ya a los futuros pobladores de América, su presencia era obligatoria desde el mismo comienzo de la empresa conquistadora. Como es bien sabido, los conquistadores hicieron un uso inicial de los caminos indígenas, pero luego abrieron nuevas trochas que después se conocieron como “caminos reales”. Estos caminos fueron literalmente abiertos a lomo de mula, en el momento en el que este animal empezó a importarse a América con las expediciones del siglo XVI. Las condiciones del terreno en el Nuevo Mundo resultaron inmejorables, pues ofrecieron a las mulas un buen clima, posibilidades de adaptación y alimento en abundancia. Por eso el comercio de mulas fue tal vez el primero de los grandes comercios que abrieron el horizonte de la arriería como la institución más importante, cuyo eco habría de marcar a la Colonia propiamente dicha a partir de los comienzos del siglo XVII.

Aunque, como hemos visto, las mulas empezaron a ser empleadas desde los tiempos de la Conquista, el caballo es en todo caso el animal más emblemático asociado aún a la metáfora del conquistador. Sin embargo, el animal que realmente representa a la figura del colonizador es la mula, que fue tan valiosa como el caballo, pero más definitiva a la hora de tratar de sacar adelante la empresa americana en todos los órdenes.

No sólo las mulas de América contribuyeron decisivamente al poblamiento y al desarrollo de la sociedad, sino que con ellas se trasplantó la cultura de la arriería que ya existía en la España del centro y del sur. Una cultura seminómada, de individuos que van buscando oportunidades de negocio, lugares para asentarse o para ayudar a otros a asentarse, transportadores que generan contacto entre las regiones, es decir, pioneros en el sentido pleno del término. Esos pioneros que fueron tan famosos y objeto de tanta veneración en Norteamérica también existieron en las tierras de América del Sur. Lo que hoy llamamos Colombia fue uno de los escenarios fundamentales de la arriería, durante prácticamente todo el período que se conoce como Colonia, incluso mucho tiempo después de la Independencia.

Las mulas abrían los caminos. Los arrieros ponían las cotas y las marcas, y construían las fondas y los lugares de descanso de las caravanas. Lo más importante que hacían los arrieros era buscar agua, sitios de descanso, zonas sombreadas, tierras fértiles y buenos solares para el cultivo. Al mismo tiempo, llevaban consigo principios de ideas, comercios, artículos y servicios, que fueron básicos para el establecimiento permanente de estas comunidades en América.

Llevaron a los curas y a los clérigos hasta sus destinos. Llevaron a las mujeres y a las familias hasta el lugar de la fundación que se había decidido con anterioridad. Fueron capaces de trasplantar mercaderías y trebejos decisivos para la construcción de formas de vida consideradas permanentes. También llevaron tecnologías a los diversos rincones del territorio, como el reloj, la pala, el azadón, en fin, una serie de herramientas que, o fueron tomadas de tecnologías indígenas que se manejaban en América con destreza, o fueron importadas de Europa porque la tierra era dócil, fértil y capaz de resistir la llegada de estos individuos.

Hay que destacar también en la arriería un tema capital: la llegada de la medicina. La llegada de los tratamientos, de los remedios, de las boticas, de los médicos mismos, para enfrentar los que eran tal vez los flagelos más importantes que tuvieron que soportar tanto los indígenas como los recién llegados: la viruela y el coto. La condición de la arriería como una forma de actividad moderada y rítmica, que caracterizó el poblamiento y la Colonia, hizo que ninguna población se sintiera completamente aislada.

Siempre había arrieros en movimiento; siempre había exploradores; siempre había individuos que traían y llevaban objetos, personas, servicios, y en general una serie casi inveterada de beneficios que provenían de la actividad arriera.

No obstante, hay que resaltar el hecho de que muchas autoridades se manifestaron contrarias a la práctica libre de la arriería porque era el instrumento por excelencia del estraperlo y del contrabando.

Muchas cosas se traían sin pagar impuestos o sin permiso de la Corona. Esto hizo que los cristiano-nuevos (desde el mismo momento en que Pedrarias Dávila y Juan de la Cosa hicieron su entrada en la tierra que hoy llamamos Colombia) tuviesen algún tipo de recelo por parte de las autoridades, pues sus cargas siempre escondían elementos adicionales que constituyeran el eje de la supervivencia de la arriería, lo que garantizaba que fuera no sólo un negocio rentable, sino una actividad que no se suspendió nunca desde la llegada de los primeros españoles hasta bien entrado el siglo XX.

Algunas regiones, particularmente la costa Atlántica, se construyeron de manera casi total gracias al estraperlo (es decir, al contrabando de mercaderías o de personas). Esa llegada de personas no declaradas, esa llegada de comunidades encubiertas, esa recurrencia de actividades pagadas a particulares que hacían el servicio (por ejemplo, a los clérigos, a sacerdotes indígenas, a cristianos viejos, a funcionarios, pero también a seres que habían sido sospechosos de hacer apostasía en secreto), contribuyeron a que en Colombia fuese más o menos normal que lo legal estuviese siempre mezclado con lo ilegal.

Muchas personas se han preguntado en innumerables ocasiones de dónde viene esa relación tan equívoca que el pueblo colombiano tiene con la ley. Proviene del hecho de que las mismas poblaciones que se establecieron aquí estaban huyendo de las autoridades, se escondían por un tiempo, ocultaban parte de su información vital y en gran medida llegaron a América por rutas no oficiales.

Las condiciones enunciadas hacen suponer que el comportamiento de estas poblaciones alrededor de un mundo que les era razonablemente conocido y no completamente hostil los hubiera hecho pensar que la ley era relativa y que sólo se cumplía hasta cierto punto. Que sólo a ciertas personas había que obedecer de manera abierta.

Que con todos los demás, que eran un poco sus cómplices y sus compañeros de aventura, los arrieros podrían tener una relación cabalmente diferente, de camaradería, de clientela explícita, de mutua dependencia, etcétera. En otras palabras, los arrieros protegían a los recién llegados, y los recién llegados se sentían protegidos por los arrieros cuando las circunstancias estaban en su contra.

Eso hizo que la vida seminómada no terminase con la Independencia y se manifestase en las llamadas colonizaciones regionales, de las cuales la más famosa es la colonización antioqueña, de la que habla Eduardo Santa, pero también la boyacense, que se hizo sobre los Llanos Orientales y Bogotá, o la santandereana, que se hizo sobre el Cesar, Norte de Santander e incluso sobre la zona occidental venezolana del Táchira y Zulia. Todo esto marcó la pauta de la aparición de sociedades inesperadas que los arrieros contribuyeron a solidificar y a enriquecer a través de los siglos, sin que se les haya reconocido hasta ahora un papel que no sea simplemente el de transportar mercancías.

Por eso, reducir la arriería a los elementos puros del transporte es no comprender la tremenda importancia que tuvo en los años del asentamiento de las sociedades durante las tempranas fundaciones, al menos entre 1563 y 1680. Es verdad que las comunidades arrieras estaban predominantemente aisladas, pero no cerradas al mundo. Les llegaban noticias, artículos e innovaciones a través de las cuales, como Melquíades en Cien años de soledad, se transmitían asombros a poblaciones no necesariamente tan ingenuas como las descritas por García Márquez, pero en todo caso poco acostumbradas a algo tan maravilloso como lo que la ciencia y la técnica iban produciendo durante estos siglos XVI, XVII y XVIII.

Es de allí donde apareció la moda. Apareció una cultura burguesa, no sólo en Santa Fe sino también en villas como Santiago de Cali, la Villa de la Candelaria, Girón, Floridablanca, Piedecuesta, Bucaramanga, en donde la población fue formando una pequeña burguesía, especialmente a finales del siglo XVII. Como también lo destaca Jaramillo Uribe en su libro sobre la formación de la colombianidad, personas libres mestizas, incluso algunos negros e indígenas, aprendieron oficios y desempeñaron funciones que por su riesgo y por el hecho de incluir la vida arriera no eran apetecibles para ciudadanos de orígenes más ilustres. Esta cultura de los advenedizos, de los recién llegados a esta criollez, se habrá de conservar durante largos años hasta alcanzar características cruciales con pingües beneficios a finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Por Enrique Serrano

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