El Magazín Cultural

“Viene entrando Fidel Castro, ¿qué película es esta?”

A propósito del natalicio de Fidel Castro, el escritor colombiano y el recuerdo de una noche inolvidable con el entonces presidente cubano y el Nobel Gabriel García Márquez.

William Ospina
19 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.
Las vidas de Fidel Castro y García Márquez se cruzaron desde 1948. / Jorge Torres - Revista Cromos
Las vidas de Fidel Castro y García Márquez se cruzaron desde 1948. / Jorge Torres - Revista Cromos
Foto: REVISTA CROMOS

Habíamos estado la noche anterior en el bar Dos Gardenias de La Habana. Veníamos del Festival del Fuego de Santiago de Cuba. Ocupamos una mesa un poco apartada del escenario donde se sucedían los cantantes de boleros, y García Márquez disfrutaba, en la penumbra, unas horas de anonimato feliz. De repente el presentador del show tomó el micrófono y dijo: “Ha llegado el momento de saludar a un gran personaje que nos visita”. Gabo me miró con resignación. “Se acabó la fiesta”, me dijo.

A partir de ese momento tuvo que tomarse fotografías con todos los asistentes, incluidos los cantantes, y aparecieron sin saber de dónde los libros que siguió firmando hasta el momento de la despedida. Le pidió a su conductor dejarlos, a él y a Mercedes, en su casa, y llevar a los otros pasajeros al Hotel Capri, donde se hospedaba la delegación.

En realidad, aunque habíamos hablado otras veces, sólo éramos amigos desde el día anterior, pero al salir del automóvil me dijo: “Llámame mañana”. Estaba contento de haber encontrado con quien repetir en las tertulias versos de Barba Jacob y de Francisco Luis Bernárdez, con quién decir la noche entera poemas del siglo de oro español. Fue por esos días cuando le pregunté: “Gabo, dime una cosa: ¿unos poemas que circulan por ahí bajo tu nombre son tuyos?”. Me miró con seriedad como tratando de hacer memoria y me dijo: “¿Son buenos? Si son buenos son míos”. Al día siguiente lo llamé por teléfono. “¿Dónde están los colombianos?”, me dijo. Le conté que se habían madrugado para Colombia. “Entonces vente a cenar esta noche con nosotros”. “Mercedes va a preparar una pasta, y después nos vamos a oír a un pianista ciego que toca boleros en el Meliá Cohiba. Tú sabes que el bolero es la vida”. Le dije que sí, y él insistió en enviar a su conductor a que me recogiera, de modo que a las siete ya iba entrando en su casa.

Recuerdo que estaba de visita con ellos Claudio Galán, un muchacho de unos dieciocho años, cuyo padre había sido asesinado en Colombia por las balas de los narcotraficantes. Mercedes empezó a preparar la pasta, y García Márquez nos habló del músico al que iríamos a oír esa noche. Habíamos pasado a la mesa y estábamos terminando la cena cuando sonó el teléfono y Gabo fue a la habitación contigua a contestar. Al volver, nos dijo a todos: “Cambiaron los planes. No podemos ir al Meliá Cohiba, porque tenemos visita”. Lo dijo con seriedad, pero aunque era grande su deseo de oír al músico ciego, noté que no parecía molesto con el cambio, y no se me ocurrió preguntar nada. (Le puede interesar: "La paz del pueblo").

Habían pasado unos quince minutos cuando llamaron a la puerta. Alguien fue a abrir, y vi entrar en la sala a Fidel Castro. Para mí ya era algo nuevo y extraordinario estar en esa casa y con aquellos anfitriones, pero ver aparecer a Fidel le dio de pronto a la situación un aire de irrealidad. “Aquí está sentado García Márquez”, me dije, “y aquí viene entrando Fidel Castro, ¿qué película es esta?”. Desde la cocina, Mercedes dijo con alegría: “Comandante: ya que llegaste, ven te comes una pasta con nosotros”. “No”, respondió Fidel. “Vine porque me invitaron a un whisky. ¿Dónde está?”. Recogieron los platos, el whisky apareció, Fidel venía acompañado por dos de sus hombres de confianza: el vicepresidente Carlos Lage y su secretario privado Felipe Pérez, que fue después canciller.

Lo primero que pude advertir fue el asombroso don de conversador que tenía Fidel Castro. Hablaba con animación, con una voz a veces susurrada y el rostro lleno de gestos enfáticos. Los brazos y las manos eran tan expresivos como el rostro. Era muy alto, vestía un uniforme verde oliva que parecía acabado de hacer, y su barba, de la que yo tenía memoria por los periódicos desde niño, era todavía larga, ahora más bien escasa y totalmente gris. No quedaba mucho de aquella apostura de galán rebelde que había sido leyenda en los años 60, pero sí mucho del héroe romántico y del varón impulsivo y apasionado que fue toda la vida. Gabo nos presentó, les dijo que yo era escritor, que había estudiado derecho, y que había escrito recientemente un ensayo sobre la realidad colombiana llamado “¿Dónde está la franja amarilla?”. Les recomendó su lectura, y Fidel dijo: “Me gustaría leerlo, para ver si entiendo algo de Colombia, porque no entiendo nada”. Prometí enviarle una copia con García Márquez, y allí tuve mi primera experiencia del carácter de aquel personaje.

He conocido algunos políticos y algunos gobernantes a lo largo de mi vida: la característica que he notado en casi todos ellos es que nunca están hablando con el interlocutor, hay siempre una suerte de distancia, una lejanía. Fidel, aunque estuviera hablando para todos, era capaz de interesarse sinceramente por la persona que estaba frente a él, y uno casi olvidaba su dimensión histórica y su leyenda, porque ante todo había un ser humano al frente. Eso me sorprendió más en alguien que no era un mero político o un mero estadista, sino uno de los protagonistas de la historia contemporánea. (La aventura de la Revolución).

En un momento se volvió a hacia mí y me dijo en voz baja: “Oye: tú eres Ospina. Entonces debes ser pariente de un presidente que había en Colombia cuando yo estuve allí en el año 48”. Me apresuré a decirle que no. “Somos de otros Ospina”, le dije, “mi familia es de campesinos de la región del Tolima”. “Gabo me dice que estudiaste derecho”, me dijo, “entonces eres abogado”. “Bueno, estudié algunos años, y después me retiré para dedicarme a la literatura. Pero tú sí eres abogado”, le dije. “Sí, soy abogado”, respondió, “y me interesaba mucho el derecho penal, el derecho internacional…”. Se quedó de pronto pensativo, y añadió: “Pero a mí me habría gustado ser otra cosa”. Desde el otro lado de la mesa, Gabo le dijo sonriendo: “Pues eso fue lo que hiciste: ser otra cosa”. Todos reían, pero Fidel reaccionó casi a la defensiva. “Es como tú”, le dijo a Gabo, “tú eres un gran escritor”, se volvió hacia mí e insistió, “él es un gran escritor, siempre me trae sus libros, los he leído todos, y cada vez escribe mejor… pero por ahí anda: gobernando. Que con Gaviria, que con Mitterrand, que con Felipe… ¡gobernando!”.

Para todos los temas tenía algo qué decir, y lo decía con vehemencia. Gabo, un periodista con la actualidad siempre en los labios, habló de algo de lo que yo no había oído, de cierta visita que Hillary Clinton, esposa del presidente de los Estados Unidos, había hecho a un espiritista, quien no sólo le permitió hablar con Eleanor Roosevelt y con Mahatma Gandhi, sino que le ofreció una conversación con el propio Jesucristo. Al parecer Hillary había declinado esta última invitación. “¿Qué opinas de esa visita?”, le dijo Gabo a Fidel. “Yo no creo en esas cosas”, respondió, “pero lo que puedo decirte es que si el espiritismo fuera verdadero, y se pudiera hablar con los muertos, yo sé muy bien con quien me gustaría tener una sesión de espiritismo”. Abrió mucho los ojos y alzo la mano ósea y blanca y nudosa: “¡Con Martí!”, exclamó. “Yo lo he leído todo, y tengo muchas cosas qué preguntarle”.

Estábamos en vísperas de los Juegos Olímpicos de Atlanta, y la conversación derivó hacia la participación de Cuba en los juegos. “Siempre les hacen ofrecimientos a nuestros deportistas para lograr que se salgan de la delegación y opten por el exilio”, dijo Fidel. “Y a nosotros nos critican porque muchos cubanos quieren irse”. “Pero yo te pregunto”, me dijo, “si a los colombianos les dijeran que tienen visa y trabajo en los Estados Unidos, “¿cuántos colombianos se quedarían en Colombia?”.

Hablaron de las delegaciones que iban a Atlanta, y Gabo aprovechó para recordarle a Fidel sus visitas al país vecino. “Yo no tengo visa para entrar a los Estados Unidos”, dijo Fidel con cierto orgullo, “pero no pudieron impedir que como jefe de Estado fuera a Nueva York para hablar en las Naciones Unidas. Allí pude reunirme con Rockefeller y con otros amigos de Cuba, porque Cuba tiene muchos amigos en los Estados Unidos, hay empresarios que quieren tener tratos con el país y que quieren que se acabe el bloqueo. Y te cuento que yo podría ir con la delegación, si voy como participante en los juegos. Ellos no pueden negar la entrada a los deportistas competidores que forman parte de la delegación de un país”, y agregó con una gran sonrisa, “de modo que yo puedo ir como competidor a los Juegos Olímpicos. Yo soy muy bueno en el tiro al blanco”.

Recuerdo que en algún momento de la noche García Márquez le dijo que había un fotógrafo, creo que italiano, que hacía fotografías enormes de la pupila de los personajes, y que quería fotografiarlo. Fidel se sobresaltó un poco. “¿Crees que puedo confiar?”, le dijo. “Recuerda que no solamente han tratado de acribillarme y de envenenarme incontables veces, sino que hasta hubo un plan de la CIA para darme no sé qué sustancia que haría que se me cayera la barba. Parece que creían que si perdía la barba dejaría de tener la simpatía del pueblo. Tú sabes cómo son. Desde una cámara fotográfica alguien podría dispararte”. Gabo le aseguró que conocía bien al fotógrafo, y que ya había expuesto sus pupilas a esos reflectores, pero no sé si alguna vez hicieron las fotos. Recuerdo que Gabo era paciente con los fotógrafos, pero no le gustaban los que hacen posar a los personajes o les dan muchas instrucciones sobre el encuadre. “Un buen fotógrafo es el que sabe encontrar el ángulo y la pose, mucho más que el que la fabrica”, me dijo.

*Lea la segunda parte mañana en nuestra edición de lunes festivo.

 

Por William Ospina

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