El apetecido encanto político de la Contraloría

El Congreso en pleno elige mañana al sucesor del contralor general Edgardo Maya. El poder de contratación, los recursos y las facultades de vigilancia, control y sanción se han convertido en un menú para los políticos.

Hugo García Segura - Twitter: @hgarciasegura
18 de agosto de 2018 - 09:00 p. m.
El 5 de septiembre de 2014, Edgardo Maya tomó posesión como contralor general. Fue elegido con 175 votos en el Congreso. / Presidencia
El 5 de septiembre de 2014, Edgardo Maya tomó posesión como contralor general. Fue elegido con 175 votos en el Congreso. / Presidencia

Algo tiene el agua cuando la bendicen, dice un proverbio que bien podría aplicarse a la aguerrida disputa política que libran hoy los partidos con asiento en el Congreso de la República por la elección del nuevo contralor general. Un proceso que se ha convertido en la primera medición de fuerzas entre el uribismo —ahora en el poder, y así el presidente Iván Duque haya dicho que no va a intervenir— y otros sectores que, en esencia, quieren medirle el aceite al nuevo gobierno, empeñado en ponerle fin a esa práctica a la que se acostumbraron muchos parlamentarios de impulsar y aprobar las iniciativas del Ejecutivo sólo a cambio de favores, es decir, de clientelismo.

Pero, más allá de ese pulso, para nadie es un secreto que la Contraloría General, con sus 4.516 cargos y un presupuesto superior a los $600.000 millones, así como las 63 contralorías territoriales, se han convertido en poderosos fortines de pago de beneficios políticos y, para el caso de las segundas, con mínima eficiencia en la labor de control fiscal.

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Eso sin tener en cuenta que se trata de una entidad que en el reciente pasado tuvo que soportar duras tormentas por cuenta de los líos judiciales en que se vieron envueltos varios de sus titulares, algunos de los cuales terminaron en la cárcel. La lista arranca con Julio Enrique Escallón (contralor entre 1971-1975), detenido por un escándalo de corrupción, historia que repitió su sucesor, Aníbal Martínez Zuleta (1975-1982), quien se hizo autopréstamos con plata de la entidad y fue sentenciado por la Corte Suprema de Justicia a tres años de prisión, que saldó con libertad condicional y el pago de una multa.

Otros, como Rodolfo González (1982-1990), Manuel Francisco Becerra (1990-1994) y David Turbay (1994-1998) resultaron ser de la nómina del cartel de Cali y fueron llevados a juicio. El primero estuvo preso casi dos años, pero tuvo que ser dejado en libertad porque la Fiscalía no pudo probar su responsabilidad. Los otros dos fueron condenados.

En la reciente asamblea de la Andi en Cartagena, el presidente de ese gremio, Bruce Mac Master, reveló los detalles de un estudio denominado El marco jurídico para el rediseño institucional del control fiscal y la responsabilidad fiscal en Colombia, mostrando que por cada $1.000 que se invierten en las contralorías territoriales se recuperan apenas $12, y que su costo anual para el Estado asciende a $290.000 millones ($800.000 millones, corrigió Edgardo Maya, el actual contralor general).

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También, que el 45 % de sus fallos terminan siendo anulados por errores de procedimiento o porque los juicios fueron llevados equivocadamente, y que vigilan apenas el 30 % de los recursos públicos, mientras que la Contraloría General se ocupa del 70 %. El estudio ratifica lo que ya se sabe: que la mayoría de las elecciones de contralores departamentales y municipales están relacionadas con grupos o familias políticas, por lo que se hace necesario pensar seriamente en una reforma que cambie ese funcionamiento y lo haga de verdad efectivo ante la corrupción.

Sólo que esa ecuación poco les importa a los políticos, pues lo que está en juego son sus intereses y el manejo de los hilos del poder local, base de su elección en Congreso, asambleas y concejos municipales. Y, de paso, el poder de controlar a sus enemigos. Son estas las razones por las que los intentos de reformar la Contraloría General o acabar las territoriales, que han sido varios, han fracasado. El único avance en los últimos años se dio en la reforma de Equilibrio de Poderes del gobierno Santos, que determinó que todos los contralores, incluyendo el general, fueran elegidos por meritocracia, mediante convocatorias públicas, con examen de conocimientos y evaluación de hojas de vida.

Aun así, el fantasma de la injerencia política sigue vigente, ya que la escogencia se dejó en manos de las mencionadas corporaciones políticas, donde la contratación, los recursos y las facultades de vigilancia, control y sanción constituyen un apetecido menú para los partidos. Como dijo un senador esta semana sobre la elección de contralor este lunes en el Congreso: “Esto ya no es académico, es político”, y acentuó otro: “Tener la Contraloría no es garantía de nada, pero no tenerla es un peligro”.

Por algo el presidente Duque ha dicho que, si bien no se va a meter en la elección del nuevo jefe del ente de control fiscal, no quiere que éste sea de bolsillo, ni quiere que sea oposición. Uno de los intentos de acabar con la Contraloría —sin éxito, también— lo hizo el hoy senador Rodrigo Lara, de Cambio Radical, quien en 2015 presentó un proyecto para modificar el sistema de control fiscal en el país, creando un Tribunal de Cuentas.

En su diagnóstico retrató la realidad que hoy persiste: “Congresistas, diputados y concejales obtienen cuotas de poder burocrático regional en las contralorías, pero realmente la decisión grande la toma la Rama Ejecutiva, y eso es un contrasentido, porque la contraloría es el órgano más importante de vigilancia y supervisión. Esa es la verdadera herramienta contra la corrupción y con la que el Congreso puede ejercer control político. Esa politización lleva a que no pueda cumplir su rol a cabalidad”.

Sin embargo, para Lara, uno de los mayores problemas radica en la inexistencia de responsabilidad fiscal clara. “Es un régimen supremamente amplio, donde la discrecionalidad es muy grande y donde el ámbito de competencia y la aplicación del control fiscal es muy alta. Nosotros tenemos un sistema no jurisdiccional. En Europa, los sistemas de control fiscal son jurisdiccionales. Esas son las tres crisis del sistema en Colombia: la politización, su dependencia de la Rama Ejecutiva y la inexistencia de un régimen preciso de responsabilidad fiscal, de un ámbito de competencia puntual”. Un vacío que, precisamente, nuestra perspicaz clase política ha sabido capitalizar, teniendo en cuenta que su esencia está en las llamadas maquinarias, es decir, funciona con contratos y puestos. De ahí la importancia de que la vigilancia no sea estricta.

Mejor dicho, como sugiere otro senador en el Capitolio: “Los congresistas se hacen elegir con alcaldes, gobernadores, diputados y concejales, y si hay lupa, se acaba la maquinaria”. David Murillo, profesor y analista político de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre, considera que “lo que está en juego es nada más ni nada menos que el control del erario y de las inversiones del Estado, frente a los grandes problemas de corrupción.

La Contraloría audita, da su visto bueno en los presupuestos nacional y regionales, en las cuentas, las finanzas y la deuda pública, por eso es un botín político muy grande que todos quieren captar para su beneficio. Estamos frente a un escenario de elegir a alguien que combata la corrupción o alguien que sea amigo de los corruptos, de ahí la pugna tan grande. Es bien sabido que entre los congresistas y quienes dirigen los órganos de control se ha dado un contubernio, pues se trata de contratos, y por eso ellos votan por quien les ofrezca más puestos para pagar favores”.

De hecho, en septiembre de 2016, el actual contralor Edgardo Maya, quien deja su cargo a fines de este mes, planteó la conveniencia de una reforma constitucional para acabar con las contralorías departamentales y municipales. “No es posible en ningún país serio del mundo, así haya la oposición que haya, y las conveniencias que haya, mantener 63 contralorías”, dijo en una entrevista con el noticiero CM&. En su concepto, la ineficacia de esas entidades en el nivel territorial es tan evidente que, al final, para lo único que sirven es para extender, en vez de erradicarlas o al menos contenerlas, las prácticas corruptas enlazadas con el clientelismo politiquero. “Es algo que beneficiaría al país y se puede hacer. Las contralorías se volvieron un nido de extorsión a nivel local, es decir, te investigo o no te investigo a cambio de un cobro. Que me perdonen los funcionarios, pero hay problemas”, subrayó en ese momento.

De ahí el gran significado que tiene la elección este lunes del reemplazo de Maya, donde expresidentes de la República y partidos políticos vienen apostando duro. Hasta ahora, todos los caminos conducen a Felipe Córdoba, exauditor general, quien tiene a su lado a liberales, conservadores, la U y Cambio Radical, además de parte de la oposición. O sea, si de la tal prueba de fuego para el uribismo en el Congreso se trata, habrá quienes digan que la va perdiendo, aunque la senadora Paloma Valencia, del Centro Democrático, haya dicho que con cara y con sello ganan, porque tanto Córdoba como José Félix Lafaurie (su carta), José Andrés O’Meara o el mismo Wilson Ruiz —supuestamente los más opcionados— son bien vistos en la colectividad. Ahora, lo claro es que, sea quien sea el nuevo contralor general, en sus manos estará cambiar la apreciación que el país tiene de la entidad que, la verdad, se la ha ganado a partir de sus propias falencias. Y si el presidente Duque cumple su palabra y no hace ningún guiño, se habrá dado un primer mensaje en el cambio de la cultura política del país. Falta ver si en el Congreso son capaces de entenderlo.

Por Hugo García Segura - Twitter: @hgarciasegura

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