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Ignacio Zuleta Ll.
13 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

El reloj de la crisis climática nos muestra este segundo en el que escribo que nos quedan 15 años, 3 meses y 2 días para alcanzar la temperatura de 1,5 °C de recalentamiento global. En el minuto en que usted abra el vínculo, estaremos emitiendo 40 millones de toneladas métricas de CO2 a la atmósfera terrestre. Con esta bomba de tiempo entre las células estoy leyendo dos informes de tonos muy disímiles: el último reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPPC) y el boletín reciente de los activistas corajudos de Extinction Rebellion.

El segundo comienza con urgencia sincera y con humor inglés. “Felicitaciones, sobrevivió usted al mes más caliente jamás registrado”. Y nos recuerda que algo no anda bien cuando en estos días en Suecia, arriba del círculo ártico, la temperatura llegó a 35 °C, hubo incendios forestales en Siberia y desapareció con el rugido de la crisis climática el primer glaciar de Islandia, el Okjökull, o abreviado en sarcasmo, el “Ok”, que no está ok.

Desde luego ante este reporte de cariz justificadamente alarmante, el informe del IPPC es en contraste de una pachorra sorprendente que raya en lo baboso; está redactado como para ser leído en voz alta en la Casa de Nariño. El tema es crucial, ciertamente: la gestión sostenible de los suelos (de la tierra), la seguridad alimentaria, la desertificación y la necesidad del cambio a cultivos y dietas “sostenibles”. Pero si llega a nuestros gobernantes, por ejemplo, se tomarán otros 200 años hipotéticos en resolver estos asuntos, cuando si quedan 30 de bienestar en el planeta no quedan muchos más, a no ser que mañana el sistema diera un vuelco, lo que es muy improbable que suceda.

¿Qué va a pasar entonces y qué hacer? Afortunadamente nadie tiene la respuesta. Lo cierto es que, pasado un cierto punto muy cercano, los cambios en la vida en el planeta como hoy la conocemos serán irreversibles. Está la tentadora escuela apocalíptica de que solo una catástrofe telúrica de magnitudes nunca imaginadas podría hacer que los sobrevivientes de esta especie de homínidos soberbios entraran en razón. Y está también la escuela de los esperanzados en que una humanidad consciente y combatiente logre a tiempo los cambios que podrían garantizarle un futuro a la aventura de esta nave cósmica. En el centro del espectro, mientras tanto, están los dueños de los recursos y sus títeres en los Estados “nacionales”, raspando la olla de lo que queda en la biósfera terrestre (muchos ya tienen sus búnkeres de “preppers” o preparacionistas). Y está también la masa amorfa de los hipnotizados, apegados a sus comodidades inmediatas, sin mayor idea de lo que sucede más allá de sus narices, liderados por personajes como Trump.

El mejor de los escenarios posibles sería, desde luego, un cambio gradual hacia la conciencia del entorno y el papel de la especie humana en el planeta —muy bien guiados por los paneles de expertos—, las inversiones en educación, las reformas agrarias con énfasis en la diversificación de los cultivos, la protección a ultranza del agua, la reconexión espiritual con esta tierra y las economías solidarias, entre otras. Pero el drama es el tiempo, que se agota.

 

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