200 años de aventura republicana

Luis I. Sandoval M.
16 de julio de 2019 - 05:00 a. m.

Llegamos a los 200 años de vida independiente, que se conmemoran en estos días (20 de julio y 7 de agosto) en medio de luchas contra el mal gobierno, por los derechos humanos y por una nación soberana y digna. Los contextos son muy diferentes a los que afrontaron los comuneros, el precursor Antonio Nariño y el Libertador Simón Bolívar; sin embargo, es preciso señalar que los objetivos que ellos perseguían solo parcialmente se han cumplido.

En las dos centurias transcurridas hemos pasado por toda suerte de modalidades de república: federalista, centralista, unitaria, confesional, laica, conservadora, liberal, de amplísimas libertades y de libertades restringidas; la única forma de república que no hemos ensayado de manera sostenida y eficaz es la república social. Los pocos gobiernos de talante social han constituido fugaces experimentos. 

Entre 1810 y 1886 la república existe en medio de una profunda dispersión del poder, a partir de entonces hasta hoy pervive en un modelo de concentración de poder en el Ejecutivo central, de lo cual da cuenta el acentuado presidencialismo.

La república colombiana siempre ha sido señorial, elitista, oligárquica… “Colombia continuó siendo / después de la independencia / una sociedad aristocrática descrita con gran penetración por Bolívar en 1828, cuando, con profundo pesimismo, habló del estado de esclavitud en el cual la clase baja colombiana continuaba viviendo, sujeta a los alcaldes locales y a los magnates, y viendo negados los derechos humanos a que era acreedora: En Colombia hay una aristocracia de rangos, de empleos y de riquezas, equivalente por su influjo, por sus pretensiones y peso sobre el pueblo a la aristocracia de títulos y de nacimiento más despótica de Europa. En aquella aristocracia entran los clérigos, los frailes, los doctores o abogados, los militares y los ricos; aunque hablan de libertad y de garantías es para ellos solos que las quieren, no para el pueblo que, según ellos, debe continuar bajo su opresión… La polarización de la sociedad entre una oligarquía de propietarios rurales y sus aliados menores, por un lado, y las masas rurales por el otro, era la perspectiva futura de Colombia, el futuro destino de América Latina” (Lynch, John, Las revoluciones hispanoamericanas, Ariel-FCE, 1976, págs. 297-298).

Respecto a los tiempos actuales los hechos son protuberantes (sin molestar con cifras): somos uno de los países más desiguales del mundo; los derechos fundamentales están negados para gran parte de la población especialmente en regiones como Guajira, Chocó o Nariño, territorios étnicos, zonas fronterizas, espacios de economía campesina y barriadas de las grandes ciudades; las reformas más elementales y necesarias, como la rural, se han frustrado una y otra vez; ni los acuerdos de paz, firmados en noviembre de 2016 con la mayor de las guerrillas políticas, que buscaron acabar con un conflicto armado interno de más de medio siglo, modifican aún el inmovilismo del statu quo que frena el imprescindible proceso de transformaciones en el campo.

El problema no es coyuntural, es estructural. Quizá por ello el brillante intelectual y líder político socialista Antonio García Nossa, a mediados del siglo XX, con toda razón hacía esta observación que, a mi juicio, sigue vigente: Colombia es un país económicamente liberal, políticamente conservador y socialmente retardatario. A pesar de contar la nación colombiana con una de las constituciones más progresistas del continente, la de 1991, carácter acentuado con los acuerdos de paz constitucionalizados, y a pesar de asumirse como Estado social democrático de derecho, la realidad es que estamos lejos, muy lejos, de ser una república social.

Siempre ha habido en el país dura represión oficial, pero también pájaros y águilas negras, fuerzas paramilitares, que actúan hasta el asesinato selectivo, la masacre, el desplazamiento masivo, contra los actores del legítimo interés social: comunidades étnicas, asociaciones democráticas, sindicatos, ligas campesinas y de colonos, juntas comunales, estudiantes críticos, reclamantes de tierras y servicios o vías, defensores de derechos humanos, del ambiente, del reconocimiento a la diferencia, opositores políticos. Entre los grandes líderes sacrificados, imposible no recordar a Uribe Uribe, Gaitán, Pardo Leal, Pizarro, Galán…

Al presente, bandas armadas ilegales sucesoras de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), con la connivencia de agentes públicos, adelantan implacable campaña de exterminio de liderazgos sociales, hombres y mujeres mayormente jóvenes. Regiones deprimidas y azotadas por el conflicto han visto negada por la clase política más tradicional la posibilidad de contar con circunscripciones electorales especiales que les den la representación y la voz que nunca han tenido.

Colombia ha sido todo en 200 años de vida independiente, menos una república social con monopolio garantista de la fuerza en el Estado. Crónico déficit de Estado, seguimos teniendo más territorio que Estado. En algunos aspectos tributación, justicia, exclusividad de la fuerza— el Estado colombiano, por momentos, aparece como un Estado fallido. 

Con la Masacre de las Bananeras (1928), la llamada Ley Heroica, la violencia bipartidista de los años 40 y 50, el Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala (1978-1982), el exterminio de la Unión Patriótica (UP) en los años 80 y 90, y, en época más reciente, el asesinato de líderes y lideresas sociales y excombatientes guerrilleros, lo que se pretende es anular por el terror la acción de los agentes de cambio que lo que buscan es, precisamente, que el Estado-república sea realidad en todas partes. La resistencia al cambio es lo que está impidiendo que se consolide la paz y lleguen la verdad y la reconciliación. Enormes obstáculos se erigen para avanzar hacia la república como Estado social de derecho. 

Cada vez que despunta un intento reformista se activan las fuerzas embozadas y desembozadas de la reacción. El historiador Álvaro Tirado Mejía acaba de publicar un interesante cotejo entre la época de las reformas liberales de los años 30 y la actual. Las lecciones surgen con facilidad: no puede ser que otra vez los cambios se ahoguen en sangre, no puede ser que solo con incoar las reformas se opte por entrar en pausa para que nunca pase nada.

Hoy la defensa de los liderazgos sociales y de las circunscripciones especiales de paz es la defensa de la posibilidad de que en el país se consolide el nuevo sujeto social y político, amplio y plural, capaz de construir la paz con reconciliación, de adelantar los cambios que no dan espera, de emprender la tarea de realizar la república social tan largamente postergada.

No obstante, aunque maltrecho, el país cuenta con un régimen republicano que es preciso conservar y perfeccionar. El modo republicano de gobierno con voto, prensa y opciones políticas realmente libres, separación de poderes, derechos reconocidos, requiere liberarse de la violencia, la exclusión, el clientelismo y el gatopardismo, constantes nefastas que lo han desfigurado durante todo el tiempo de vida independiente. Así comenzará a ser realidad la república social.

La violencia en todas sus formas anula posibilidades al esplendor democrático. Ni violencia oficial, ni violencia guerrillera, ni violencia paramilitar, ni violencia contra las mujeres y los niños, ni violencia contra la naturaleza deben persistir. Además del derecho y deber de paz, tenemos, en coincidencia con el bicentenario de la Independencia, la posibilidad real de vivir y conflictuar en paz.

Somos un país joven, la apasionante aventura de construir una verdadera república apenas comienza…

@luisisandoval

lucho_sando@yahoo.es

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