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La aviación no solo es el medio de transporte más rápido y cómodo del mundo, sino también el más seguro. Los recientes registros revelan que por cada 2,4 millones de vuelos se presenta un accidente grave, cantidad ínfima de comparársele, por ejemplo, con los percances automovilísticos, en los que diariamente se producen alrededor de 4.000 fallecimientos en el planeta, según la Organización Mundial de la Salud.
Esta sensación de confianza, en alza constante y persistente desde los albores de la década de los noventa, va de la mano con los alentadores resultados que muestran las cifras. Por cada billón de pasajeros, la tasa de fatalidad en el aire es de tan solo un 0,06 de víctimas, mientras que la posibilidad de sufrir un accidente en avión llega a niveles mínimos. Entre 2,4 millones, se da una sola.
Un factor determinante en las escalas de seguridad de esta industria lo genera la constante innovación tecnológica que se desenvuelve a su alrededor, basada en inversiones cuantiosas, rigurosos estándares de calidad y un enfoque colaborativo en búsqueda de mayor eficiencia. Las condiciones extremas a las que se ven sometidas las aeronaves exigen constantemente a los investigadores el desarrollo de diseños y materiales que refuercen las garantías de seguridad y la mejora en la prestación del servicio.
A la cabeza de esa veloz carrera tecnológica -en dura competencia con su principal rival, la europea Airbus- se ha venido colocando de tiempo atrás la centenaria fabricante estadounidense, The Boeing Company, reconocida multinacional que desde 1916 recoge una larga historia en el diseño, fabricación y venta de aviones, helicópteros, misiles y satélites, y en el asesoramiento y el servicio técnico especializado. En la actualidad es el segundo contratista en el mundo dedicado a la comercialización de productos para el sector defensa, con ventas superiores a los US$30 mil millones anuales.
Sin embargo, desde hace un par de años, a este gigante constructor de Seattle no le dejan de sacudir los fuertes vientos huracanados. Ha irrumpido en las primeras páginas de los medios de comunicación por riesgosos incidentes y accidentes fatales de sus aviones, que han provocado cuantiosos costos en vidas humanas y le han golpeado duramente las finanzas y la reputación. El último de sus percances, la semana pasada, lo protagonizó el reactor derecho de un Boeing 777-220 que acababa de despegar de Denver (Colorado), en dirección a Honolulu (Hawái), y que debió regresar luego de que se le incendiara.
El motor afectado -cuyos primeros indicios sobre la falla conducen a un problema de fatiga de material-es producido por la firma canadiense Pratt & Whitney que, con el riesgoso incidente, le suma problemas y salpica más la credibilidad a la Boeing, que no tuvo alternativa diferente que solicitar la inmediata inmovilización en tierra de los 128 aviones de este modelo y motor que surcan los cielos del mundo, mientras concluyen los estudios. Boeing repitió, entonces, la historia de sus aviones 737 MAX -su fallida apuesta para revolucionar el mercado de la aviación-, que debió paralizar en su totalidad durante un par de años, tras dos siniestros que, en menos de cinco meses -entre 2018 y 2019-, se produjeron en Etiopía e Indonesia, respectivamente, con un saldo trágico de 346 personas fallecidas.
La Agencia Federal de Aviación (FAA) estableció que la responsabilidad principal de ambas tragedias se produjo ante la deficiencia del software que controla el sistema automático de ese modelo de aeronave para mejorar su comportamiento de vuelo, pero tiempo después una investigación del gobierno indonesio reveló la existencia de defectos adicionales en el diseño de la aeronave, en los sensores y en el cableado eléctrico. Fallas que, incluso, habían sido advertidas por algunos pilotos en vuelos anteriores.
Hace tan solo un par de días un avión carguero de la misma fábrica perdió varias piezas de las palas de la turbina tras sufrir un incendio, al parecer en un motor, una vez despegó del aeropuerto de Maastrichten, en los Países Bajos, con destino a Nueva York, hecho que investigan las autoridades neerlandesas. La crisis de confianza hacia el fabricante estadounidense bajó al extremo de adjudicársele, en enero de 2020, la explosión de uno de sus aviones 737 NG, operado por Ukraine Airlines y en el que murieron sus 176 ocupantes, que fue erróneamente derribado por la defensa antiaérea iraní, como finalmente determinaron las autoridades.
Estos aprietos corporativos en los que está inmersa la Boeing le siguen acumulando dificultades, la tienen lejos de acercase a una solución de su duro trance y, al contrario, aumentan las sombras sobre su situación, duramente vapuleada en los últimos y sobresaltados tiempos. Las pérdidas netas reportadas el año pasado alcanzaron la cifra récord de US$11.873 millones, originadas por la caída en la venta de aviones -la peor en décadas-, la cancelación de pedidos programados, el desplome de la demanda de viajes por la pandemia y las costosas indemnizaciones a las familias de las centenares de víctimas.
Resulta innegable que últimamente al gigante constructor estadounidense se le han ido las luces en la puesta en vuelo de sus aviones y carga sobre sus alas una crisis de reputación que genera incertidumbre sobre la fiabilidad de su producto. Pero lo que no se entiende es el papel que juega la Agencia Federal de Aviación en el control de diseño y mantenimiento de las aeronaves. Esos costosos errores impactan el largo historial de seguridad –apoyado por la automatización– que hace de la aviación el medio de transporte más confiable del mundo y, de paso, conducen a la credibilidad hacia un aterrizaje forzoso –tal vez, a barrigazo limpio– en la percepción de aerolíneas y usuarios.
