El fiscal Gabriel Jaimes anunció lo que ya toda Colombia sabía: que a Álvaro Uribe, independientemente de que sea o no culpable, la justicia jamás le tocará un pelo.
Si bien falta la decisión de la juez, cualquiera que esta sea, será objeto de un mar de apelaciones, y el galimatías jurídico que está por venir se tomará décadas, no años. Pero, a pesar de las incontables instancias que quedan en el proceso, la realidad es que Uribe se salió con la suya y que la cosa se quedó de este tamaño.
No voy a entrar en el debate de si el expresidente fue, en efecto, determinador de los delitos de soborno a testigos y fraude procesal. Aunque dentro del expediente hay elementos que permitirían afirmarlo, esa labor no les corresponde a los medios, sino a la justicia. Sobra decir que Álvaro Uribe, como todo colombiano, se presume inocente hasta que se le demuestre lo contrario. Dicho esto, sí resulta difícil entender que dos de los máximos estamentos de la rama, la Corte Suprema y la Fiscalía, hayan llegado a conclusiones diametralmente opuestas sobre los mismos hechos.
Uribe, a pesar de que había prometido que no renunciaría al Senado para eludir la competencia de la Corte Suprema, se tragó sus palabras y abandonó su curul, sin el menor asomo de vergüenza, con el fin de que su caso quedara en manos de la Fiscalía. Por esa movida, pasó de estar contra las cuerdas, privado de la libertad y llamado a indagatoria, a estar libre, con una petición de preclusión del ente acusador y en proceso de escoger al próximo presidente en los cónclaves de su finca.
Con semejante cambio de situación, el caso del expresidente terminó materializando de manera contundente las falencias de nuestro sistema de justicia. Este proceso nos demostró, como si no lo supiésemos ya, que el aparato judicial se diseñó para hacer imposible que las responsabilidades penales les toquen la puerta a quienes ostentan el poder.
En la opinión pública, inevitablemente, quedará la sensación de que el resultado de un proceso no depende del acervo probatorio, sino de la amistad o enemistad que el juez le tenga al procesado. Y no solo eso. Quedará también el precedente de que los poderosos, cuando no comparten las decisiones del juez que los juzga, simplemente hacen una jugadita y lo cambian por uno que sí les funcione. Habrá que ver cuáles son los argumentos con los que el fiscal Jaimes pide que se cierre un caso que, para la Corte Suprema, era lo suficientemente sólido como para dictar una medida de aseguramiento.
Será también todo un reto jurídico para el fiscal explicar por qué, para la propia Fiscalía, las mismas pruebas que son válidas para detener a Diego Cadena son chimbas para determinar la presunta participación de Uribe en los delitos que le endilgan a su tristemente célebre abogado. El que la justicia haya llegado a dos conclusiones tan distintas sobre lo mismo solo deja dos escenarios: o la Corte pecó por exceso o la Fiscalía está pecando por omisión. Al ver las pruebas, uno tiende a pensar que está pasando lo segundo.
Entretanto, de apelación en apelación, con la esperanza de vida de hoy, cuando la justicia llegue a una decisión final sobre Álvaro Uribe, él ya no será parte de este mundo.