Acosovirus

Jaime Arocha
17 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Durante los últimos días, las puertas de las oficinas y de los salones del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia aparecieron pintadas con letreros morados que dicen “violador” y “acosador”. En el Externado, las alumnas de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas repartieron papelitos contra el acoso en clase y en las salidas de campo. En el chat del Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Nacional escribí que objetaba a la primera de esas maneras de causar escarnio. Me parecía equivalente a las ignominiosas que los regímenes totalitarios han usado para marcar a opositores o a disidentes. Varios colegas reaccionaron contra las marcas con un comunicado de apoyo. Yo no firmé. No concuerdo ni con el anonimato bajo el cual se escudan las autoras de los escraches, como se los llama hoy, ni con exculpaciones que exaltan altos niveles académicos o conductas intachables. He opinado que a quienes acusan deben presentarse ante las respectivas rectorías para que esa máxima instancia ponga en marcha investigaciones que les permitan a las afectadas ventilar en público sus experiencias nefastas, y a los señalados como victimarios defenderse. En otro chat, me respondieron justificando la alternativa que habían tomado las acosadas porque ya habían acudido a canales institucionales, pero los procesos eran de una lentitud intolerable y las respuestas obtenidas tendían a encubrir a los responsables del acoso.

Se refirieron a un suceso que sobrepasa las conductas sexuales, invade la ética cotidiana y prostituye un ejercicio que debe ser impoluto, el de la pedagogía: eran primíparas y en una de las materias introductorias obtenían calificaciones muy inferiores a las de sus compañeros hombres. El docente responsable les ofreció tutorías remediales en su oficina, pero muy temprano en la mañana. Quince años después, una de las afectadas explica que asistió, pero debido a su ingenuidad, hasta ahora puede verbalizar su desazón. No fue así con otra compañera, quien acudió a alguna de las entidades que vela por el bienestar estudiantil donde oyeron como para ella se había tratado de una alternativa inmoral. Sin embargo, al mismo tiempo le habían informado al profesor afectado, quien fue aún más severo al ponerle a esa alumna la nota final. De regreso a la misma oficina, a la joven le informaron que la única evidencia que tenían era la de su bajo desempeño académico. Ella no podía creer semejante afirmación, debido a que, en el resto de las materias, sus calificaciones eran de 4,5 o superiores. A ese procedimiento puede leérsele como complicidad institucional: da lugar a las “protestas malas” que Catalina Ruíz-Navarro documenta en su última columna sobre el feminicidio en México. Consisten en “la intervención deliberada de vidrios, monumentos, estaciones de autobús, con palos, piedras, bombas de pintura, de humo y bengalas por parte de grupos de mujeres encapuchadas”. Es lo contrario de la “protesta buena, la que sí nos gusta, con flores, canciones y manifestaciones artísticas”, pero que no alcanza ese radicalismo que expresa una de las pintas que Ruíz-Navarro recogió: “Lo vamos a quemar todo hasta destruir su indiferencia”.

Los escraches púrpuras de la Nacional o los papelitos del Externado cabrían dentro de la categoría de “malas” maneras de protestar, y pese a la forma como las mujeres hastiadas por el acoso las justifican, albergan el potencial de que los denunciados apelen a ese raciocinio que los políticos han hecho tan común en nuestro medio: dizque se trata de enemigos que explotan el anonimato y la causa feminista para vengarse perjudicando trayectorias docentes, investigativas y personales. Un contexto con el potencial de convertir al victimario en víctima clama tanto por instrumentos pedagógicos contra toda forma de abuso sexual dentro del campus, como por la mejora de mecanismos formales de escucha ágil e imparcial, partiendo de la esperanza quizás utópica de que la institucionalidad sea un camino hacia la transparencia.

 

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