Adiós a la guerra contra el coronavirus

Ante el grito de guerra contra el coronavirus, lo primero que muere es el derecho a una ansiedad controlada en tiempos de crisis e incertidumbre.

Lo segundo que se desploma es la información sobre el comportamiento de la pandemia, que, pese a circular de una manera más o menos ordenada y transparente (según lo democrático o autoritario que sea el país), es recibida con duda y desconfianza. Al fin y al cabo se trata de una guerra.

Lo tercero es la posibilidad de exigir buenas condiciones materiales de trabajo para los supuestos soldados caídos en combate. Los profesionales de la salud que han muerto entre aplausos muchas veces no contaban con los equipos requeridos para protegerse del contagio. No los mató el virus. Si algo: la metáfora de la guerra los remató.

Lo cuarto o sexto o primero que se ve afectado es la imaginación (en realidad, en esta innecesaria situación metafórica de guerra no hay puestos y todo se enturbia por igual). Al tomar la salida fácil e irresponsable de la equiparación con una guerra, hay una renuncia a imaginar otras formas de relacionarnos con el contagio. En vez de unirnos en la distancia social.

Quizás sea más efectivo hablar de economía al servicio de la guerra, de héroes y heroínas. De campos de batalla. La respuesta puede ser más rápida. Las ciudadanías tardarán menos en entrar en alerta. Los recursos requeridos para paliar los efectos del coronavirus de pronto aparecerán. Y etc. Pero por ahí mismo, por entre esas ramas del imaginario bélico, se habrán ido las posibilidades de crear condiciones reales de empatía y solidaridad. En la guerra hay enemigos.

La romantización de las guerras pasa por alto su enorme capacidad para destruirlo todo. Los legados de las guerras no son propiamente fáciles de superar. La vida pos-COVID-19 no será más segura si la seguimos atando al lenguaje militar. En las guerras todos pierden. Incluidos los que ganan.