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Estoy convencida de que a raíz del estallido social que vivimos algo bueno va a pasar, como en la canción de Compañía Ilimitada. En la calle, en el país. Porque, aunque no resulta sencillo “leer” el momento, cada vez entendemos más. El paro ha servido para muchas cosas. Para confirmar, por ejemplo, los absurdos del Gobierno y sus aliados, a veces patéticos: la entrevista en inglés, las incongruencias de Marta Lucía Ramírez en relación con la CIDH o la extravagante visita de unos empresarios a EE. UU. a pedir apoyo. También para medir la fuerza imparable del descontento. Y para producir análisis —de la academia, los expertos, los líderes de opinión, los líderes sociales, el clero— muy iluminadores. Si sabemos acoger los distintos diagnósticos e incorporarlos al debate, ya habremos dado un gran paso.
Pero más allá de las interpretaciones articuladas, tendríamos que saber leer lo que está pasando en las calles. Entender que los gobiernos, el mundo empresarial y el sistema educativo tienen que atender, con urgencia, los reclamos de una generación que está de acuerdo con el paro en un 81 % y que, como revela la encuesta del Centro Nacional de Consultoría, vive con incertidumbre, frustración, miedo, rabia, poca esperanza (12 %) y mínima alegría (1 %). Que es normal el rechazo que sienten por la policía, que a menudo los hostiga, los maltrata y comete excesos brutales cada vez que hay protestas, y por tanto hay que exigir una reforma inmediata. También, que muchos jóvenes no se sienten representados por los líderes sindicales, quienes no tienen un discurso que los atraiga, aunque luchan por reivindicaciones importantes. Basta ver la actitud de Francisco Maltés, que más que dura es fría, inamovible, desprovista de todo carisma, contrastante con el fervor contestatario de los jóvenes marchantes. Entender, además, que un paro que se prolonga indefinidamente tiende a desgastarse, a sabotearse a sí mismo y a darle la oportunidad a la delincuencia para que, escudándose en él, cometa toda clase de horrores, como esta semana en Tuluá. Y, finalmente, que la prolongación de los bloqueos inhumanos propicia que la simpatía por el paro se torne en hostilidad, no sólo del empresariado sino de los campesinos y la clase trabajadora, cansada de las dificultades cotidianas.
Queda muy claro, además, que la mala imagen del Congreso, de la Fiscalía, de la Procuraduría y de la clase política en general está en la base del descontento. Que Álvaro Uribe, como Duque, pareciera ya no tener una segunda oportunidad sobre la Tierra, como tampoco el beligerante Vargas Lleras. Pero, si hemos de creerles a las encuestas, también hay sorpresas positivas. Aunque la buena opinión general sobre los pocos políticos que la tienen disminuyó durante el estallido, la mayor favorabilidad recae —oh, sorpresa— en dos hombres de centro, moderados los dos: el ecuánime Humberto de la Calle y Juan Manuel Galán. Dos voces que no polarizan. Esperanzador. La idea es que ahora a los cambios coyunturales ya logrados se sumen otros, estructurales y definitivos.
Posdata. ¿Por qué los medios, en vez de señalar el nombre de uno de los dueños de un avión que llevaba coca, se refieren a él como “el marido de Alejandra Azcárate? Sensacionalismo, estigmatización, machismo.
