Alternativas

Javier Ortiz Cassiani
24 de junio de 2018 - 06:00 a. m.

El domingo pasado, día de elecciones presidenciales, vi algo que me quedó dando vueltas en la cabeza y que desde el principio se me antojó como un presagio de los resultados electorales. Temprano en la mañana, acompañé a mi hija al aeropuerto de Cartagena de Indias; para huirle al tráfico, el taxista tomó la vía perimetral que avanza bordeando por un lado a la ciénaga de la Virgen y por el otro a una de las franjas de miseria más grandes de la ciudad. Mientras el vehículo hacía su recorrido, observé en una de esas viviendas, hechas en su mayoría de retazos de madera, plásticos y láminas de zinc, que una vieja mujer negra salía a barrer la puerta de la casa. En contraste con la bata raída de color indefinido que llevaba puesta y con su humilde rancho hecho de sobras, estaba pegado en la pared un reluciente afiche en el que aparecían Iván Duque y Marta Lucía Ramírez pulcros, sonrientes y rozagantes. “El futuro es de todos”, era la frase que acompañaba la imagen.

¿Qué hace que una mujer negra que vive en la miseria se sume a la campaña de un candidato como el que resultó ganador? Por supuesto, no tengo una respuesta contundente al respecto, pero podríamos atrevernos a especular con algunas cosas. Descartemos como variables —sin que seamos tan ingenuos como para no saber que están allí— la compra de votos y el clientelismo. Podríamos decir que si algo han hecho las campañas políticas en los últimos años es acudir al discurso moral y a la apelación al miedo por todo aquello que signifique algo diferente a lo convencional. Es probable que a esta mujer la haya convencido en su decisión el discurso machacado hasta la saciedad de que el otro candidato convertiría a Colombia en Venezuela. No necesitaba mucho, solo tenía que salir a la calle para encontrarse con muchos venezolanos rebuscándose en los semáforos, o encender el televisor para ver a diario informes que hablan de la caótica situación y del hambre de los habitantes de ese país. Quizá bastante parecida a su propia hambre, pero en todo caso la suya no era motivo de debate nacional ni salía en televisión, algo fundamental en una sociedad que define cada vez más la realidad a partir de lo que aparece en los medios.

Sumado a esto, imagínense el impacto que puede causar en un potencial votante con estas características la idea de defender los logros de la población LGBTI como el matrimonio igualitario y la adopción, la despenalización del aborto o la posibilidad de abrirle paso en la agenda del gobierno al tema de la legalización de las drogas. Asuntos manejados por los políticos tradicionales desde la visión moral, que calan perfectamente en una sociedad que, nos guste o no, se ha formado dentro de unos preceptos de tradición judeocristiana. A veces se nos olvida que parte del “éxito” cotidiano del proyecto paramilitar —además de ser una estructura financiada por algunos terratenientes y empresarios— fue el hecho de que al principio mataban “marihuaneros”, “maricas” y prostitutas de pueblo, y le echaban ácido en la pelvis a las niñas “desvergonzadas”.

Pasadas las elecciones, el desafío de esos más de ocho millones de votantes, con toda la pluralidad de ideas que encierra esa cifra, es construir formas de hacer política con las que aquella mujer, que se levanta temprano a barrer la puerta de su vivienda, sea consciente de que su opción no es la que, paradójicamente, menos alternativas le ofrece para salir de la miseria en que vive.

 

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