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Amnesia histórica

Arlene B. Tickner
05 de agosto de 2009 - 03:16 a. m.

Mientras que en Colombia gremios, medios, analistas y sectores de la oposición rodeaban al presidente Uribe ante la más reciente irrupción de tensiones con Venezuela, los gobiernos amigos de Brasil, Chile (y España) manifestaban su preocupación por el uso estadounidense de bases militares en el país y pedían que el tema fuera analizado colectivamente en la reunión de la Unión Suramericana de Naciones del 10 de agosto. Aunque se trata de una reacción completamente previsible, al Gobierno le tomó por sorpresa, como sugiere la intempestiva gira que decidió realizar Uribe por el vecindario.

Lo que es un enigma para la clase política y económica colombiana, para el resto de América Latina es sentido común, la alergia que produce la presencia militar de Estados Unidos.  Desde su nefasta relación con Cuba, el apoyo a gobiernos represivos y dictaduras en Centroamérica, el Caribe, el Cono Sur y Brasil, y la intervención militar en países como Grenada y Panamá, el balance de las relaciones hemisféricas entre el siglo XIX y el fin de la Guerra Fría fue en general negativo.

Luego de un breve interludio de optimismo en los años noventa, la política internacional de Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001 disparó nuevamente la desconfianza regional. Además de querer imponer una agenda de seguridad ajena a los intereses de la mayoría de los países, la administración Bush se opuso a los gobiernos demócratamente electos de izquierda, apoyando a los golpistas en Venezuela en 2002, por ejemplo, y manifestando su temor de que de elegirse Lula en Brasil, podía conformar un “eje del mal” con Castro y Chávez. El rechazo casi unánime a la guerra en Irak fue indicativo de la creciente distancia entre Washington y la mayoría de las capitales latinoamericanas.

La insistencia en meter los problemas con Chávez y Correa y el tema de las bases en un único costal sólo agravará las derrotas diplomáticas que ha sufrido el presidente Uribe y generará un mayor distanciamiento frente a sus aliados potenciales en la región. Ante los primeros, deben seguirse agotando las instancias institucionales y diplomáticas existentes. Pero ante el segundo es indispensable un cambio abrupto. Atribuir las reacciones de países como Brasil o Chile a la “solidaridad de cuerpos” entre la izquierda latinoamericana —como lo han hecho torpemente algunos— es desconocer las raíces profundas que tiene la aprensión hacia Estados Unidos en toda América Latina. Mientras que la posición oficial de Brasil siempre ha girado en torno a la no presencia de tropas extranjeras en la región, es apenas lógico, después del apoyo estadounidense a la dictadura de Pinochet, el rechazo de Chile (y de muchos otros).

De tener un manejo institucionalizado de la política exterior, con una memoria histórica adecuada, el gobierno Uribe sabría interpretar mejor los temores de sus vecinos latinoamericanos. En su lugar, la incapacidad para ver en ellos nada distinto que un “complot” contra Colombia pone en evidencia su amnesia histórica y el mal estado en el que se encuentra el manejo de sus relaciones con el mundo.

 

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