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Ante el “policidio” de Beirut

Eduardo Barajas Sandoval
11 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

Difícil saber cuál pudo ser el último día feliz de la capital de una nación que fue primer foco de audacia fundadora, cuando Europa, que lleva el nombre de una princesa fenicia, transitaba por su lento proceso de formación. En la capital del jardín del Líbano se confunden los eslabones de una cadena inmerecida de tragedias, que el 4 de agosto de este año de pandemia recibió el impacto de una explosión inaudita en su corazón.

Una vez más, en el escenario del Líbano, quedan al descubierto los desatinos del desmonte del esquema de control del Imperio Romano, y de sus forzados sucesores, que dio lugar al desorden general que subsiste en el Oriente Medio. La ubicación privilegiada de Beirut, y su vocación cosmopolita, marcada por la concurrencia de tradiciones religiosas de diferente origen, terminó por convertir la ciudad en sitio de trámite de todos los conflictos de la región.

El diseño mismo de un Estado confesionalista, que reserva cargos específicos de dirección a las diferentes comunidades religiosas que agrupan a los habitantes del país, constituye un laboratorio de fórmulas políticas explosivas. Fácilmente allí ramificaciones externas de distintos credos, ligados a su vez a pretensiones de poder, encuentran el camino expedito para permear los procesos internos y contaminarlos con elementos que no tienen que ver, en sentido estricto, con el gobierno del país.

“Cableados” visibles y redes ocultas de intereses de todo el Medio Oriente, han contribuido al intento permanente de destrucción institucional del Líbano. Así, ese paraje privilegiado de convergencia se vino a convertir en caldero de conflictos, con señores de la guerra, asesinatos políticos, ocupación extranjera, ejércitos religiosos que representan intereses foráneos, guerras propias y ajenas, y tragedias de refugiados.

¿Qué administración y qué proceso de desarrollo puede tener éxito en medio de ese desorden, impuesto por todo tipo de vecinos, armados, con aliados internos, que le quitan al Líbano, pero no le dan? De ahí la tragedia del desgobierno y la ineptitud, acicalados con la interferencia extranjera, el descuido de los recursos naturales, el deterioro del ambiente, y el abandono de la infraestructura, en una economía siempre a punto de colapsar.

El 27 de septiembre de 2013 se comenzó a gestar la tragedia que la semana pasada mostró en el cielo de Beirut un espectáculo parecido al de la explosión de una bomba nuclear. Del puerto georgiano de Batumi, en el Mar Negro, salió con destino a Mozambique, cargado con tres mil toneladas de nitrato de amonio, un barco desvencijado, propiedad de un ruso de Chipre, que no tenía cómo sostener la empresa para el resto del viaje. Tras unos días en El Pireo, terminó en Beirut, con la idea de ponerle más carga para financiar el paso por el Canal del Suez.

Boris Prokoshev, capitán del Rhosus, tuvo que rechazar la nueva carga, pues el barco amenazaba con romperse. Después de varios meses a bordo, como rehén por las deudas de sostenimiento, se pudo bajar e irse a casa con su tripulación. Había pedido infructuosamente la intervención de Vladimir Putin y solamente pudo desembarcar cuando la revista FleetMon tituló: “Tripulación como rehén en bomba flotante”. Después alguien bajó la carga y la puso en el galpón donde vino a explotar.

Como cuando se rompe un jarrón, no es claro quién sacó el Rhosus del puerto ni cómo terminó en el fondo del mar. Tampoco se sabe por qué la carga quedó expósita durante seis años, hasta que por accidente, o a propósito, se convirtió en bomba que dejó un cráter de ciento cuarenta metros y acabó con un sector enorme de la ciudad.

Así se haya tratado de un accidente, siempre evitable, la explosión del nitrato vino a contribuir al proceso casi permanente de intento de “policidio” contra Beirut. Como si esa polis hubiera sido condenada a muerte. Dividida por sectores de intereses, calles como fronteras, hoteles como trincheras, bombas como ruido urbano, destrucción de bienes, servicios y ánimo, sin la menor compasión. Con la contribución del desgobierno, la improvisación, la desidia y la corrupción.

Hay gente que lleva ya meses, en Beirut, pidiendo que se vayan todos los gobernantes. Ministerios y otras dependencias oficiales han sido invadidos en reclamo por algún orden aceptable. Aunque se sabe que dicho orden no es más que una utopía, mientras no se acabe con la interferencia extranjera. Mientras de los escombros de la ciudad, y del país, se logren rescatar los elementos constitutivos originales del Estado y de la nación.

Difícilmente conseguirían los libaneses, con las interferencias y atrincheramientos religiosos y militares ya asentados en su territorio, y principalmente en su capital, arreglar por su cuenta los problemas acumulados de una nación compleja por definición y víctima al mismo tiempo del abuso de todo el que quiera aprovechar ese patio ajeno, para tramitar sus conflictos históricos sin arriesgar su propia piel.

¿Qué sistema político puede funcionar así?, ¿qué gobierno le puede corresponder?, ¿con dinamismo y apoyo salidos de dónde?, ¿qué inventar para que todos los gobiernos no terminen siendo lo mismo y haciendo lo mismo?, ¿cómo evitar que crezca el catálogo de la desconfianza ciudadana?, ¿y el de los motivos de desesperanza?, ¿cómo evitar que cada gabinete ministerial tenga que ser negociado con representantes de poderes extranjeros?, ¿qué obras públicas, qué política exterior y qué principios y valores se pueden invocar para reclamar y consolidar un Estado de Derecho?

La noticia ingrata es que, en términos reales, para que algo funcione allí, es preciso superar el obstáculo de intereses extranjeros metidos ya profundamente en el entramado de la vida nacional.

Así que, para que obre de nuevo la eterna tradición mediterránea del Ave Fénix, se va a hacer necesaria una acción de dimensión internacional. Oportunidad clarísima para que se hagan evidentes, una vez más, la impotencia de las Naciones Unidas y la ausencia de mecanismos útiles de solución de problemas intrincados, de aquellos que por definición involucran actores diversos y requieren precisamente de una institucionalidad apropiada.

El Presidente Macron tuvo el valor de visitar los escombros de la explosión. Francia siente una especie de obligación histórica con el Líbano, dejado a su cargo a la hora del reparto de los despojos del Imperio Otomano al finalizar la Primera Guerra Mundial. La convocatoria francesa en favor del Líbano debe ser escuchada. El esfuerzo no se debe limitar a socorrer a esa nación en aprietos, sino en conducir un proceso de recuperación en el que las grandes potencias, o lo que quede de ellas, intervengan a fin de obligar a los actores encriptados de la tragedia libanesa a que pongan la cara y permitan enderezar el rumbo del país.

A ese mismo esfuerzo seguramente estará dispuesta la diáspora libanesa. Esa comunidad nacional esparcida por el mundo, portadora de los elevados valores originales de una de las naciones más antiguas del Mediterráneo, que contribuyó a darle carácter a ese mismo mundo y que, en muchos otros escenarios, ha sido promotora de progreso y emprendimiento, siempre con el ánimo y el recuerdo de esos fenicios que ayudaron a fundar el mundo de hoy y no están dispuestos a renunciar a su destino.

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