Costas extrañas

Aquí la crítica literaria está en ruinas

J. D. Torres Duarte
29 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

En los últimos tres años, el Instituto Caro y Cuervo ha lanzado varios tomos que recopilan el trabajo de Hernando Téllez y Hernando Valencia Goelkel, dos críticos literarios de peso entre los años 40 y 70. Revivir a dos viejos maestros es el consuelo más eficaz ante la ausencia ruinosa de crítica literaria.

Tanto Téllez como Valencia publicaban en diarios y revistas de tirada nacional. No eran críticos de academia: escribían para un público general, quizás principiante, pero no por eso apático a las discusiones literarias. En esos mismos medios, el número de críticos literarios se cuenta hoy con una sola mano. En El Tiempo y El Espectador son intermitentes o incluso inexistentes —a pesar de que en el último, hace eras, escribía Eduardo Zalamea Borda, Ulises—; en diarios regionales como Vanguardia, El País y El Colombiano y en los periódicos del Caribe —¿recordarán todavía a Álvaro Cepeda Samudio?— es un animal casi extinto; Camilo Hoyos, en Arcadia, se inclina más por el resumen folclórico que por la crítica; en El Malpensante van y vienen; en Semana, Luis Fernando Afanador es una presencia solitaria; sólo el Boletín Bibliográfico del Banco de la República, que se publica cada seis meses, tiene en su nómina una sección considerable de crítica literaria.

Existen, claro, reseñistas: lectores que, antes que afrontar una lectura crítica, se decantan por una apreciación apenas especulativa sobre la naturaleza de las obras literarias. No sabemos si la obra tiene mérito o no, sino que se deduce, por su pura apreciación y por el hecho de ser material de publicación, que debería ser leída. La perspectiva es nula. Resulta aún peor cuando se trata de un reseñista esporádico y complaciente como Jotamario Arbeláez en El Tiempo, para quien la literatura colombiana comenzó y terminó en el nadaísmo y, para ser más específicos, en el legado del que él, casualmente, se considera el único heredero.

Tanto así sucede cuando se lee cualquier reseña escrita por Harold Alvarado Tenorio en Arquitrave, donde en general es más relevante el abolengo del escritor y el chisme que justifica su epíteto que las obras que ha escrito. Un sentimiento similar deja Santiago Gamboa en El Espectador cuando escribe, de nuevo y para hacer un énfasis innecesario sobre un talento inexistente, sobre su amigo Mario Mendoza. Esa crítica —o que aspira a ser crítica— se ha convertido en un ejercicio inútil que busca complacer al aparato literario o que espera reafirmar prejuicios.

Más allá de la complacencia se encuentra el relativismo absurdo de quienes consideran que criticar —argumentar por qué un libro es pésimo o por qué merece una relectura— es un ejercicio egoísta. Suponen que calificar una obra literaria es presuntuoso, que no existen parámetros para decir que un libro es bueno o malo y que, por lo tanto, todo es válido bajo el cielo. Todo es bueno en su propia medida, reza el primer mandamiento de la ingenuidad.

Descalificar así a la crítica literaria no sólo demuestra su aversión por el debate, sino también su ignorancia terca sobre la talla y el papel de un crítico literario. T. S. Eliot, Virginia Woolf, Samuel Johnson, Wislawa Szymborska, J. M. Coetzee, Margaret Atwood, Jorge Luis Borges y Joseph Brodsky han sido críticos literarios, y no bajo el mero impulso de la envidia o la vanidad.

En el caso de Brodsky, por ejemplo, la crítica se convierte en una disección ensayística que explica a profundidad el valor de una obra, como en su texto dedicado al poema September 1, 1939 de Auden. Para entender a Beckett, Coetzee extiende un juego abstracto que nos va contando, en detalle, qué dice esa voz que habla desde la oscuridad. Szymborska procede de una manera que hoy resulta inaceptable: llega a decirles a poetas debutantes que es mejor que empleen su futuro en otra profesión.

Aunque le pese a ese relativismo que todo lo valora por igual, esa crítica permite que un lector se acerque a una publicación sin las hipérboles —magnífico, crudo, inigualable, imperecedero, clásico vivo— que le agregan en la publicidad editorial. Un ejercicio de este calibre —oh, dolor— pasa por argumentar por qué esa obra es buena o mala o regular. Comprometerse en su defensa o en su ataque es una mecánica de conversación que produce un efecto saludable en la literatura: interpela a los lectores, que no acuden a la crítica literaria en busca de un canon —nada más caduco que el canon, nada más anacrónico que un crítico que pretenda decir qué debe leerse y qué no—, sino con la intención de poner en juicio los valores estéticos y narrativos que son, por extensión, los valores con que solemos imaginarnos.

Sin embargo, el relativismo, sumado a cierto pudor, prohíbe que esa mecánica se ponga en marcha. Por eso no existe ningún crítico que se lamente por cada libro tosco e innecesariamente largo que publica Ricardo Silva Romero; ni ningún crítico que le aclare a Juan Manuel Roca por qué una media mojada en un cable de luz tiene más sofisticación que cualquiera de sus poemas; ni ningún crítico que le cuente a Jotamario Arbeláez que, contrario a él, su camarada Jaime Jaramillo Escobar sí ha escrito poemas de valor; ni ningún crítico que recuerde que las buenas intenciones sociales no engendran por defecto buenas novelas; ni ningún crítico que explore los territorios ajenos a Random House; ni ningún crítico que les sugiera a los poetas que verso libre no significa verso bobo; ni ninguna crítica que se tome en serio el deber de valorar las obras de Elisa Mújica y Marvel Moreno (salvo, claro, cuando las reedita Random House); ni ningún crítico que considere que su oficio puede ser un sucedáneo de la literatura tanto como una novela o un libro de poemas.

Ante todo, por supuesto, la compostura.

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