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Asamblea Nacional Constituyente: ¿Para qué?

Rodolfo Arango
29 de marzo de 2014 - 04:00 a. m.

No existe nada más democrático que un pueblo quiera darse y se dé su propia constitución.

La Asamblea Constituyente es un acto político fundacional. “Constituirse” en unidad política, según principios e instituciones, exige la voluntad de todos y la disposición a obedecer el texto finalmente adoptado, cuya vigencia se condiciona en ocasiones a la convalidación del pueblo.

Antes Uribe, luego las Farc y su entorno, y ahora Petro, todos claman la necesidad de una constituyente. En redes sociales se señala un común denominador de los promotores: el autoritarismo. Agregaría otro: el deseo de tornar derrotas en victorias. La prohibición de una segunda reelección, el desprestigio de la guerrilla o la destitución administrativa alimentan el propósito de volver a repartir las cartas, pero ahora en forma marcada. Esto porque para la elección de constituyentes no se contempla el voto directo de toda la ciudadanía, sino una integración sectorial, algo inaceptable por carecer de representatividad.

El pueblo no es tonto. Tampoco se deja manipular, ni representar por cualquiera. ¿Quién tiene la vocería del “querer popular”? Creer que este es apropiable demagógicamente es no entender para qué se adopta una constitución. Ciertamente no es para luego desobedecerla o para que los excluidos la desacaten al no verse reflejados en ella. Darse una constitución, finalidad de una constituyente, presupone una intención compartida, una actitud discursiva en búsqueda de entendimiento, no la imposición de reglas por vía de mayorías artificialmente construidas.

Uribe, Londoño y Ordoñez sueñan con la Constitución de 1886 y con la posibilidad de establecer el viejo orden, confesional, militarista, caudillista. Las Farc nunca han defendido el derecho, instrumento de dominación (incluso la Constitución). Sorprende ahora su interés en una “constituyente”. Petro, corresponsable del adefesio llamado Procuraduría aprobado en 1991, llama a subvertir el orden jurídico y a crear otro en el que quepamos todos, hasta que decida volver a las plazas a subvertirlo de nuevo. Los fines de cada uno no sólo divergen; se refractan. No hay convergencia de intenciones fruto de la comprensión y del desprendimiento; por el contrario, prima la acción instrumental, para asegurar posiciones propias en desmedro de la del otro.

La Constitución de 1991 es rica en principios, derechos y deberes fundamentales. No es una constitución neoliberal, como afirman algunos. La legislación de desarrollo sí lo es. No es más que echar un ojo a lo que las clientelas legislativas, aliadas con intereses particulares, han hecho de la educación, la salud, la justicia o la política. Pero la salida no es cambiar el sofá, sino conformar otras mayorías legislativas diferentes, que defiendan el interés general, el patrimonio público y los bienes comunes. Difícilmente una nueva constituyente siendo sectorial –campesinos, artesanos, militares, iglesia, gremios, sindicatos, etc.– sería tan garantista como la actual. ¿Se imaginan a la derecha, que hoy impera a lo largo y ancho del país, reformulando la tutela, reconociendo los derechos sociales fundamentales o “mejorando” la Corte Constitucional?

La paz es un fin superior. Es nuestro deber buscarla con grandes esfuerzos. Pero la constituyente no es el talismán. No reconcilia mágicamente. Es fin, no principio. Antes de refundar la comunidad política debe haber disposición anímica colectiva para que en ella se sientan todos suficiente y justamente considerados, incluso si no ven plasmadas al final sus aspiraciones en el texto constitucional. ¡Qué las ambiciones políticas no nublen la mente de ingenuos y buenos de corazón! No sea que todos lloremos luego los retrocesos.

 

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