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Cuando terminé de leer Mi cuerpo es una celda, la bella autobiografía que Alberto Fuguet atribuye a Andrés Caicedo, tuve el reflejo de poner el libro en el cajón de mis papeles y no en la estantería de los libros.
En seguida me corregí, y el volumen quedó en un nicho de la biblioteca, como los demás: con el cuerpo invisible y sólo el nombre legible, igual que los muertos en los nichos del cementerio.
Quizá la distracción se debió a la relación peculiar que este libro establece con el lector. Constituido en su mayor parte por cartas, parece insistir en dirigirse a una segunda persona singular. Se lee con una sensación de intimidad radical; no con el silencio con que se recibe la literatura, sino con aquel que uno entrega a la correspondencia personal. Debí sentir también que el libro era cosa mía por no estar hecho por su autor, sino por otro lector; por Fuguet, artífice de la selección y el montaje. El referente de mi lectura era la lectura de otro, que se había convertido en inventora del libro, permitiendo que la mía participara a su vez en la composición, como una respuesta a las cartas de una sola vía de Caicedo.
Fuguet triunfa en la traducción del montaje cinematográfico a la literatura. Pero no sólo es cinematográfico su procedimiento editorial; también lo es su inclusión de un trabajo actoral: en la obra, el lector chileno hace el papel de Caicedo, el protagonista muerto. En esa medida, Mi cuerpo es una celda no es estrictamente un documental. Tampoco es una autobiografía: la investigación forense de Fuguet no reconstruye a Caicedo en vida, sino al Caicedo que ha pasado y se ha convertido en un lugar utópico, en donde cada lector puede proyectar su deseo autoral. Su voz es invocada como voz sin lugar, que habla desde la muerte y sobre ella.
El discurso en primera persona que se hace audible en las cartas parece decir que toda la escritura de un suicida tiene la forma de una carta sin respuesta, y que el suicidio mismo es una carta. El que llega a través de los escritos sobre cine, también rescatados por Fuguet, señala que la única vida posible del protagonista es la utopía del cine, objeto de deseo inalcanzable, donde el deseante no puede encontrarse vivo sino sólo muerto, ya después de pasar al lugar sin lugar. Y desde allá, todavía, nuevamente, como en tantas salas de cine en vida, Caicedo es espectador: esta vez, de una película escrita (y, por tanto, de una película que no tiene lugar), en donde otro hace de él, por él y en lugar de él.
