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Basura y Bogotá

Tatiana Acevedo Guerrero
18 de junio de 2015 - 02:50 a. m.

Las historias acumuladas alrededor de la basura bogotana y las 6.200 toneladas de residuos que viajan todos los días a Doña Juana no son tan estáticas como el relleno, que se compacta despacito. Y sanitarias no son. Pero circulan con ritmo..

Durante la última década el flujo de los desechos, sus recorridos y el destino final han sido demandados y novelados. La trayectoria de la bolsa negra ha tomado protagonismo debido al trabajo de la población recicladora. Desde que la Corte Constitucional emitió la sentencia T-724 de 2003, se le exigió a las autoridades distritales incluir a los recicladores en la gestión de los residuos públicos. Desde que el alcalde Petro lo intentó, se ha escrito bastante sobre los tres días sucios en diciembre, las medidas adoptadas y la destitución.   
 
Numerosos análisis denunciaron que no se adjudicara el contrato a prestadores calificados. Un columnista de El Tiempo, en un tono menos tóxico que el acostumbrado por María Isabel Rueda para referirse a Petro, pidió que los recicladores fuesen contratados por una empresa público-privada con “todas las prestaciones de la ley”. Con los días y las experiencias acumuladas, puede decirse que esta idea no es muy buena. Empezar a trabajar con una población heterogénea (cerca de 14 mil recicladores, hombres y mujeres, algunos de oficio y otros “de rebusque”), con historias duras, rutinas difíciles y expectativas muy diversas requiere de un margen de maniobra, fondos y flexibilidad que sólo se aseguran con respaldo político y estatal.
 
Más que una afrenta a la libre competencia, lo que indignó la suciedad: los desechos orgánicos que se pudrieron con el sol de fin de año. Los olores y el desorden registrado en fotos, que arruinaron las vísperas navideñas. Esta ansiedad que separa con asco lo sucio y lo limpio, tiene su raíz en las primeras décadas del siglo veinte. En leyes de higiene contra los harapos, el desorden, el deambular o vivir en la calle. La prohibición de la vagancia.
 
La limpieza es progreso. O así lo divulgó, entre otros, Manuel Antonio Carreño en su Manual de Urbanidad. En este las buenas maneras van de la mano con la higiene y el comportamiento de la gente educada cuando se está en familia, en la casa, en la calle, antes de dormir, en la iglesia y en la casa del vecino. Todo lo que no puede hacer el hombre la mujer tampoco, pero el doble. La historia de Carreño y sus instrucciones para  damisela ya es conocida. Se discute menos lo sucio que es este progreso. Nada sobre los desechos industriales que contaminan las fuentes de agua, los pésimos salarios a la mano de obra que no tiene para acomodarse dignamente en la ciudad, los reducidos espacios habitacionales sin ventilación.
 
El de Bogotá y su basura es un relato difícil. Como lo resume el profesor Federico Parra, la organización de recicladores que se forma alrededor de demandas de acceso al trabajo y la vivienda se ha consolidado a pulso. Desde los noventa repiten el baile: ganan un derecho, luego una ley lo tumba y entonces se reponen y vuelven a comenzar. Al compás de dos pasos para adelante y uno para atrás. Se les ha dicho una y otra vez que los desechos de la ciudad no son suyos, que no pueden tocarlos, separarlos, vivir de reutilizarlos. Que estos deben ir en camiones inmaculados y acabar por debajo de la tierra. Ser enterrados donde nadie los veapara mantener el orden y la violencia.

 

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