Burbujas en la testa del sabio

Julio César Londoño
11 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

La noticia se ha mantenido en secreto: Rodolfo Llinás está loco. Nadie lo dice pero todo el mundo lo piensa. Conspira a su favor la reputación de agudísimo neurocientífico; sus investigaciones con cerebros de tiburones, sapos, chimpancés, cocodrilos, aves, gatos, delfines y hombres que lo convirtieron en la primera autoridad mundial del cerebelo; el íntimo conocimiento de las neuronas motoras; los trabajos con la NASA sobre el pensamiento en gravedad cero; las investigaciones sobre la electrofisiología de la función sináptica; la audaz afirmación de que el “yo” no existe, que es solo un modelo que el cerebro construye para darnos una ilusión de permanencia, de identidad.

Aunque es una de las cuatro personas que mejor conocen los misterios de la mente, no ha podido escapar a la maldición de la neurología, “esa ciencia que lo sabe casi todo sobre la estructura del cerebro y casi nada sobre su funcionamiento”.

Los primeros síntomas de la locura de Llinás se manifestaron hace varios años. La conciencia, dijo sin inmutarse, está formada por unos osciladores eléctricos situados en la oliva inferior, un núcleo celular en la parte inferior del tallo cerebral, donde nacen las fibras trepadoras que ascienden al cerebelo.

Un poco más, y Rodolfo se toma una selfie con su conciencia.

Nota: los neurocientíficos son lunáticos irredentos. Si el psiquiatra es un Quijote que lucha con fantasmas, el neurocientífico es un sujeto empeñado en fotografiarlos.

Aunque es una entidad muy arisca, incluso para la semántica, los psicólogos definen la conciencia como otra vuelta de tuerca de la mente, una facultad que nos permite saber que sabemos, que somos.

Los pitagóricos la ubicaban generalmente “a lo diagonal del alma”.

Luego del episodio olivo-oscilante, Llinás tuvo un rapto de lucidez: la conciencia, dijo, es una función del cerebro, como la mente, y está en todo el cuerpo.

Pero al poco tiempo recayó y se enamoró del agua, en especial de las aguas procesadas con altas concentraciones de energía para crear burbujas de vacío e inyectarles oxígeno. Tomar este elíxir, aseguraba, potenciaría las funciones inmunológicas de las células, hecho que le permitiría a la ciencia luchar con buenas posibilidades contra el alzhéimer, el párkinson, la esclerosis múltiple y el asma, e incluso contra la mismísima vejez.

En suma, las “nanoburbujas” eran algo mucho más poderoso que la mezcla del ajo, el limón y la fe.

La noticia resonó en los periódicos en 2013 y 2014, y una multinacional farmacéutica colombiana se interesó en el proyecto. Al fin y al cabo, era Llinás el que lo proponía y lo sustentaba con argumentos sobre el fortalecimiento de las membranas celulares y mostrando la serenidad que producían las nanoburbujas en un acuario lleno de pececitos rojos.

Un neurólogo que estuvo en la presentación del proyecto en Bogotá me asegura que el sabio se molestó cuando le preguntaron si las nanoburbujas ya habían sido experimentadas con otras especies animales. Estoy seguro de que Llinás pensó: “No, hombre, a eso vengo, a experimentar con rolos”. Pero se contuvo y se retiró muy airado del recinto con su acuario debajo del brazo.

Desde entonces, no ha vuelto a mencionar el tema. La multinacional tampoco.

Nota final: estamos en el futuro. Buscar la inmortalidad física no es un sueño demasiado ambicioso. Google está invirtiendo miles de millones de dólares en investigaciones encaminadas a vencer la muerte. No nos extrañemos si logran estirar mucho más allá del siglo la esperanza de vida (al menos la esperanza de los multimillonarios) echando mano de procedimientos tan sofisticados como las terapias genéticas, y algunos elíxires caros, como agua con burbujas y cristales de sábila.

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