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Exagerado, fatalista, temerario, alarmista y ave de mal agüero, fue lo menos que me dijeron cuando, desde hace más de 10 años, en esta misma columna y en estas mismas páginas editoriales, predije, vaticiné y advertí que lo que estaba sucediendo en el vecino departamento del Cauca iba a repercutir en nuestro Valle del Cauca.
Más cuando, hace cuatro años, señalé que nos fuéramos preparando para que invadieran las tierras del sur de este departamento, habida cuenta del despojo de los terrenos de pequeños agricultores nortecaucanos.
Para rematar, cuando se presentaron los paros que paralizaron a Popayán resalté que, más temprano que tarde, los indígenas azotarían con fiereza las calles de Cali, como sucedió tímidamente hace algún un tiempo.
Y ahí están los hechos: conocedores de que sus protestas no tenían el eco necesario y que de nada les servía vandalizar la Ciudad Blanca, aprovecharon el fatídico paro que estamos padeciendo y soportando desde hace ya 15 días para invadir “a los ricos” y volver lo que sabemos la capital de la salsa, el deporte y la alegría.
La llegada de las chivas atestadas de gente y víveres, acompañadas de carrotanques repletos de gasolina —mientras aquí no hay ni gota— y para qué sigo, cogió con los calzones abajo a las autoridades, que tardíamente medio pudieron reaccionar. Ante su ausencia, algunos ciudadanos defendieron sus negocios, almacenes, propiedades y viviendas a fuego limpio, lo cual fue repelido con la misma moneda.
Menos mal no hubo la matanza que hubiera desatado una guerra civil de insospechadas consecuencias y la autoridad, que siempre llega tarde, logró neutralizar la situación.
Cali se volvió entonces una pequeña Popayán, la que con estoicismo, silencio y absoluta insolidaridad de sus vecinos y del Gobierno Nacional ha venido soportando toda suerte de vejámenes y humillaciones, bloqueada, incomunicada, con hambre, sed y desasosiego. ¿Correrá la Sultana del Valle igual suerte?
