Carta a mi papá en riesgo por la pandemia

Columna del lector
13 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Por Mariana Monroy

Papá:

En algún punto de esta pandemia, todavía no consigo recordar cuándo, renuncié a hablar contigo sobre el riesgo que tienes por trabajar en un hospital. Riesgos que se embarcan en una espiral de factores desafortunados: no hay suficientes elementos de protección, no son óptimas las condiciones sanitarias y, en últimas, el personal del salud queda expuesto. En Colombia, según le dijo el presidente de la Federación Médica a la revista Semana, “el 80 % del personal de salud trabaja en condiciones laborales inestables y sin los mínimos de protección”. Eso, todavía, no es lo más aterrador. En este momento existen cifras que muestran el riesgo de los trabajadores de salud durante esta pandemia; la revista médica The Lancet advertía, en un artículo el 21 de marzo, que “(en China) 3.300 trabajadores de la salud han sido infectados a principios de marzo y, según los medios locales, a finales de febrero al menos 22 habían muerto. En Italia, el 20% de los trabajadores sanitarios que atendieron el virus estaban infectados y algunos han muerto”.

Lo cierto es que pese a que las cifras retumban y retumban, desde antes había decido construir un mundillo a través del teléfono en el que nunca habláramos del coronavirus, ni de los muertos, ni de los casos que aumentan en la zona donde trabajas y parecía que fuimos parte de un complot más grande porque todos en nuestra familia decidieron unirse. Es inevitable en el camino del miedo encontrar mecanismos de evasión. Yo, por ejemplo, me he refugiado en lo que mejor sé hacer: investigar del tema, recolectar estudios, contrastar fuentes. Incluso puse una alarma en el Ministerio de Salud para cerciorarme sí aparecen casos en el municipio donde trabajas. Por supuesto, esto no cambia el panorama. De hecho, me siento avergonzada al hacerlo, pero encuentro en las listas y la armonía de los datos cierta tranquilidad. La búsqueda del ministerio se convirtió en una ceremonia llena de impaciencia: esperar que la página cargara, durante la espera sentir que mi estómago estaba lleno de gravilla ardiente, cuando, de súbito, terminaba la espera fijarme en el número de contagiados en el departamento, cerciorarme de que ninguno de esos números correspondía al municipio donde trabajas. Exhalaba. Así un par de minutos, todos los días. Hasta que un día pasó, hubo un contagio en el municipio. Hubo desasosiego, una triste resignación. Los datos también nos hacen tan frágiles.

Mamá, por su parte, se ha convertido en una déspota de la limpieza. No te deja pasar de la puerta con el uniforme del trabajo, ingenió un protocolo casero de desinfección y te obliga a seguirlo a pie de la letra. Se esmera en preparar comida que te ayude a estar saludable. Cuando más la asalta el miedo, sé que te hace tomar una vitamina que “te sube las defensas”. Ella no habla mucho de los riesgos, aunque los conoce mejor que nadie porque también trabajó en un hospital. A diario, también, me da muestras de su fuerza: mi hermano quería regresar a casa con ustedes y su negativa fue severa: “cuando pasen los días y esto empeore, te vas a dar cuenta que era más seguro para ti estar lejos de esta casa”. A veces esa fuerza también se desvanece y solo balbucea y solloza en el teléfono conmigo.

Cuando escribía esto, empecé a preguntarme por qué no permites que carguemos contigo un poco el peso de la situación. Aunque hay un sin número de maneras de tratarla, imagino que la más cómoda debe ser evadirla, ¿quién quiere mirar a la cara el peligro? ¿Qué hija o hijo interrumpe abruptamente una videollamada para decir: “papá, la OMS está tan angustiada con el desabastecimiento de equipos de protección que instó a los países a redoblar en un 40 % la producción de esos materiales”? Creo que sale mejor enviar una foto del pan de banano que hicieron, que por cierto es éxito rotundo: impresionan y, además, muestran que están listos para dejar el cereal.

Sin embargo, esta también es una elección problemática. Tapar con un dedo el asunto no nos hará más fuertes ni felices. No vamos a forzarte a arrastrarte con tus temores en el teléfono, pero vamos a decirte que, ante esta pandemia, no hemos sido indiferentes. Solo estuvimos agazapados a tus espaldas, luchando desde distintos flancos. A pesar de lo difícil que sea mirar el horizonte y cuán sofocante parece ser lo que nos aguarda, no vamos a retroceder. Una de mis poetas favoritas dice: “el abismo no nos corta, el abismo nos rodea”.

Para terminar, quiero decir que esta carta está dedicada a los círculos cercanos de los trabajadores de la salud, quienes desde hace semanas viven el día a día domesticando la angustia, siempre nostálgicos, intranquilos. Me imagino que es una especie de abrazo a la distancia. Una declaratoria de que no están solos ni vamos a tolerar la indiferencia y discriminación ante el personal de la salud. Una promesa de que, cuando esto acabe, no vamos a parar de exigir un sistema de salud digno, donde el personal no tenga que exponerse, ni contar primitivamente los insumos. Lamentablemente este final no tiene una guía básica para sobrellevar la situación. Solo hoy por primera vez existe una posibilidad contundente de luchar por el derecho a prestar y recibir un servicio de salud de calidad.

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