Catedrales góticas

Rodrigo Uprimny
21 de abril de 2019 - 07:40 a. m.

A pesar de no ser creyente, desde mi juventud he tenido una gran fascinación por las catedrales góticas. Cuando pude viajar a Francia, uno de los primeros sitios que visité apenas llegué a París fue Notre Dame. Y quedé sobrecogido por su belleza, su equilibrio, sus misteriosas gárgolas, sus siglos de historia y, también, por la evocación inevitable de la novela de Víctor Hugo. Por eso, como a tanto otros, me dolió enormemente haberla visto consumida en llamas.

Es cierto que en el mundo ocurren tragedias peores que a veces no despiertan nuestra solidaridad. Pero eso no quita que esta destrucción parcial de Notre Dame sea una terrible pérdida, que a muchos nos conmueve, sin que eso signifique indiferencia frente a otros sufrimientos. Por eso imagino y me solidarizo con la tristeza que han sentido los creyentes, especialmente franceses, para quienes esta catedral tiene otros significados místicos que se me escapan.

Mi fascinación por las catedrales no es religiosa, pues soy agnóstico, sino que deriva de otros factores. Las razones más obvias son estéticas: estas catedrales son bellas, pues suelen ser al mismo tiempo impresionantes, por su enorme tamaño; como elegantes y misteriosas, por la armonía de su diseño, que parece elevarlas al cielo, mientras la luz pasa, tenue, a través de sus vitrales.

Me atraen también los símbolos y relatos, a veces claros, a veces enigmáticos, que encuentra uno en sus portales y en sus vitrales y que hacen de las catedrales una especie de libro abierto, que los visitantes medievales, a pesar de ser muchos de ellos analfabetos, podían comprender mejor que nosotros.

Estas catedrales son además una osadía técnica, pues con herramientas muy simples, hace casi mil años, sus constructores pudieron elevar los techos hasta 40 o 50 metros, mientras lograban, gracias a los arcos en ojiva y los contrafuertes, vaciar prácticamente las paredes y llenarlas así de vitrales. Es cierto que a veces sus cálculos fallaron y algunas catedrales, como la de Beauvais, colapsaron; pero las catedrales góticas son una de las mayores hazañas humanas, lo cual explica el misterio y los mitos que han rodeado a sus constructores.

Todo eso es fascinante. Sin embargo, lo que más me impresiona es que estas catedrales son una obra colectiva de muchas personas que estaban dispuestas a trabajar arduamente por años, incluso toda una vida, en una construcción que probablemente no verían nunca terminada. Es cierto que algunas catedrales se hicieron relativamente rápido (en pocas décadas), como la de Chartres. Pero la construcción de la mayoría de las catedrales tomaba muchas décadas, incluso siglos. Además, sus constructores sabían que su autoría probablemente no sería reconocida o sería rápidamente olvidada. ¿O algún lector sabe quiénes fueron los constructores de Notre Dame de París o de la catedral de Rouen, que inspiró la bellísima serie de pinturas de Monet?

Por eso duele que ese esfuerzo colectivo, que es Notre Dame, haya sido consumido por las llamas, aunque reconforta que su estructura haya resistido y que un nuevo esfuerzo colectivo permita probablemente reconstruirla. Y surge una bella enseñanza de las catedrales góticas. La capacidad que a veces tienen los seres humanos de embarcarse en proyectos colectivos ambiciosos y bellos, que pueden tomar décadas o siglos, en forma tal que cada uno se esfuerza en hacer su parte y en mejorar los avances que han hecho quienes le precedieron, pero construyendo a partir de ellos. Y todo ello sin buscar protagonismos, solo que la obra colectiva logre llegar a feliz término. ¿No es esto una enorme enseñanza para nuestra Colombia, en donde tenemos tales dificultades para comprometernos en proyectos colectivos?

* Investigador de Dejusticia y profesor Universidad Nacional.

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